Son varios los
problemas que presenta esta premiada película española con director francés.
Uno de ellos es la
credibilidad del personaje principal. Un joven constructor de una ciudad
vasca (Eduardo Noriega) se niega a aceptar la ayuda laboral o económica de
su suegro, pero acepta trabajar por dinero como espía del servicio secreto
del régimen franquista bajo el apodo de Lobo, infiltrándose en la ETA. Un
concepto muy personal de la dignidad, por decirlo suavemente. Por otra
parte, asume semejante actitud de traición por el bienestar de su familia,
pero justamente por ese motivo la pierde inmediatamente... lo cual no impide
que siga adelante con su plan macabro. El hombre está dando alas a su lado
más oscuro y ruin.
Otro problema: la
organización guerrillera vasca está presentada sin matices ni sutilezas
(como todo en el film). Se trata de un grupo de fanáticos que no se sabe muy
bien por qué luchan ni cuáles son sus ideas, y que resuelven sus diferencias
internas mediante el asesinato por la espalda y a sangre fría. Tan sólo el
protagonista parece inocente de todo crimen.
Y el punto más grave: la
unidireccionalidad de todo el mensaje. El protagonista entra en la ETA y
permanece en ella durante dos años, participando de sus actividades a la vez
que delata a sus compañeros, y sale de ella con el mismo espíritu con el que
entró, nada en él parece haber cambiado, excepto su rostro. En lo que al
franquismo respecta, sus esbirros demuestran ser mucho más capaces que los
etarras; se percibe en el film cierto tufillo admirativo de aquel sistema.
El problema de la ETA es mucho más complejo y polifacético de lo que se
muestra en este film, como puede comprobarse en el documental La pelota
vasca, la piel contra la piedra, de Julio Medem. Pero aquí entramos en
el terreno de las ideologías. Quedémonos en el de lo cinematográfico: hay un
poli bueno y un poli malo, quienes tampoco modifican su posición durante
todo el film (que es muuy largo). Es decir, personajes y mensajes cuadrados
y esquemáticos... al cubo.
Otro inconveniente: en una
película que se pretende thriller de espionaje a la manera de
aquellos sobre historias de John Le Carré, falla el ritmo en la acción, los
diálogos son pesadísimos y la cámara juega sin cesar con el
plano-contraplano, a veces mediante paneos entre interlocutores que terminan
por aburrir al espectador. Y no vamos a detallar las inverosimilitudes del
guión ni el acento de los etarras interpretados por actores franceses
(Mélanie Doutey, Patrick Bruel).
Todo lo
anterior pretende excusarse diciendo que El lobo está basada en la
historia real de Mikel Lejarza, y que el éxito de la Operación Lobo sobre la
ETA le quitó argumentos a la extrema derecha, que quería bloquear el proceso
hacia la democracia. Habría que conocer los motivos profundos que decidieron
la realización de un film sobre un personaje tan despreciable, pero de eso
no está exento el cine.
Josefina Sartora
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