Vero
atropella algo con el auto en la ruta salteña y sigue adelante, sin
mirar atrás. Esta decisión es la que da lugar al drama de La mujer sin
cabeza, la nueva película de Lucrecia Martel (La ciénaga, La
niña santa). Vero (con el expresivo rostro de María Onetto) entra en un
estado de shock y la película adopta su punto de vista. No sabe si atropelló
a un perro o a un chico. La culpa la abstrae de la cotidianidad de su cómoda
vida de clase media y la imagen adopta un tono enrarecido. Martel despliega
su artillería audiovisual para transmitir al espectador el estado emocional
de su protagonista. Un puntilloso trabajo de sonido, presente en toda su
obra –recordemos los hielos de los vasos, a coro con las sillas arrastradas
al borde de la piscina, en el comienzo de La ciénaga, su gran ópera
prima–, sumado ahora a un mayor control sobre la imagen: primeros planos en
scope, fondos desenfocados, milimétricos planos secuencia y la también
habitual precisión de la directora para un montaje tajante y un magistral
uso del espacio off como elemento amenazador.
El universo de
Martel, tal vez la gran directora del cine argentino actual, se construye a
puro cine. El principio es ejemplar: el montaje paralelo entre los chicos
pobres que corren con el perro al costado de la ruta, y la familia de Vero
despidiéndola antes de partir, culmina en el choque que desencadena la
narración. Martel filma a los primeros entrando y saliendo del plano, casi
como si no alcanzara a encuadrarlos, para transmitir que el peligro está al
acecho. La familia de Vero, en cambio, acumula voces y gritos en su
despedida. Martel no hace hincapié en ningún diálogo. Un poco a la manera de
Robert Altman, los deja pisarse unos a otros y se detiene en los
juegos de los hijos. Uno de ellos queda atrapado en el auto, apoyando sus
manos sobre las ventanillas cerradas. “Salí de ahí que te vas a quedar sin
aire”, le grita su madre desde afuera. Vero emprende su camino y choca.
Cuando se recompone, arranca sin mirar atrás. El espejo retrovisor apenas
sugiere un perro tirado en medio de la ruta, pero Martel hace hincapié en la
marca de la mano sobre la ventanilla, que había dejado el niño en la escena
anterior. Unos kilómetros más adelante, Vero vuelve a frenar y, como si se
estuviera quedando sin aire, baja súbitamente del vehículo dejando la
puerta abierta, mientras la cámara se queda en el asiento del copiloto. Se
observa el cuerpo de Vero que camina de un lado al otro, como en trance, con
la cabeza guillotinada por el plano bajo de la cámara que permanece fija.
Las gotas de la tormenta que se avecina empiezan a golpear aceleradamente el
vidrio delantero del auto. Fundido a negro y arranca La mujer sin cabeza.
Los mundos que
colisionan ya están presentes. Luego habra más niños pobres que hacen
mandados por unas monedas y mucamas por todos lados. Y la familia de Vero
probará ser tan agradable y potencialmente incestuosa como lo fueron siempre
en el cine de Martel. La trama ya se ha puesto en marcha y las pistas,
sutiles, confusas, sugerentes, provocan nuestra inquietud. Vero emprendió su
viaje iniciático hacia una realidad paralela. Mientras su vida cotidiana se
despliegue delante de sus ojos, la dimensión moral de la historia dirigirá
su deambular de zombie.
La tía Lala (digna
despedida de María Vaner) ve fantasmas por todos lados. Los árboles se
arrastran solos al costado de la ruta. A Martel le gustan los cuentos de
terror, y la amenaza fantástica está siempre a la vuelta de la esquina.
La realidad, en
La mujer sin cabeza, está desdibujada. Parece una parodia del realismo
del “Nuevo Cine Argentino”. El argot, la pobreza, los suburbios, la cumbia.
Está todo ahí. Pero al adoptar la mirada subjetiva de Vero, la cámara lo
registra distinto.
No conviene contar
mucho más, ya que La mujer sin cabeza es una película de pocas
acciones y mucha observación. Pasan cosas y muchas, pero están sueltas,
desenfocadas, desparramadas, en medio de un contexto que pasa inadvertido
para la protagonista, en plena crisis postraumática.
La elección estética de Lucrecia Martel es el gran avance de La mujer sin
cabeza y del cine local. Su factura técnica, compleja y cuidada hasta el
más mínimo detalle, está siempre al servicio de la narración. Su cine es
político, pero no verosimilista. Coquetea con los géneros, pero el drama
emocional de su protagonista ocupa siempre el primer plano. En el fondo hay
una sociedad hipócrita, incestuosa y criminal, que barre la Historia bajo la
alfombra, mientras nos despierta varias sonrisas.
Ramiro Villani
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