Este es el balance general del
39º Festival Internacional de
Cine de Chicago, que se desarrolló entre el 2 y el 16 de octubre de 2003.
Cuando a fines
del siglo XIX un incendio destruyó gran parte de Chicago, sus ciudadanos
decidieron aprovechar la reconstrucción de la ciudad para levantar un
sitio que se destacara por su arquitectura. Allí nació el concepto de
rascacielos y el de courtain wall, o grandes superficies vidriadas
con estructura de acero u hormigón. Allí han dejado su marca los mejores
creadores de la arquitectura moderna, Frank Lloyd Wright y Mies van der
Rohe en el pasado, y hoy los arquitectos de todo el mundo compiten a la
hora de proyectar sus enormes moles de acero o granito rosa junto al río
Chicago, y tienen en cuenta el efecto que cada edificio provocará al
quedar reflejado en las superficies vidriadas de las torres vecinas.
Chicago está construida a lo largo de la costa del enorme lago Michigan;
desde el mismo puede apreciarse el skyline o perfil edilicio de la
ciudad que hoy es la meca de todo estudioso de la forma en el espacio.
Pero no todo
es arquitectura en Chicago, una de las principales ciudades de los Estados
Unidos, que tiene una intensa vida cultural, universitaria y artística.
Desde hace 39 años, la ciudad organiza el Festival Internacional de Cine
durante dos semanas, cada mes de octubre. El Festival de Chicago está
dirigido eminentemente a los espectadores. Con esto quiero decir que el
propósito es presentar al público el mejor cine, de todas partes del
mundo, nada que ver –entre otros– con el de Cannes, dirigido
primordialmente a la prensa, de la cual las películas reciben su bautismo
de fuego. La programadora en Chicago, Helen Gramates, viaja por los
grandes festivales europeos y seleccionó este año casi cien películas de
orígenes diversos. De manera que para quien no hubiera tenido la
oportunidad de concurrir a esos festivales, como era mi caso, se trataba
de una buena ocasión para asomarse a la producción festivalera de 2003.
Eramos muy pocos los críticos acreditados: un puñado de locales, algunos
europeos, una peruana y yo, la única argentina.
Las sedes
El
Festival tuvo lugar en dos complejos de salas de cine. El Music Box es un
antiguo cine recuperado hace unos años que conserva todo el carácter de los
‘40, con su decorado barroco y un cielo con estrellas, y cuyas dos salas
exhiben habitualmente películas europeas, asiáticas y del cine independiente
de los Estados Unidos. Existe la creencia de que en ese país no hay
posibilidad de ver cine de otras latitudes; es conocido el rechazo de los
norteamericanos hacia el subtitulado de las películas. Sin embargo, la otra
sede del Festival, el Century Landmark, es un multiplex de seis salas que
también se mantiene al margen del circuito industrial, y se dedica a pasar
ese otro cine que en Argentina lamentablemente vemos cada vez menos.
La respuesta del público al festival fue muy numerosa; durante la semana las
proyecciones se realizaban entre las 16.30 y las 23, y los fines de semana
ya teníamos cine desde las 14, con todas las funciones de sábado y domingo a
sala llena. En ocasiones, algún responsable de la película (director, actor,
productor) se presentaba después de la función para el debate con el
público, que resultó interesantísimo en todas las oportunidades en las que
pude participar. No olvidemos que todo festival es una vidriera de
exhibición para la posterior distribución de los films en un país, de manera
que muchos vinieron acompañados, aunque no hubo desfile de estrellas
célebres.
El Festival de
Chicago iguala en importancia al de Nueva York, que empezó días más tarde, y
algunas películas se presentaban en Chicago y pasaban en seguida a ser
exhibidas en la otra ciudad. Es probable que también veamos algunas de ellas
en el próximo Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, en abril de
2004.
Al cine le
surgió un competidor inesperado: el béisbol, deporte que convoca multitudes.
Por primera vez en más de 50 años, el equipo de la ciudad, los Cubs, llegó a
los primeros puestos en el torneo nacional, y jugaba durante casi todas las
noches del Festival. De manera que las calles se llenaban de gente vestida
con los colores de los Cubs para ir al estadio o para reunirse a ver los
partidos en la televisión del pub más cercano. Sin embargo, la
concurrencia no mermaba, y las salas seguían llenas.
Las películas
más solicitadas estuvieron programadas para los dos fines de semana del
festival, lo cual me impidió ver algunas por coincidencia de horarios, pero,
afortunadamente, pude ver en 13 días casi todas las películas que había
preseleccionado, unas 35 sobre el total de 100.
Premios y crisis
Unas cuantas películas del Festival hacían alusión de una u otra manera a la
realidad histórica, con una aproximación crítica a la crisis social,
económica y política que se vive en las distintas regiones del mundo. Desde
el documental o la ficción, la comedia o el drama, se abordaron problemas
sociales, en su dimensión colectiva o individual. Uno de los casos más
resonantes, con gran repercusión en el público –donde se veían algunos
latinos–, fue el documental La revolución no será televisada, acerca
del golpe de estado que la oligarquía intentó en Venezuela en abril de 2002.
El film, que mereció el segundo premio en la competencia de documentales,
fue realizado por dos periodistas irlandeses, Kim Bartley y Donnacha
O’Briain, quienes se encontraban en ese país filmando un retrato del
controvertido Hugo Chávez, sus esfuerzos por mejorar las condiciones de vida
de los sectores más carenciados, y sus permanentes invocaciones a la
“democracia participativa”. Al mismo tiempo, los documentalistas registraban
la campaña en su contra desarrollada por los canales privados de televisión
y la CNN, instando al presidente a retirarse, y el trabajo de
concientización que se producía en la clase alta, atemorizada por los
voceros de la reacción. Los realizadores pudieron filmar desde el interior
del Palacio de Gobierno la forzada retirada de Chávez cuando fue apresado
por militares disidentes, la llegada de la derecha a la sede de Gobierno,
las ceremonias y discursos de los golpistas y la respuesta y movilización
popular que protagonizaron millones de personas, lo cual motivó que las
fuerzas armadas reculasen y que los flamantes ocupantes del Palacio huyeran
en estampida. Siempre desde “la cocina” de la noticia, Bartley y O’Briain
filmaron el regreso de todo el gobierno al Palacio, al tiempo que en
paralelo la televisión continuaba deformando las noticias, en flagrante
contradicción con lo que estaba sucediendo. Por fin, la llegada de Chávez en
un helicóptero que lo traía de su breve estadía en prisión, en una escena
que hizo inevitable (en lo que a formas respecta) el recuerdo del descenso
de Hitler en El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl. El film
fue uno de los más festejados por el público, habitualmente muy parco, que
aplaudía y reía ante las mentiras de los periodistas venezolanos y ante las
declaraciones obviamente mentirosas de Colin Powell, el Secretario de Estado
de los Estados Unidos.
Por lo
general, sin embargo, la crisis estuvo vista a través de los dramas
personales. Una de las películas que me resultaron más interesantes fue la
iraní Crimson Gold (traducible por Oro rojo o el más libre
Oro y sangre), dirigida por Jafar Panahi. En 2001, Panahi había sido
detenido en el aeropuerto de Nueva York y atado a un banco por su condición
de ciudadano iraní. Por ese motivo, se negó a viajar nuevamente a los
Estados Unidos acompañando su película. Panahi también es perseguido en su
país, ya que Crimson Gold corrió la misma suerte de su anterior El
círculo: fue censurada y aún no ha podido estrenarse. Este nuevo film
ganó el Hugo de Oro (primer premio) en el Festival de Chicago, decisión que
–como el premio al documental sobre Chávez– implica un importantísimo gesto
político en momentos de gran sensibilidad nacional hacia todo lo árabe, y un
enfrentamiento a la política internacional que lleva adelante el gobierno de
Bush. La película tiene un guión del director escrito en colaboración con
Abbas Kiarostami, sobre una historia real acerca de las tribulaciones que
vive un repartidor de pizza en Teherán. Narrada con una estructura de relato
enmarcado, el film comienza cuando en un solo plano de apertura –captado por
una supuesta cámara de seguridad– el hombre es atrapado durante el asalto a
una joyería, y en un ataque de furia y frustración mata al dueño y se
suicida. A partir del flashback, seguimos en su motocicleta a este ex
combatiente de la guerra entre Irán e Irak, un gordo enorme, enfermo,
triste, solitario y reprimido, mientras sufre la injusticia, humillación y
alienación que lo someten y provocan semejante fin. El actor no profesional,
que sostiene durante todo el film un gesto entre desesperado e impotente, es
verdaderamente un repartidor de pizza. Al decir del jurado en la
justificación del premio, “es un retrato apremiante de un hombre destruido
inexorablemente por las presiones sociales”. Una película dura, austera, de
denuncia y gran humanidad.
Otros premios y más crisis
Mis favoritas, por una vez, fueron también las del jurado: el segundo premio
fue para la notable Distant (Uzak), del turco Nuri Bilge Ceylan,
director de Nubes de mayo, que ya había ganado este año en Cannes el
premio especial del jurado. Optimo ejemplo del minimalismo que abundó en el
festival, el suyo es un exquisito film de atmósferas, con una historia
mínima y dos actores no profesionales extraordinarios, que también en Cannes
habían compartido el premio a la mejor interpretación. Mahmut es un
fotógrafo solitario y obsesivo que ha conocido tiempos mejores, y recibe la
visita de Yusuf, un rústico hombre de su pueblo cuya fábrica ha cerrado y
llega a Estambul en busca de trabajo en algún barco mercante. La cámara
sutil y paciente, la ausencia de música y el uso del sonido directo
transmiten la tensión entre estas dos psicologías tan diferentes, muy
distantes, forzadas a convivir y nutrirse la una de la otra. Con una acción
acotada y escasos diálogos, las viñetas domésticas sobre la cotidianidad de
esos personajes hablan del patetismo de la soledad, la incomunicación, el
estar atrapados en ese no hacer nada, impotentes frente a la falta de
oportunidades, en una película memorable, que evoca lo mejor del cine
europeo e iraní.
El tercer
premio fue para la extraordinaria Goodbye Dragon Inn, del taiwanés
Tsai Ming-Liang, una persona sumamente agradable y accesible, a quien
entrevisté horas antes de anunciarse este premio. Acerca de él y su película
informaremos en una próxima nota.
El tema de la
crisis social no podía estar ausente de las dos películas argentinas
presentadas en el festival, fuera de la competencia oficial: Hoy y mañana,
de Alejandro Chomski, y Los guantes mágicos, de Martín Rejtman, ambas
de próximo estreno en Buenos Aires. Ambas tratan el derrumbe de la clase
media, en un país que permanentemente pone en juego la competencia, la
comprensión y la solidaridad. La de Chomski es la historia en 24 horas de
una chica que pierde su trabajo, y para poder pagar el alquiler atrasado de
un departamento, al que le cortan la luz, emprende un descenso hacia la
prostitución similar al de la protagonista de Vivir su vida, pero sin
su aura trágica. Antonella Costa, en excelente actuación, sostiene un film
con muchos aciertos y demasiados puntos inverosímiles, que me parecieron
debidos a cierto distanciamiento respecto del problema de la protagonista.
Chomski se presentó al finalizar la proyección para el debate con el
público, que se mostró mucho más interesado en conocer detalles sobre la
situación social argentina (el film muestra la historia con un fondo de
cartoneros, decadencia, travestismo, prostitución, desencuentro
generacional) que en hablar de cine. La imagen es producto de una cámara al
hombro demasiado agitada y tiene serios problemas de edición, pero es una
opera prima interesante de un director a tener en cuenta.
En Los
guantes mágicos encontramos a un Rejtman ya maduro, fiel a su estilo
minimalista (y distanciado también), en una historia sobre la viveza criolla
y la amistad. Varios amigos acosados por la crisis deciden iniciar diversos
negocios, entre otros importar guantes de Hong Kong para un invierno
implacable. Vicentico, en una interpretación antológica, es el remisero,
patético personaje equivalente al repartidor de pizzas de Crimson Gold,
con el que tiene más de un punto de contacto. Y el resto del elenco es muy
digno, con ese trabajo de neutralidad actoral que pide Rejtman en su cine.
Un humor absurdo impera sobre todo en la primera hora, quizás algo ajeno al
del público norteamericano que colmó la sala.
En otras
latitudes también estuvo presente la crisis, como en Loving glances,
una comedia romántica y fantasiosa sobre las vicisitudes de un emigrante
serbio en Belgrado, y Twilight Samurai, de Tasogare Seibei, la
japonesa que al hablar de la crisis del sistema samurai feudal en momentos
de cambio incluye una obvia referencia al momento presente. De Marruecos la
interesantísima Mille Mois, sobre la iniciación social del hijo de un
preso político, cuya familia sobrevive a duras penas a costa de los pocos
bienes que les van quedando. Como Threads, la otra película marroquí,
se trata de un cuadro costumbrista muy vital que cuestiona la pervivencia de
costumbres ancestrales.
Josefina Sartora
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