Nicolás
Prividera se llevó el premio de la Competencia Latinoamericana en el último
festival de Mar del Plata con éste, su primer largo, que cuenta la pesquisa
por averiguar algún dato sobre su madre, Marta Sierra, trabajadora del INTA
en Castelar, desaparecida durante la última dictadura.
Este viaje de
búsqueda a la par que se hace se filma, y eso queda registrado en una cinta
que consigue una fluidez y atención permanentes, que difícilmente decaigan a
pesar de sus 140 minutos.
Todo el
documental es un sólido mazazo que da cuenta de la participación civil en la
dictadura, se permite discutir y provocar la discusión sobre la traición y
la delación de las cúpulas en las células militantes armadas y, en el
presente, mostrar la falta de unidad que padecen los organismos
institucionales de derechos humanos.
El cierre (uno de los tantos epílogos, en realidad) con la mirada sobre el
hoy peronista es muy sagaz: el director fuerza el encuentro entre algunos
entrevistados que no se ven hace tiempo, y el intercambio entre posiciones
políticas disímiles bajo el paraguas abarcador que resulta (y siempre
resultó) el peronismo es una cruel pero realista epítome de la argentinidad
(si es que bajo ese nombre puede albergarse algo identitario). Cruzando
testimonios de familiares (de los que quisieron participar, porque hay
ausencias notables), amigos, compañeros de trabajo y de militancia de Marta,
Prividera consigue hablar de la memoria particular que se vuelve colectiva
lejos del panfleto y cerca del rumor que despega de las más nimias
conversaciones, de los detalles olvidados o de las confusiones que, como
lapsus con los que cualquier psicoanalista se haría una panzada, abundan, y
logra emocionar con las mejores armas a su alcance (la superposición de su
imagen a una foto proyectada de su madre, los encuentros con gente que lo ha
conocido de pequeño en la escuela donde su madre ejercía como maestra como
mandato generacional e ideológico setentista).
Los disensos
en el mismo seno familiar, los trapitos que se sacan al sol (la colaboración
y presunta entrega de un tío), las diferencias de criterio con su hermano
que actúa como un Otro que aumenta la posición de sí, la ausencia de su
padre, no son más que la cifra de lo que se busca mostrar, quizá
–y
por ello más importante–
más allá de lo que se pensó o se calculó en un comienzo. Por eso y acaso
superficialmente la pregunta por el piloto (¿el mal wolfiano?) es un detalle
menor, pero tal vez no así la última charla que se muestra con el hermano
reflejado en un espejo; si la puesta es demasiado artificial la ideología
que trasunta
–con
conciencia de todas las razones que Prividera detenta para tener la furia,
la rabia, el enojo que se dejan ver–
puede parecer peligrosa. Pedirle más de lo que puede al que no habla y/o
cuenta las cosas con un simple "nos equivocamos", suena exagerado y
ninguneador para con el otro, y hace ruido frente al resto del
documento, que consigue exponer y narrar con claridad un momento nefasto de
nuestra historia. Obviamente que más allá de estas reservas M (de
Marta, de madre, de memoria, de muerte, de montoneros) es un alegato que
merece ser visto y discutido trascendiendo el marco de las pantallas de
exhibición.
Javier Luzi
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