Conocida es la debilidad de Hollywood por confeccionar remakes de producciones europeas
en especial comedias ligeras de origen francés, consecuencia de la muy
mentada "crisis de guionistas" que aqueja a la Meca del cine desde hace ya
bastante tiempo. No tan habitual, y mucho menos digna, es la costumbre de reciclar
títulos clásicos despojándolos de su esencia y saturándolos de muletillas... sin
siquiera mencionar la fuente. Esto es lo que han hecho el director Paul Anderson y la
productora Paramount con Solaris, la obra maestra de Andrei Tarkovski de la que La
nave de la muerte toma su estructura argumental.
Aquí como allá hay materia humanizada. En la
inigualable pieza concretada por el cineasta ruso en 1971, un lejano planeta gaseoso
operaba sobre los individuos que conseguían acercársele, corporizando transitoriamente
sus deseos más profundos resucitando a una mujer, por caso, lo que desataba
la locura de la mayoría. Una nave, la Event Horizon, vendría a ocupar el sitio del
planeta aquel. Toda su tripulación ha muerto y nuestros protagonistas son enviados a
averiguar qué sucedió. Regenteados por el comandante Miller (Larry Fishburne), acusan
todas las convenciones de las teleseries al estilo Star Trek, empezando por la
histeria generalizada que los acomete cada vez que un cimbronazo y hay muchos
sacude la carcaza del vehículo espacial.
Sin lugar a dudas la película de ciencia ficción con
los pies más hondamente anclados en la Tierra, Solaris es extraordinariamente
consecuente con cada uno de los fantasmas paridos por la nube gaseosa: su protagonista
llega a defender a muerte a Harey, que no es más que el fruto de sus alucinaciones, pero
luce, habla y hasta hace el amor como su finada esposa. La nave de la muerte
prohija y mata cientos de alucinaciones por minuto, sin otra justificación que sus
caprichosos ritmos de montaje, que remiten al videoclip. Un festival de efectos especiales
reemplaza al tiempo y el espacio necesarios para que se desarrollen las obsesiones de los
tripulantes por momentos todo se reduce a un vistoso caos estratosférico, y
toda incertidumbre sucumbe ante las conclusiones instantáneas y sabihondas del comandante
Miller. Más temprano que tarde éste sacará credenciales de paladín para oponerse al
constructor de la nave asesina, un científico demente encarnado por Sam Neill en base a
los peores tics de un malo de película.