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EL METODO

Argentina-España, 2005


Dirigida por Marcelo Piñeyro, con Eduardo Noriega, Najwa Nimri, Pablo Echarri, Eduard Fernandez, Ernesto Alterio, Carmelo Gómez, Adriana Ozores, Natalia Verbeke.



Adaptar un material representado con anterioridad en otro formato requiere la total comprensión de los lenguajes en juego. Aquí tenemos una obra teatral (“El método Grönholm”, de Jordi Galcerán) que se transforma en pieza cinematográfica, por lo que la lectura que debe hacer el director pasa por detectar qué elementos necesitan ser reelaborados y cuáles pueden mantener su forma, incorporando cambios que, sin desvirtuar la esencia –o el mensaje–, sumen para el resultado final. Y hay que decir que si bien el director Marcelo Piñeyro (quien escribió el guión junto a Mateo Gil) leyó bien el texto político, se ha pierde en el terreno narrativo, negando la posibilidad del cine de jugar con las imágenes en favor de una propuesta que lo subordina todo a la palabra. Por lo demás, un par de escenas destinadas a descomprimir la tensión del lugar cerrado adonde transcurre la acción resultan fallidas, y otras (como la del baño) sólo buscan congraciarse con el espectador a partir de estereotipos y situaciones demagógicas.

En esta versión, y es uno de los cambios operados, son siete los candidatos a conseguir un puesto en una empresa multinacional mediante el método de selección de empleados al que el título alude. Se trata de siete voluntades que serán encerradas en una sala a la espera de las órdenes que llegan a las computadoras que cada uno posee en su escritorio, y que se transformarán en actividades prácticas cuyos resultados determinarán la expulsión de uno en uno de ellos. Estos personajes (dos mujeres y cinco hombres) no saben a lo que se van a enfrentar y, menos, cómo van a reaccionar.

Pedirle sutileza a esta historia parece algo alejado de la lógica básica que maneja el material original, ya que lo que se intenta descifrar son las actitudes primitivas y repulsivas de las que son capaces los postulantes, puestos a jugar bajo la presión de esas reglas límites. La virulencia recargada en pos del objetivo, aunque que luzca forzada, también tiene que ver con la crudeza extrema del método en cuestión, y el todo vale no deja de ser una forma más o menos natural de subsistencia en semejante condiciones. En todo caso, el nivel de miserabilismo que cada espectador tolere será clave a la hora de aceptar o no El método.

De las actividades que se llevan adelante (y que ponen en riesgo la identidad de cada sujeto, tensionando la cuerda entre lo que está bien y lo que no, lo debido y lo indebido, lo moral y lo inmoral, o antiético) surge una visión –algo reduccionista, es cierto– de lo que hoy por hoy se puede hallar en la puja interna del sistema laboral: esa diabólica construcción entre lo que proponen empresas de puro diseño preocupadas en factores externos más que en el “alma” (o cualquier cosa que se le parezca) y candidatos a ingresar adictos a los formulismos y orgullosos de su superioridad social como de su preparación técnica. Y está claro que si bien se intenta una mirada universal, se apunta sobre un sector particular de la sociedad. Lo que se dice un film demagógico, porque no busca tanto la identificación del espectador como la reafirmación machacona de que ciertos nichos sociales son un asco y no merecen ser habitados. Por caminos similares transitaba un estreno reciente, Las locuras de Dick y Jane, pero allí las cosas eran más interesantes debido a un humor ácido y corrosivo, y a una mirada impiadosa sobre la sociedad en su conjunto.

Lo que no se puede negar es el trabajo de Piñeyro para que los personajes no sean unidimensionales, y se puedan construir y reconstruir los mensajes que emiten, obligando a repensar cada postura. Gestos, palabras precisas, diálogos veloces convierten a la primera media hora de El método en una pieza de valor.

Sin embargo los problemas no tardan en surgir, sobre todo a partir del momento en que el director, con la indisimulable intención de gritar que esto no es teatro filmado, sale del espacio cerrado que había construido atinadamente hasta entonces, para perder el pulso de sus criaturas y, algo después, la tensión del relato, que se extravía de ahí en más en una suerte de comedia de trazo grueso, con par de escenas bochornosas incluidas.

Lo cierto es que esa especie de intención antiteatral de Piñeyro le jugará en contra, ya que lo previo al mencionado quiebre comenzará a ser visto a posteriori como un mero prólogo de lo que viene después. Y lo que viene después, en todos los sentidos, es mucho menos feliz y acertado. De la virulencia contenida de la primera media hora sólo quedan resabios de misoginia y odios de todo tipo. Ya no hay competitividad laboral desmedida sino una genitalidad algo obtusa, que se conectará con un final en el que el director de Tango feroz parece volver a decirnos –aunque esta vez con variaciones– que “el amor debería ser más fuerte”.

La mirada política se licúa en una serie de conflictos más bien personales, y ese mundo que se suponía oscuro y denso no lo resulta en la superficie de un film que finalmente carece del nervio que, uno presiente, contenía el material original. Así Piñeyro redondea un producto en el que la imagen termina subordinada a las palabras, en el que los primeros planos parecen la única forma (no una, entre otras) de acercarse al interior de los personajes. Por eso terminan siendo más atractivos los que se retiran primero del método, puesto que sus propósitos quedan latentes y en suspenso. En este sentido, la película es como el mecanismo de selección: cuanto más tiempo se permanece, más miserable se es.

El método es un film de actores (sobresale por este lado Carmelo Gómez) y de palabras. Y a pesar de lo que gran parte de la crítica sostiene y de los esfuerzos del director, es teatro filmado, algo estilizado es cierto, y beneficiado por una estructura que de algún modo lo favorece. Lo que resulta triste es que un cineasta como Marcelo Piñeyro, que –con altibajos– había demostrado lo suyo dentro de nuestra cinematografía, y que junto a otros pocos revitalizó la idea de un cine industrial respetable en los ‘90, a esta altura del partido realice esta coproducción que sin dudas será exitosa (porque es progre, porque cae en un momento del mundo ideal, porque arremete contra los imperdonables, porque en ningún momento deja de endulzar los oídos del público al que va dirigida), pero que lo deja como autor y creador en un fuera de campo incómodo para un hombre de su prestigio. El método es una película mediocre con director invisible.

Mauricio Faliero      

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