¿Qué
haría usted si se encontrara un cuarto de millón y tuviese pocos días para
gastarlos? Entre Rockefeller y la Madre Teresa, de ese trance se ocupa
Millones. Y de trenes que no se detienen y de valores que no cotizan en
bolsa…
El inglés
Danny Boyle es un director extraño, dueño de una carrera ecléctica que
comenzó con su atrapante opera prima Tumba al ras de la tierra para
fluctuar de la polémica Trainspotting a la interesante Exterminio,
pasando por la fallida La playa, pero dejando en todas ellas una
marca de estilo notoria, una imaginería visual particular. Aquí ha
construido un cuento de navidad –y no únicamente porque la acción transcurra
durante ese período festivo y de recogimiento–, esperanzado y crítico del
capitalismo, en la mejor tradición dickensiana.
“El dinero es
una cosa y las cosas cambian”, dice Damian casi al comienzo. ¿Y las
personas? Una respuesta puede ser este film. Anthony (Lewis McGibbon) y
Damian (Alex Etel) son hermanos. Uno tiene nueve años y es más bien
pragmático, un entrepreneur en ciernes, economista y calculador. El
otro tiene siete, y un idealismo y una inocencia inquebrantables. Los chicos
han perdido recientemente a su madre, y su padre (James Nesbitt) ha
considerado conveniente mudarse a una urbanización moderna para tratar de
empezar una nueva vida. Damian vive obsesionado por la vida de los santos:
dialoga con ellos, que se le aparecen en cualquier momento, para revelarles
sus verdades o buscar respuesta a sus inquietudes infantiles. Un día recibe
como caído del cielo (en verdad lo han arrojado desde un tren siguiendo un
plan perfectamente organizado como parte de un robo millonario) un bolso
lleno de dinero y quién otro que Dios puede habérselo enviado… y para qué
otra cosa que no sea ayudar a los pobres. Claro que hallar pobres en
Manchester, o al menos en ese barrio, parece toda una odisea. Anthony,
prototipo del adolescente consumista, descree de tal cosa y lo convence de
guardar el secreto hasta tanto encuentren la mejor forma de invertir el
dinero. El tiempo apura, porque la libra dejará de circular en doce días, al
adoptar Gran Bretaña el euro como moneda corriente (otro chiste fabuloso y
fabulario, ya que eso nunca sucedió en verdad). Además, la irrupción del
ladrón primero (Christopher Fulford), que quiere recuperar su botín, y
después del papá y su novia (Daisy Donovan), que se enteran del “regalo”,
comienzan a complicar las cosas cada vez más.
El cuentito es
sencillo (el guión pertenece a Frank Cottrell Boyce, el mismo de Hillarie
& Jackie, la maravillosa Manchester 1970-1990: la fiesta interminable
y la inminente Código 46) y, como quedó dicho, es una querible y
optimista fábula que pierde un poco en su apuesta por resaltar las
desventajas que acarrea el dinero (la simplificación maniquea podrá resultar
veraz, pero sufre por el trazo grueso) y en su happy end naif y
políticamente correcto (aunque hay que reconocer que es coherente con el
punto de vista que conduce la narración y que no es otro que el de Damian).
Y a la vez sabe aprovechar, del absurdo o del realismo mágico bien
entendido, ciertos toques fantásticos que “resuelven” situaciones de una
forma poco convencional o sin respetar los nexos causa-efecto más
predecibles o esperables. Tampoco resulta nada menor el riesgo asumido en la
caracterización de los santos, o en la interpretación del milagro de los
panes y los peces, que bien podrían parecer blasfemas u ofensivas (aunque no
lo son).
El salto de
estilos y géneros que moldea la película (suspenso, drama, comedia,
fantástico, realismo), a veces tan posmoderno e injustificado, a veces
cansador, si bien aparece en el campo de la imagen perfectamente resuelto
gracias a una edición y un montaje certeros, deja la sensación de no
conseguir amalgamar cada escena en una unidad final.
Brillantes trabajos de los niños, bien acompañados por los mayores, buena
fotografía y bella música redondean un film que siendo del tipo “un canto a
la vida” no desbarranca en lo meloso, en lo equívocamente profundo ni en los
acostumbrados golpes bajos.
Javier Luzi
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