Héroe debe
ser uno de esos films que han sido sobrevalorados en los últimos tiempos.
Con un elenco espectacular, donde se destacaban Jet Li, Maggie Cheung, Tony
Leung y Ziyi Zhang, Zhang Yimou cautivó con sus coreografías marciales y un
detallado trabajo escenográfico... que ocultaban la tremenda superficialidad
del relato y una ideología imperialista-zen que haría que hasta los más
férreos defensores de la monarquía se pusieran colorados. Con La casa de
las dagas voladoras levantó un poco la puntería: un triángulo amoroso
trágico, menos derroche de vestuario, más acción y un punto de vista más
combativo.
La maldición de la flor dorada
viene a cerrar esta trilogía, y utiliza los mismos procedimientos y
elementos que sus predecesoras, pero de forma más reflexiva. La historia se
sitúa en el siglo X, con una familia imperial muy disfuncional. Gong Li es
la segunda esposa del emperador (un Chow Yun Fat virtualmente impenetrable)
y soporta con estoicismo que su marido la envenene lentamente obligándola a
tomar un té. También están los herederos: el hijo del primer matrimonio del
emperador, que mantiene un affaire cuasi incestuoso con su madrastra,
amén de acostarse con la hija del médico de la corte; el hijo del medio,
que ha vuelto de combatir en las fronteras del imperio, ama a su madre y
quizá sea la clave para destronar a su padre; el hijo menor, al que nadie
parece prestar atención, aunque está siempre presente. Todos ocultan algo;
todos fingen no saber nada, pero saben mucho más de lo que aparentan.
Yimou demuestra una mayor
autoconciencia –bienvenida, por cierto– de su estilo, lo que le permite
poner el vestuario, la escenografía, el maquillaje y la fotografía al
servicio de la trama. Espacios cerrados y claustrofóbicos que, en su
esplendor, sólo resaltan la imposibilidad de escapar de quienes los habitan;
vestidos y armaduras suntuosos, como capas superficiales que ocultan las
miserias de los protagonistas; luces y sombras reflejando los claroscuros de
las intrigas palaciegas. Espectaculares escenas de batalla que no sólo
operan como desencadenantes, sino que se nos presentan como las
consecuencias irremediables de los conflictos entre los personajes.
Con todos estos elementos Yimou
configura una auténtica tragedia, donde el destino de cada cual está escrito
de antemano y es inevitable. Una película ambiciosa, un tanto hermética, que
por momentos tiene problemas para conseguir su objetivo principal: la
catarsis del espectador (ese momento en que la empatía anula distancias, y
uno vive y sufre con los protagonistas). El melodrama, con todo su exceso,
parece sentarle mucho mejor al director de Adiós mi concubina.
Rodrigo Seijas
|