Tom trabaja en
bienes raíces en París. En realidad, se ocupa del trabajo sucio relacionado
con el negocio inmobiliario: desalojar okupas, inquilinos,
inmigrantes, mujeres y niños en medio de la noche; sembrar edificios de
ratas; irrumpir, golpear, extorsionar, lo que fuere necesario. Suerte de
herencia familiar que viene de la rama paterna: su padre, ahora viejo y algo
decadente (y siempre dispuesto a hacer uso de esa debilidad para
manipularlo), se dedica a asuntos similares y reclama de él ayuda y
opiniones que no escucha. Con él, Tom será cruel y protector a la vez.
Por el lado de la madre muerta, en tanto, la influencia es musical: un día,
Tom encuentra por casualidad al ex representante de ella, concertista de
piano. El hombre recuerda que el chico sabía tocar y le pregunta si querría
hacer una prueba para él. Tom pide una fecha para la audición, consigue un
tutor (una virtuosa pianista china que no sabe una palabra de francés) y
empieza a entrenar con la constancia de Stallone en Rocky, con la
chica de sparring y con la fecha de la audición como deadline.
En la alternancia de estos dos universos (el submundo inmobiliario-mafioso y
el de la música clásica) que se revelan cada vez más incompatibles entre sí,
descansa toda la película. Su protagonista es un tipo contradictorio, capaz
de conmoverse con una nota y de moler a palos a alguien con la misma
intensidad, lo que es replicado desde los elementos formales: por momentos
la cámara en mano se mueve nerviosa, en otros reposa sobre los personajes;
la banda de sonido alterna Bach con lo último de la música electrónica. De
manera algo esquemática, violencia y arte se exhiben como polaridades
representadas por la figura del padre presente y la madre muerta. ¿Triunfará
en Tom la fuerza destructiva, o el amor a la música será capaz de redimirlo?
La astucia del director Jacques Audiard (y de Tonino Benacquista, coautor
del guión) logra que el film escape hacia el final de este corset que él
mismo parecía haberse impuesto en un comienzo.
Estamos acostumbrados a que Hollywood produzca remakes de films franceses:
los ejemplos son muchos, desde Tres hombres y un bebé hasta Una
mujer infiel. Aquí se da la situación inversa: Fingers, una
película de 1978 de James Toback protagonizada por Harvey Keitel, es
revisitada por el francés Audiard (Lee mis labios). Su protagonista,
el ubicuo Romain Duris (El extranjero loco, Las muñecas rusas),
luce exagerado en su gestualidad al expresar el nerviosismo perpetuo de su
personaje. El tono de esta película –y, ante todo, el éxito obtenido–
parecen la mejor excusa para que Hollywood la retome otra vez, y no tarde en
entregar una remake de la remake…
María Molteno
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