Adaptar un
material representado con anterioridad en otro formato requiere la total
comprensión de los lenguajes en juego. Aquí tenemos una obra teatral (“El
método Grönholm”, de Jordi Galcerán) que se transforma en pieza
cinematográfica, por lo que la lectura que debe hacer el director pasa por
detectar qué elementos necesitan ser reelaborados y cuáles pueden mantener
su forma, incorporando cambios que, sin desvirtuar la esencia –o el
mensaje–, sumen para el resultado final. Y hay que decir que si bien el
director Marcelo Piñeyro (quien escribió el guión junto a Mateo Gil) leyó
bien el texto político, se ha pierde en el terreno narrativo, negando la
posibilidad del cine de jugar con las imágenes en favor de una propuesta que
lo subordina todo a la palabra. Por lo demás, un par de escenas destinadas a
descomprimir la tensión del lugar cerrado adonde transcurre la acción
resultan fallidas, y otras (como la del baño) sólo buscan congraciarse con
el espectador a partir de estereotipos y situaciones demagógicas.
En esta versión, y es uno de los cambios operados, son siete los candidatos
a conseguir un puesto en una empresa multinacional mediante el método de
selección de empleados al que el título alude. Se trata de siete voluntades
que serán encerradas en una sala a la espera de las órdenes que llegan a las
computadoras que cada uno posee en su escritorio, y que se transformarán en
actividades prácticas cuyos resultados determinarán la expulsión de uno en
uno de ellos. Estos personajes (dos mujeres y cinco hombres) no saben a lo
que se van a enfrentar y, menos, cómo van a reaccionar.
Pedirle sutileza a esta historia parece algo alejado de la lógica básica que
maneja el material original, ya que lo que se intenta descifrar son las
actitudes primitivas y repulsivas de las que son capaces los postulantes,
puestos a jugar bajo la presión de esas reglas límites. La virulencia
recargada en pos del objetivo, aunque que luzca forzada, también tiene que
ver con la crudeza extrema del método en cuestión, y el todo vale no
deja de ser una forma más o menos natural de subsistencia en semejante
condiciones. En todo caso, el nivel de miserabilismo que cada espectador
tolere será clave a la hora de aceptar o no El método.
De las actividades que se llevan adelante (y que ponen en riesgo la
identidad de cada sujeto, tensionando la cuerda entre lo que está bien y lo
que no, lo debido y lo indebido, lo moral y lo inmoral, o antiético) surge
una visión –algo reduccionista, es cierto– de lo que hoy por hoy se puede
hallar en la puja interna del sistema laboral: esa diabólica construcción
entre lo que proponen empresas de puro diseño preocupadas en factores
externos más que en el “alma” (o cualquier cosa que se le parezca) y
candidatos a ingresar adictos a los formulismos y orgullosos de su
superioridad social como de su preparación técnica. Y está claro que si bien
se intenta una mirada universal, se apunta sobre un sector particular de la
sociedad. Lo que se dice un film demagógico, porque no busca tanto la
identificación del espectador como la reafirmación machacona de que ciertos
nichos sociales son un asco y no merecen ser habitados. Por caminos
similares transitaba un estreno reciente, Las locuras de Dick y Jane,
pero allí las cosas eran más interesantes debido a un humor ácido y
corrosivo, y a una mirada impiadosa sobre la sociedad en su conjunto.
Lo que no se puede negar es el trabajo de Piñeyro para que los personajes no
sean unidimensionales, y se puedan construir y reconstruir los mensajes que
emiten, obligando a repensar cada postura. Gestos, palabras precisas,
diálogos veloces convierten a la primera media hora de El método en
una pieza de valor.
Sin embargo los problemas no tardan en surgir, sobre todo a partir del
momento en que el director, con la indisimulable intención de gritar que
esto no es teatro filmado, sale del espacio cerrado que había construido
atinadamente hasta entonces, para perder el pulso de sus criaturas y, algo
después, la tensión del relato, que se extravía de ahí en más en una suerte
de comedia de trazo grueso, con par de escenas bochornosas incluidas.
Lo cierto es que esa especie de intención antiteatral de Piñeyro le
jugará en contra, ya que lo previo al mencionado quiebre comenzará a ser
visto a posteriori como un mero prólogo de lo que viene después. Y lo
que viene después, en todos los sentidos, es mucho menos feliz y acertado.
De la virulencia contenida de la primera media hora sólo quedan resabios de
misoginia y odios de todo tipo. Ya no hay competitividad laboral desmedida
sino una genitalidad algo obtusa, que se conectará con un final en el que el
director de Tango feroz parece volver a decirnos –aunque esta vez con
variaciones– que “el amor debería ser más fuerte”.
La mirada política se licúa en una serie de conflictos más bien personales,
y ese mundo que se suponía oscuro y denso no lo resulta en la superficie de
un film que finalmente carece del nervio que, uno presiente, contenía el
material original. Así Piñeyro redondea un producto en el que la imagen
termina subordinada a las palabras, en el que los primeros planos parecen la
única forma (no una, entre otras) de acercarse al interior de los
personajes. Por eso terminan siendo más atractivos los que se retiran
primero del método, puesto que sus propósitos quedan latentes y en suspenso.
En este sentido, la película es como el mecanismo de selección: cuanto más
tiempo se permanece, más miserable se es.
El método
es un film de actores (sobresale por este lado Carmelo Gómez) y de palabras.
Y a pesar de lo que gran parte de la crítica sostiene y de los esfuerzos del
director, es teatro filmado, algo estilizado es cierto, y beneficiado por
una estructura que de algún modo lo favorece. Lo que resulta triste es que
un cineasta como Marcelo Piñeyro, que –con altibajos– había demostrado lo
suyo dentro de nuestra cinematografía, y que junto a otros pocos revitalizó
la idea de un cine industrial respetable en los ‘90, a esta altura del
partido realice esta coproducción que sin dudas será exitosa (porque es
progre, porque cae en un momento del mundo ideal, porque arremete contra
los imperdonables, porque en ningún momento deja de endulzar los oídos del
público al que va dirigida), pero que lo deja como autor y creador en un
fuera de campo incómodo para un hombre de su prestigio. El método es
una película mediocre con director invisible.
Mauricio Faliero
|