Mumford es el nombre del film, del pueblito adonde todo
acontece y también del personaje principal. Mumford, pues, comienza cuando
Mumford (Loren Dean) llega a Mumford. Estamos hablando de uno de esos pueblos en los que
todos se conocen, y en el que dos psicólogos bastan y sobran para atender las neurosis de
los lugareños (uno es psiquiatra, pero qué más da). Hasta que llega Mumford, joven y
afable forastero que se presenta como terapeuta y no tarda en llenar su consultorio de
pacientes. Entre las cosas que satisfacen a estos se cuenta el hecho de que empiezan a
"sanar" muy pronto. Sin prisa, el film se ocupará de establecer que la clave
del éxito del protagonista reside en la extrema heterodoxia con que aplica la disciplina
fundada por Sigmund Freud. La "versión libre" de Mumford incluye, por ejemplo,
la posibilidad de discutir con un paciente las intimidades de los otros; o de prestar
sesiones ambulantes, saliendo a repartir periódicos o jugando al béisbol con sus atendidos.
¿Pero qué clase de psicólogo es este? ¿No será que en realidad...?
Se ha dicho de Mumford que es
una comedia, pero no lo es completamente, ya que nunca apuesta demasiado por la risa. Su
primera mitad, que goza de mucho mejor salud que la segunda, transcurre mayormente en plan
de drama y hace pie en un reciclaje de cierto cine norteamericano de los años cuarenta y
cincuenta. Con unos tramos en blanco y negro soberbiamente fotografiados y actuados a la
James Dean (o Brando); con una música que podría haber sido la de cualquier melodrama de
aquellos, y hasta con la ingenuidad de Mumford el pueblito que es casi la
misma que la de tantas series de televisión de la época. Es curioso. Sin dejar de ser cosmético,
el reciclaje también es consustancial, ya que con el correr del metraje el film acabará
perfilándose como una variante tardía, y de suyo anacrónica, de esas mismas teleseries.
A las que hoy, dicho sea de paso, se recuerda como invariablemente simplonas y moralistas.
En este sentido, podría decirse que Mumford arranca como un film de su director,
Lawrence Kasdan, quien fue coguionista nada menos que de El imperio contraataca
(entre muchas otras cosas), y termina como un film de su productora, Touchstone Pictures,
tan subsidiaria de Walt Disney en lo económico como en lo espiritual... en el
peor sentido del término.
El problema de la primera mitad de Mumford
es que la comedia, tanto en el texto como en la caracterización, está muy tapada por el
drama. Y al drama cuesta digerirlo. Cuesta digerir, por caso, que esos ridículos (ya no
digamos antiéticos) métodos de terapia deriven en curaciones mágicas, sobre
todo cuando el hombre que las practica derrocha cualquier cosa menos "carisma".
Antes bien, Loren Dean compuso a Mumford de sonrisas homeopáticas (cínicas, como de
niño cruel) y de una calculada inexpresión o frigidez que más que curar
espanta. Otros personajes son objeto de traslaciones aun más brutales. De Skip
Skipperton, por ejemplo, sabemos que es el millonario del lugar, un joven que fabrica
atentos el 23% de los módems que se comercializan en Estados Unidos. ¿Pero
qué es lo que vemos? A un veinteañero de modales suaves, muy ingenuo (por no decir
tontolón), que consume sus horas sobre una patineta. Skip no tiene tres millones (y se lo
aclara expresamente a Mumford) sino billones en su cuenta bancaria. Es como si se
quisiera hacer entrar a Margaret Thatcher en el pellejo de Heidi.
La segunda mitad es más irritante.
Empieza cuando el pasado del protagonista desfila en imágenes mientras sus palabras lo
describen. Este pasado, que vendría a explicar su presente, está tan subrayado en su
oscuridad que recuerda a los testimonios de la televisión pastoral de trasnoche.
No sólo porque hay que creer que un hombre que fue "de lo peor" se iluminó
para servir al prójimo, sino porque "la droga" hace las veces de vehiculo del
Demonio. O casi. Uno de los pocos personajes redondamente desagradables en esta fábula es
el de Ted Danson, que aparece para dos cosas: mostrarse como tal y... fumarse un porro.
Por lo demás, y como queda dicho, los pacientes de Mumford son multitud; es momento de
mencionar a esa variopinta galería de personajes secundarios entre los que destaca una
adolescente muy bien interpretada por Zooey Deschanel. Ahora imagine usted que todos ellos
se terminan de curar... ¡prácticamente al unísono!
El film no ofrece uno sino dos
romances. El primero, interracial, tiene todo el aspecto de haber sido sugerido
por los estudios de mercado. El segundo vuelve a apuntar a los dorados años
hollywoodenses, más precisamente a esas comedias románticas que vaya a saber por qué
(probablemente por el capricho de algunos críticos) han recobrado tanto predicamento por
estos días. En cualquier caso, no las evoca con vigor.
Guillermo Ravaschino
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