"El tango fue llevado
por marineros finlandeses a la Argentina", ha dicho Aki Kaurismaki en una
reciente rueda de prensa, mientras el auditorio se reía de la ocurrencia.
Luces al atardecer comienza y termina con sendos tangos, Volver y El día
que me quieras, cantados en ambos casos por Carlos Gardel. Al primero lo
escuchamos como parte de la banda de sonido hasta que el propio protagonista
del film, un guardia de seguridad llamado Koistinen, lo oye por los
altoparlantes del centro comercial que vigila. El segundo arranca cuando el
plano final se disuelve en un fundido amoroso, conciliador, y acompaña el
desarrollo de los créditos con la misma pertinencia con que antes se
amalgamó a imágenes y personajes. Kaurismaki es uno de los cineastas
contemporáneos con mejor oído, y eso lo demuestra este nuevo film por el
que, además de Gardel y sus canciones compuestas junto a Alfredo Le Pera,
pasan tangos finlandeses, rock y fragmentos de Puccini.
"Los
personajes de mis películas provienen de esa época en la que yo aún tenía un
trabajo decente", ha dicho Kaurismaki a propósito de Nubes pasajeras
(1996), primera parte de su trilogía de los perdedores, continuada en El
hombre sin pasado (2002), que se estrenó en la Argentina y ya está
editada en DVD, y este último film que se ocupa de los solitarios así como
los otros se ocupaban de los desocupados y los que viven en las calles.
Claro que la soledad de Koistinen es, como toda soledad, un hecho que excede
el aquí y el ahora cotidianos para transformarse en algo más universal. Sin
embargo, Kaurismaki la vincula sabiamente con la coyuntura socioeconómica y
cultural imperante, con las expectativas inalcanzables que la publicidad
inocula en el imaginario, y con las restricciones programadas para
obstaculizar la movilidad social. Koistinen está solo porque no percibe el
callado amor de la vendedora del puesto callejero de panchos que lo atiende
cada noche, pero también porque el banco rechaza el crédito que solicitó
para un emprendimiento propio que le permitiera salir de pobre.
"Puse en
un extremo a Frank Capra, en el otro a Vittorio De Sica, y la realidad
finlandesa en el medio", supo decir Kaurismaki una vez que le preguntaron
sobre las influencias que contribuyeron a delinear el perfil de otra
película suya. Vaya a saber a qué otro virtuoso cóctel popular haría
referencia si se le preguntara lo mismo sobre Luces al atardecer,
pero aquella declaración, como todas las que encabezan los párrafos de esta
crítica, revela su sentido del humor, su conciencia cinéfila, la feliz
utilización de elementos sonoros y visuales diversos, y ese particular
acercamiento suyo a la realidad, alejado tanto del naturalismo más holgazán
como de la experimentación más hermética, de la literalidad tanto como de la
alegoría. ¿Humanismo crítico? ¿Sentimentalismo acompasado? Denominarlo es
prácticamente imposible y no haría más que empobrecer la singularidad de su
propuesta, una de las más hospitalarias del cine actual.
"Siempre
he tenido la secreta ambición de hacer películas en las que el espectador,
después de salir del cine, se sienta un poco más feliz que cuando entró",
dijo Kaurismaki hace diez años, y Luces al atardecer confirma que no
ha cambiado de opinión. A sus personajes les puede salir todo mal (como a
Koistinen, que pierde su trabajo, es acusado de un crimen que no cometió,
engañado por la mujer que idealiza, golpeado) mientras el mundo permanece
ajeno a sus necesidades y/o se manifiesta estúpida o deliberadamente hostil,
pero allí está Kaurismaki para, sin ocultar jamás la verdadera naturaleza de
la realidad, volverla más acogedora, amable, colorida.
"No
puedo explicar por qué me entusiasmo tanto con los colores; poseo una
característica innata bastante primitiva, que va más allá de toda
comprensión, la cual me dice de qué color pintar esto o aquello y dónde se
debe ubicar", ha sabido decir el hermano del también cineasta Mika y amigo
de Jim Jarmusch. Primitiva o cultivada, dicha cualidad se hace evidente en
Luces al atardecer tanto como sucedía en El hombre sin pasado,
y no está exenta de refinamiento y funcionalidad. Cuando no filma en blanco
y negro, Kaurismaki se maneja con colores primarios –especialmente azul y
rojo– dispuestos en planos de precisión geométrica como los de Ozu, pero
igualmente cálidos pese al rigor escenográfico y la contención emocional. Si
hasta consigue humanizar la cristalizada arquitectura corporativa
coloreándola de crepúsculos y madrugadas, valiéndose de los tonos que el
cielo adquiere a esa hora en la que el mundo se encoge por efecto de las
compasivas luces del título.
"Chaplin es el mejor
cineasta que ha existido", dicen que dijo Kaurismaki recientemente, para
luego añadir que Luces al atardecer se inspira en Luces de la
ciudad, aquella película de Charlot en la que se enamoraba de una
florista ciega, conseguía el dinero para que aquella recuperara la vista y
concluía con ese plano devastador en el que la chica descubría que el
idealizado millonario que la había curado no era otra cosa que un
pordiosero. Yo la verdad que no sé si Kaurismaki dijo lo que dicen que dijo
y, si lo dijo, no sé si lo dijo en serio. Pero no porque dude de la
importancia de Chaplin en la historia del cine o porque no me guste Luces
de la ciudad, ni tampoco porque desconozca el amor de Kaurismaki por el
cine mudo (su película Juha es literalmente muda y toda su
filmografía es más bien silenciosa, musical pero callada), sino porque el
personaje de Koistinen está felizmente construido a imagen y semejanza de
los de Buster Keaton, héroe sin sonrisa que encarnó mejor que nadie la
secreta generosidad de los apocados.
Marcos Vieytes
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