“Y me lancé al camino, hacia lo no sabido, limpio y sin carga. La memoria
guardará lo que valga la pena. La memoria sabe de mí más que yo; y ella no
pierde lo que merece ser salvado”, escribe Eduardo Galeano en “Días y noches
de amor y de guerra”. Algo parecido se propone Albertina Carri en su
película Los rubios. Desandar los senderos de la memoria, recorrer
los vericuetos en los que nos envuelve, detenerse en las grietas abiertas
entre el pasado y el presente, aceptar lo que se recuerda, tanto como lo que
se olvida o se reinventa. La directora invita al espectador a reflexionar
sobre la construcción de la propia identidad –la suya, la de toda una
sociedad– a partir de una ausencia: la de sus padres, desaparecidos y
asesinados por la última dictadura militar argentina.
Sin embargo, Los rubios no relata la vida ni la desaparición (cuando
Albertina, la menor de tres hermanas, tenía tres años) del matrimonio Carri.
La película no apuesta a narrar El Pasado, lejano e intocable, sino que más
bien decide interpelar ese pasado, confrontarlo con y desde el presente,
desde lo que implica para la joven Carri como persona, mujer, hija,
directora de cine. Tampoco se persigue, por lo tanto, un fin determinado
(recopilar datos, recabar testimonios, averiguar cómo fueron los hechos para
llegar a la verdad, si bien hay algo de todo esto). Se trata de la
búsqueda, de recorrer todos esos posibles caminos del mundo de la memoria.
La realizadora encuentra en el cine mismo (su metier, su presente) la
mejor manera de exponer sus inquietudes, de exponerse. Al realizar una
película sobre la realización de una película –que de eso también se trata
Los rubios– se pone al descubierto el artificio (los mecanismos de
construcción) y se comienza a jugar en tres niveles: realidad, ficción y
documental. Como los espacios en blanco, los huecos de la memoria y los
vacíos, la narración de Los rubios está fragmentada y aparentemente
desestructurada. Decir que se van intercalando los relatos de los hechos del
pasado con algunas lecturas y fotos; los testigos de esos años, amigos y
vecinos, con los lugares que habitaron como la casa o el campo; la
representación de sensaciones y temores reales o imaginarios de la infancia
con los integrantes del equipo de filmación, los ensayos y las tomas... es
decir poco.
Las capas de sentido también se van multiplicando gracias a la utilización
de diferentes recursos estéticos y de puesta en escena: el color y el blanco
y negro, la utilización de televisores y voces en off, la animación de
muñecos Playmobil, las pelucas rubias con las que los miembros del equipo se
“disfrazan“ de esos Carri que inventó la memoria.
Y hay otra vuelta de tuerca todavía. En la película que se está filmando
Albertina Carri es interpretada por la actriz Analía Couceyro. Ella no
solamente hace de Albertina sino que además aparece enunciándolo:
“Soy Analía Couceyro y en esta película represento a...”. Esto distancia al
espectador, evita su identificación directa con la realizadora (con su
dolor) y habilita, una vez más, la reflexión. Al desdoblarse, sin embargo,
Carri es más protagonista que nadie y su compromiso con lo que está contando
es aun mayor, porque narra en primera persona por dos: cuando Couceyro es
Carri y cuando Carri le dice como hacer de sí misma.
El final condice con el tono de todo el film: lejos de la solemnidad; cerca
de una mirada esperanzadora y de cara al futuro, sin perder de vista que
todos somos hijos de una generación masacrada; con más preguntas que
respuestas pero con la certeza de habernos acercado a la película –o la
historia– que a Carri le hubiese gustado que le contasen.
La versión de “Influencia” cantada por Charly García es tan acertada y
pregnante como la imagen final de esos cinco rubios que caminan hacia el
horizonte.
Yvonne Yolis
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