Como
todos los años, el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici)
se constituyó en la fiesta de ver ese otro cine que reclamamos desde estas
páginas, ese cine que por las caprichosas maniobras de la maquinaria
comercial permanece al margen de las carteleras argentinas. En esta ocasión,
las oportunidades de ver un cine original, fresco, libre e independiente se
multiplicaron, porque en los 12 días de un festival que sus programadores
calificaron como “salvaje” se exhibieron más de 200 títulos, además de las
múltiples actividades paralelas (seminarios, mesas redondas, presentaciones
de libros, visitas de directores, conferencias, etc.). Hubo para todos los
gustos: además de la competencia oficial, una sección sobre lo nuevo de lo
nuevo en el cine argentino, secciones dedicadas a distintos directores
extranjeros, cine de superacción, experimental, documental, musical, etc. Y
el festival fue un éxito: en primer lugar, por la calidad de la
programación, en segundo, por la organización, que tuvo pocas fallas, y
finalmente, por la respuesta del público, que colmaba cada función.
Evidentemente, el Bafici ya ocupa un sitio arraigado en la actividad
cultural de los porteños (y de quienes viajaron desde el interior y el
exterior para estar presentes) y reconocemos el mérito de su director,
Quintín, y de los programadores y organizadores.
Frente a semejante programa
de películas que tal vez nunca volverán a exhibirse en Buenos Aires (hasta
ahora se ha confirmado el estreno de no más de una docena, de una larga
lista de películas extranjeras), mi elección fue bastante ecléctica, casi
tanto como la programación misma.
Las mejores
Los programadores
de todo festival cumplen la envidiable tarea de viajar durante todo el año a
otros festivales internacionales para elegir allí las películas y contratar
su exhibición. Eso produce que haya un grupo de títulos que circula por las
distintas fiestas cinematográficas, es decir que hay una cantidad de
películas que se repiten en uno y otro país, y que además vienen apoyadas
por sus respectivos países de origen. En el Festival de Chicago de octubre
de 2003 yo había visto algunas de las mejores proyectadas en este Bafici: la
taiwanesa Goodbye Dragon Inn, de Tsai Ming-Liang, la iraní Crimson
Gold, de Jafar Panahi, el documental La revolución no será televisada,
de Kim Bartley y Donnacha O’Briain, Bright Future, de Kiyoshi
Kurosawa, Ce Jour Là, de Raúl Ruiz, Padre e hijo, de Alexander
Sokurov, Le Temps Du Loup, de Michael Haneke y Los guantes mágicos,
de Martín Rejtman, de próximo estreno. A todas ellas ya me he referido en la
cobertura de ese festival.
Pero
pude ver otras joyitas.
Los documentales
Este año la
gratificación llegó varias veces por vía del documental, ya que los títulos
exhibidos me permitieron momentos de especial interés y mayor placer
cinematográfico. Además de la sección dedicada a Thom Andersen –que vi
completa– una cita obligada era La pelota vasca, la piel contra la piedra
de Julio Medem, director que me gustó mucho en Los amantes del círculo
polar y nada en Lucía y el sexo. Pues bien, Medem incursiona en
el conflicto político y social que significa la acción de ETA en España,
recogiendo declaraciones de unos 70 catedráticos y políticos
–abrumadoramente masculinos– que procuran mantenerse equidistantes de los
dos polos enemigos: el oficialismo y la organización armada. El resultado es
una polifonía de los distintos matices que se encuentran en el medio, un
peloteo ratificado por los reiterados golpes de la pelota rebotando contra
el muro. Además, hay imágenes de películas de ficción, y tomas de archivo de
noticieros y otros viejos documentales, y la excelente música de Mikel
Laboa. En España el film desató una fuerte polémica y recibió el mayor
rechazo del Partido Popular, en el poder a la hora de su estreno, por no
explicitar una condena a ETA, acusada de "amenazar la unidad española". La
ausencia de las voces de esas fuerzas en pugna así como la del ciudadano
común, trabajador, estudiante, ama de casa, etc., limita el film a
argumentaciones intelectuales que –como era de esperar– no arrojan luz sobre
el problema; apenas si lo dejan planteado. La película tiene además algún
vicio en la edición, ya que no cesa de cortar las declaraciones de los
entrevistados, empalmándolas, y al quedar descontextualizadas al espectador
le surge la duda de sobre qué está opinando cada uno. Al cabo de escuchar
tantas declaraciones cruzadas, nos queda una realidad que resulta
extremadamente compleja e indefinible. Medem es vasco y su película destaca
el amor por su tierra, evidente también en los entrevistados, muchos de los
cuales hablan eusquero, y si bien los nacionalismos me producen una suerte
de urticaria (“todo nacionalismo refleja el miedo”, se dice en el film) mis
ancestros vascos brotaron a flor de piel. Cada golpe de pelota en la pared,
cada hachazo en el tronco me hablaba de mis propias broncas, de mi propia
tozudez.
Otro
documental español, en este caso catalán, también vino cargado de un fuerte
contenido político. De niños, de Joaquín Jordá, versa sobre un sonado
juicio contra varios acusados de pedofilia en el barrio de Raval, en
Barcelona en 1997. Detrás del juicio bullía una guerra interna entre dos
agrupaciones de vecinos que disputaban por la política de erradicación de
elementos marginales y la construcción de nuevos edificios de viviendas. La
película dedica mucho tiempo a las audiencias, pero se adentra también en la
corrupción existente en el negocio inmobiliario, en los mecanismos del
aparato judicial, donde algunos magistrados parecen tener sus sentencias
decididas de antemano, y en la inutilidad de ciertas operaciones de
maquillaje urbano que se llevan a cabo para eliminar la delincuencia. En
cierto sentido, De niños es el complemento y la cara oscura del
magnífico En construcción, de José Luis Guerín.
S21:
The Khmer Rouge Killing Machine
ganó la competencia sobre Derechos Humanos. Si nos atenemos a la historia
que presenta este documental francés, el premio venía servido: un grupo de
ex miembros del aparato represor que utilizó el régimen fascista de Camboya
relata ante la cámara los procedimientos que utilizaban cotidianamente para
torturar y eliminar ciudadanos y que dieron como resultado la muerte de casi
2 millones de camboyanos en la década del '70. Son obvias las
correspondencias de este genocidio con nuestra propia historia, aunque en
Argentina los asesinos todavía no han declarado a cara descubierta los
detalles del mecanismo de sus crímenes. En este sentido, la experiencia de
ver este film es desgarradora, y puede llegar al malestar físico, como en mi
caso. En un edificio que funcionó como centro de detención, un sobreviviente
dialoga con sus victimarios para tratar de comprender cómo llegaron a
cometer esos actos aberrantes. No sabemos cómo se logró que los represores
accedieran a aparecer en este documental, aunque se sugiere que de esta
manera sanearían su karma. En cuanto a su aspecto cinematográfico, sucede en
este film algo similar a los documentales argentinos elaborados en la fragua
de la crisis: su realización es convencional, la narración resulta algo
tediosa, basada en declaraciones monocordes donde no hay atisbo de culpa,
sólo alteradas por la reproducción que hacen algunos represores de escenas
de sus propios abusos de autoridad, en representaciones que resultan
espeluznantes. Un documento que puede colaborar a curar las heridas a través
del rescate de la memoria.
Hubo más
documentales políticos: la interesante Control Room sobre la
cobertura periodística de la actual guerra en Irak, la tediosa The Big
Durian sobre el régimen de opresión que se vive en Malasia y Sonata
For Viola Dmitri Shostakovich de Alexander Sokurov, en la cual el músico
es un (buen) pretexto para reflexionar sobre el ascenso y decadencia de la
Unión Soviética, en un film menor del ya célebre ruso. Todas las películas
de este ¿subgénero? despiertan un interés extracinematográfico por la
realidad que se vive en los distintos países, con lo cual el aspecto
estético y el debate sobre las decisiones artísticas generalmente queda
relegado a un segundo plano.
Un documentalista: Thom Andersen
Fue mi primera
aproximación a este teórico e historiador del cine, que mereció una sección
especial en el festival. Su título más representativo fue Los Angeles
Plays Itself (2003), film-ensayo construido a pura cinefilia, en el cual
formula un análisis de la representación que el cine ha hecho de su ciudad
emblemática, Los Angeles. Para ello realiza un gran trabajo de edición
valiéndose de unas doscientas películas, de las cuales utiliza en algunos
casos un solo y breve plano, en otros una escena completa para ilustrar
alguno de los tantos temas que aborda el largo film. Si bien Andersen, quien
ama a Los Angeles a pesar de todo y oficia de narrador, aclara desde el
principio que el cine se ocupa de historias y no de espacios, la ciudad
resulta el elemento esencial, ya fuere como telón de fondo o como
protagonista. Andersen es un estudioso de la historia y arquitectura de su
ciudad, y dedica un buen metraje a mostrar sus edificios más famosos y los
más filmados, la transformación de sus barrios, e incluso –no en vano es
discípulo de Gilles Deleuze– analiza las potencias de lo falso, o el fraude
que lleva a cabo el cine con el espacio, permitiéndose mentiras o licencias
geográficas. Pero además de documentalista Andersen es un crítico de cine, y
aprovecha sus citas para rescatar films olvidados, como los neorrealistas, y
abominar de otros más conocidos. Su enorme antología mezcla films clásicos,
como Barrio chino o Los
Angeles al desnudo, con numerosos films noirs y otros de
clase B. Son tantas las ideas que plantea Andersen sobre política, urbanismo
y cultura cinematográfica, que no es fácil estar de acuerdo con todas ellas,
pero justamente este desafío resulta altamente estimulante. Se percibe un
cierto sentimiento de inferioridad del director con su "patito feo", sobre
todo frente a la fotogenia de una Nueva York siempre espléndidamente filmada
por Woody Allen... quien pasa a ser el malo de la película.
En
Eadweard Muybridge, Zoopraxographer (1974) Andersen estudia el aporte
que Muybridge realizó a la creación del cinematógrafo, con su invento del
zoopraxógrafo, una serie de cámaras fotográficas colocadas en cadena, con
las cuales podía registrar el movimiento en humanos y animales y en segunda
instancia, el tiempo. Sus maravillosas fotos ilustran el número 0 de Sin
aliento, la útil guía del festival. Aunque su obra no está muy
difundida, Muybridge fue un antecesor de los Lumière y sus huellas también
pueden encontrarse en la pintura de Francis Bacon. Andersen lo rescata en un
film fascinante.
Recuerdo
haber leído hace años en preciadas fotocopias el ensayo de Andersen Red
Hollywood, que diera origen a su documental homónimo (1995) realizado en
colaboración con Noël Burch. En este caso, estudia la persecución macartista
llevada a cabo a principios de la guerra fría contra los guionistas de
Hollywood que pasaron a integrar las "listas negras" por sus ideas
socialistas. Como en el caso de Los Angeles Plays Itself, Red
Hollywood está armada con ejemplos de muchas películas de la época que
castigaban a todas las instituciones norteamericanas, desde el fútbol hasta
el matrimonio, reivindicaban a la clase obrera, daban importancia al grupo
social por sobre el individuo y apoyaban los reclamos femeninos y raciales.
Además, entrevista a guionistas aún vivos, con el homenaje a nombres como
Abraham Polonsky, Dalton Trumbo y Paul Jerrico entre otros. Aunque puede
encontrársela algo anticuada, la película sale al rescate de un cine casi
desconocido o por lo menos olvidado.
El experimentalismo: James Benning
Hubo una sección
dedicada a este cineasta experimental, del cual se proyectó la trilogía
sobre California. Vi Los (así nomás, ése es el título) que se refiere
a Los Angeles. Pero si el film de Thom Andersen era absolutamente conceptual
y tiraba cientos de ideas y de imágenes, Benning hace lo contrario: fija la
cámara en un espacio abierto y la hace rodar, componiendo planos de 2
minutos y medio con lo que sucede delante, con sonido natural. Un acueducto,
el exterior de una cárcel, calles, autopistas, plazas, lugares públicos
donde a veces se llega a la anécdota... pero en general no. Lo interesante
del film es observar qué experimentamos como espectadores ante esos largos
planos generales fijos en los que no sucede aparentemente nada más que lo
cotidiano (el paso de los autos, o de un barco, el correr del agua, un cielo
sin nubes, el cambio de los semáforos, charlas que nunca oímos) y en los que
sabemos que nada más va a suceder. Algo similar había hecho Warhol hace
décadas, aunque más contundentemente. En todo caso, un film de difícil
visión, no apto para todo público.
La ficción: gemas de Oriente
Fiel a mi interés
por el cine oriental, disfruté mucho viendo dos películas surcoreanas:
Save The Green Planet!, en competencia, y Memories Of A Murder,
un film muy inteligente de Bong Joon-ho. Basado en el caso real de un
asesino serial que en un pueblo mató a varias jóvenes, este thriller
policial muy bien narrado constituye en el fondo una reflexión sobre la
época de la dictadura militar que sufrió Corea del Sur en los '80. Con mucho
humor se muestran los procedimientos abusivos de un grupo de policías
torpes, caricaturescos y no muy distintos de los nuestros, con grandes
actuaciones en una obra original del director de Barking Dogs Never Bite,
vista en el Bafici 2001.
La que
más brilla, con una luminosidad poética, espiritual, casi mística, tal vez
sea Shara, de la directora Naomi Kawase. Ambientada en Nara, donde
las tradiciones japonesas aún perviven, una narración circular habla de la
pérdida y también de la recuperación, del interminable proceso vital. Una
cámara al hombro con larguísimos travellings y hermosos planos
secuencia arma un film de atmósferas, climas inquietantes, secretos y
silencios, historias más sugeridas que narradas, mientras la vida transcurre
entre ceremonias, el cultivo de la huerta y paseos compartidos por el
laberinto de la ciudad. Una escena impresionante de un baile callejero en
una fiesta popular es la mejor prueba de la vitalidad de una cultura
milenaria y siempre vigente.
El
coreano Kim Ki-duk ha dejado su huella en los Baficis, donde su cine es una
presencia habitual, ganándose innumerables admiradores entre los cuales me
cuento. Cineasta de la violencia en su forma más estilizada, humorista
inteligente y exquisito de la imagen, ganó en el último Festival de Berlín
el premio al Mejor Director con Primavera, verano, otoño, invierno… y
primavera, presentada en este festival y que será pronto su primer
estreno comercial en Argentina. En esta ocasión KKK filma una suerte de
historia religiosa sobre hombres sabios que llevan una vida retirada en un
templo flotante sobre un lago paradisíaco (sí, como en La isla). El
film posee una belleza visual subyugante y habla de la evolución personal,
también de la circularidad del tiempo y de cómo la violencia subyace en las
formas menos pensadas. Paradójicamente, tanta belleza despertó el
cuestionamiento de cierto público, que la tachó de efectista…
Osama,
de Siddiq Barmak, es una película de Afganistán que patina sobre la
resbaladiza frontera entre lo narrativo y lo documental. Al contrario de lo
que sucede habitualmente, en este caso una historia de ficción está narrada
con un registro propio del documental. Osama documenta de una manera
inteligente y dramática la represión en una Afganistán destruida y sometida
bajo el régimen fundamentalista talibán, donde las mujeres se rebelan
–totalmente cubiertas por sus burkas– movidas por el hambre y la
imposibilidad de salir a trabajar, dada su condición femenina. Pero también
sabe trasladar este estado de angustia pública a una historia particular, la
de una chica huérfana que se viste de muchacho para poder llevar algún
alimento a la mesa familiar, aun a costa de su propia vida.
Kiyoshi Kurosawa: magia versus tecnología
Gracias al
gran Akira y al ya no tan joven Kiyoshi, en japonés Kurosawa ya es sinónimo
de buen cine.
Ver una
película de Kiyoshi Kurosawa es asomarse a distintos mundos posibles: la
mafia de yakuzas japoneses, el apocalipsis en el mundo contemporáneo,
conflictos psicológicos, asesinos seriales, en fin, una multitud de temas
tratados con marcas de estilo ya reconocibles, que conforman un cine de
autor.
En el
caso de Séance (2000), la economía de recursos, el plano secuencia,
el obsesivo encuadre fijo vertical sobre la escena doméstica (derivado de
Ozu), la presencia de su actor fetiche están al servicio de una historia que
combina el thriller con los fenómenos parapsicológicos. La
protagonista tiene el talento para percibir datos acerca de personas
ausentes, o muertas, a través de algo o alguien que haya estado en contacto
con ellas. La policía decide utilizarla en la búsqueda de una chica
secuestrada, y el destino se encarga de involucrar a ella y a su marido en
la suerte de la niña. La puesta en escena rigurosamente realista contrasta
con la magia de un argumento cautivante. Kurosawa utiliza ciertos clisés del
cine de horror vistos en Ringu,
película que él mismo produjo. Pero las muertas que regresan con su rostro
oculto tras una mata de pelo aquí producen un miedo tan atroz que paraliza
al espectador. Y el excelente uso del sonido refuerza el suspenso hasta
grados intolerables.
Kiyoshi
demuestra en Séance que
sabe tratar con los fantasmas, en un caso particular. En
Pulse (2001) los fantasmas
pasan a constituir una invasión literal, que produce la hecatombe
planetaria. Los fantasmas se comunican con los vivientes atrayéndolos a su
propia soledad, moviéndolos al suicido, y el instrumento de que se valen
para salir de los ámbitos a los que estaban confinados es Internet. Kurosawa
insiste en la contraposición entre los adelantos tecnológicos de una
sociedad hiperindustrializada y el elemento mágico poderoso... y siempre
victorioso.
No es
diferente el resultado en Doppelgänger
(2003, presentada por el propio director en la sala), ya que el
investigador, un inventor chiflado, obsesivo y perfeccionista –moderno
Frankenstein– necesita la presencia de su doble para comprender los peligros
que entraña el cuerpo artificial que ha inventado. Aquí Kiyoshi no utiliza
el horror, sino el humor para su crítica social. Tengamos también en cuenta
que en Séance la confrontación entre magia y tecnología se producía
dentro del matrimonio, ya que si bien ella es médium, él es un técnico de
sonido que trabaja en un laboratorio (como el inventor) en medio de equipos
técnicos muy sofisticados. Por otra parte, la acción siempre atraviesa la
ciudad impersonal, inhóspita, donde no queda huella del sentimiento humano,
para detenerse en las grandes fábricas o galpones abandonados, signos del
fracaso de la sociedad posindustrial. El doble del inventor se encarga de
actualizar esta decadencia, cuando destruye todo un laboratorio, acción que
también llevan a cabo los fantasmas de Pulse.
Barren Illusions (1999) resultó la más enigmática, un film sin
linealidad narrativa, en el que fantasía y realidad se mezclan
indiscerniblemente.
El club de las películas perdidas
Tal vez la sección
más curiosa del festival, invento del crítico de Chicago Jonathan Rosenbaum,
a quien conozco desde su primera visita a Buenos Aires en 2000, cuando lo
entrevisté para CINEISMO, y que es ya una visita habitual en todos
los Baficis. El ciclo propone que varios críticos y realizadores presentes
en el Festival rescaten películas malditas, que cada uno de ellos ame
especialmente y que por los avatares del aparato comercial hayan quedado
fuera de circulación. Las reglas del club indican que cada presentador
aporte una copia de su film elegido (se exhibieron sin subtítulos, lo cual
es limitante, aunque se espera subsanar este problema en próximas
ediciones), y que en vez de anunciar el título del film dé sólo algunas
pistas sobre el mismo.
Sara
Driver, Ron Mann, Eduardo De Gregorio, Frédéric Bonnaud, Hans Hurch, Thom
Andersen y Rosenbaum fueron los presentadores este año. Estuve en el
encuentro que protagonizó este último, que resultó muy elocuente sobre las
afinidades del crítico. En primer lugar, mostró un corto de Noël Burch, el
teórico de cine estadounidense radicado en París: Noviciat, de 1964.
Se trata de una película de ficción experimental y surrealista, en blanco y
negro, que recuerda en muchos aspectos el cine de Maya Deren, sobre un
masoquista que se somete a los abusos manipuladores de varias mujeres. Burch
pone en práctica teorías y concepciones estéticas que plantearía más tarde
en sus libros. Su otra elección fue Mixed-Up (1985), el documental
para la televisión de Françoise Romand –que Rosenbaum presentó como una de
sus películas favoritas de todos los tiempos– sobre el caso real de dos
mujeres inglesas que fueron intercambiadas por error en la maternidad.
Mientras una madre se fue a su casa sin sospecharlo, la otra sentía que ese
bebé no era su verdadera hija, y luchó durante años para comprobarlo. Cuando
ellas cumplieron 30 años, la ciencia le dio la razón. El film se basa en las
entrevistas a ambas madres e hijas y el resto de las familias, en un
permanente y creativo juego formal compositivo sobre la duplicidad, el
paralelismo y la sustitución. Fueron dos curiosidades absolutas.
The End
Del
fárrago del festival me queda el placer de lo visto, el lamento por algunas
pérdidas (el ciclo de Jonas Mekas, el grupo de películas sobre blues),
algunas postergaciones (cine argentino, la sección de Glauber Rocha que
todavía puede verse en el Malba) y más hallazgos (films malditos de John
Ford, de los que se ocupa Rodrigo Seijas en su nota), algunos buenos títulos
de competencia (la excelente Las horas del día, la simpática La
historia del camello que llora, que comenta Silvina Rival) y la
nostalgia... porque el festival se terminó. Hasta el Bafici que viene.
Josefina Sartora
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