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LA MUJER SIN CABEZA

Argentina, 2007



Dirigida por Lucrecia Martel, con María Onetto, Claudia Cantero, César Bordón, Daniel Genoud, Guillermo Arengo, María Vaner, Inés Efrón.



Vero atropella algo con el auto en la ruta salteña y sigue adelante, sin mirar atrás. Esta decisión es la que da lugar al drama de La mujer sin cabeza, la nueva película de Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa). Vero (con el expresivo rostro de María Onetto) entra en un estado de shock y la película adopta su punto de vista. No sabe si atropelló a un perro o a un chico. La culpa la abstrae de la cotidianidad de su cómoda vida de clase media y la imagen adopta un tono enrarecido. Martel despliega su artillería audiovisual para transmitir al espectador el estado emocional de su protagonista. Un puntilloso trabajo de sonido, presente en toda su obra –recordemos los hielos de los vasos, a coro con las sillas arrastradas al borde de la piscina, en el comienzo de La ciénaga, su gran ópera prima–, sumado ahora a un mayor control sobre la imagen: primeros planos en scope, fondos desenfocados, milimétricos planos secuencia y la también habitual precisión de la directora para un montaje tajante y un magistral uso del espacio off como elemento amenazador.

El universo de Martel, tal vez la gran directora del cine argentino actual, se construye a puro cine. El principio es ejemplar: el montaje paralelo entre los chicos pobres que corren con el perro al costado de la ruta, y la familia de Vero despidiéndola antes de partir, culmina en el choque que desencadena la narración. Martel filma a los primeros entrando y saliendo del plano, casi como si no alcanzara a encuadrarlos, para transmitir que el peligro está al acecho. La familia de Vero, en cambio, acumula voces y gritos en su despedida. Martel no hace hincapié en ningún diálogo. Un poco a la manera de Robert Altman, los deja pisarse unos a otros y se detiene en los juegos de los hijos. Uno de ellos queda atrapado en el auto, apoyando sus manos sobre las ventanillas cerradas. “Salí de ahí que te vas a quedar sin aire”, le grita su madre desde afuera. Vero emprende su camino y choca. Cuando se recompone, arranca sin mirar atrás. El espejo retrovisor apenas sugiere un perro tirado en medio de la ruta, pero Martel hace hincapié en la marca de la mano sobre la ventanilla, que había dejado el niño en la escena anterior. Unos kilómetros más adelante, Vero vuelve a frenar y, como si se estuviera quedando sin aire, baja súbitamente del vehículo dejando la puerta abierta, mientras la cámara se queda en el asiento del copiloto. Se observa el cuerpo de Vero que camina de un lado al otro, como en trance, con la cabeza guillotinada por el plano bajo de la cámara que permanece fija. Las gotas de la tormenta que se avecina empiezan a golpear aceleradamente el vidrio delantero del auto. Fundido a negro y arranca La mujer sin cabeza.

Los mundos que colisionan ya están presentes. Luego habra más niños pobres que hacen mandados por unas monedas y mucamas por todos lados. Y la familia de Vero probará ser tan agradable y potencialmente incestuosa como lo fueron siempre en el cine de Martel. La trama ya se ha puesto en marcha y las pistas, sutiles, confusas, sugerentes, provocan nuestra inquietud. Vero emprendió su viaje iniciático hacia una realidad paralela. Mientras su vida cotidiana se despliegue delante de sus ojos, la dimensión moral de la historia dirigirá su deambular de zombie.

La tía Lala (digna despedida de María Vaner) ve fantasmas por todos lados. Los árboles se arrastran solos al costado de la ruta. A Martel le gustan los cuentos de terror, y la amenaza fantástica está siempre a la vuelta de la esquina.

La realidad, en La mujer sin cabeza, está desdibujada. Parece una parodia del realismo del “Nuevo Cine Argentino”. El argot, la pobreza, los suburbios, la cumbia. Está todo ahí. Pero al adoptar la mirada subjetiva de Vero, la cámara lo registra distinto.

No conviene contar mucho más, ya que La mujer sin cabeza es una película de pocas acciones y mucha observación. Pasan cosas y muchas, pero están sueltas, desenfocadas, desparramadas, en medio de un contexto que pasa inadvertido para la protagonista, en plena crisis postraumática.

La elección estética de Lucrecia Martel es el gran avance de La mujer sin cabeza y del cine local. Su factura técnica, compleja y cuidada hasta el más mínimo detalle, está siempre al servicio de la narración. Su cine es político, pero no verosimilista. Coquetea con los géneros, pero el drama emocional de su protagonista ocupa siempre el primer plano. En el fondo hay una sociedad hipócrita, incestuosa y criminal, que barre la Historia bajo la alfombra, mientras nos despierta varias sonrisas.

Ramiro Villani      

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