A la última ganadora de la Palma de Oro en
Cannes se la esperó con muchas expectativas. Entre otras cosas, y amén de
semejante premio, por ser de los ascendentes –en prestigio, en interés–
hermanos Dardenne. No era para menos.
Se trata de una película concentrada en la cotidianidad más
pura, con una cámara que, como un personaje más, sigue de cerca a una pareja
de adolescentes marginales por las calles, en las que él junta dinero como
puede (pequeñas estafas, medianos robos) y por las que ella pasea, o carga,
al bebé que es hijo de ambos.
Ocurre algo muy chocante, que no es dable
revelar, y a partir de ese momento la historia empieza a discurrir en torno
de un conflicto más puntual, o más convencional, o más palpable. Lo que
importa, sin embargo, es la acumulación emotiva que de punta a punta
opera el film, impregnándonos cada vez más de esas historias que, más allá
de toda clase de distancias (sociales, etarias, culturales), llegaremos a
vivir, o cuanto menos a sufrir en carne propia.
Las actuaciones son profundamente
verosímiles, algo que llama la atención en el caso de la chica, Déborah
François, de apenas 18 años. La propia Déborah –el año pasado, en Pinamar–
reveló parte de la receta: los Dardenne no sólo le pidieron a ella y a su
compañero, Jérémie Renier, que “actuasen” como si fuesen ellos mismos, sino
que repitieron muchas tomas... ¡hasta 25 veces! Y ciertas asperezas muy
consustanciales a la relación de la pareja son hijas de la dureza, y hasta
de la violencia, con que los hermanos trataron a los actores. Y sí: cada
maestro, con su librito. El hecho es que la química de los protagonistas no
deja de sorprender, y uno los ve como pareja, pero también como dos hermanos
enlazados por un desamparo irrevocable, por una irrevocable sordidez. Y
Renier es lindo y feo y joven y viejo a la vez, como lo era Belmondo; no hay
muchas máscaras así.
Volviendo a la cámara: constantemente al
hombro, es una pieza clave de otra de esas raras puestas en escena en las
que todo luce absolutamente natural... aunque nada haya sido librado al
azar: los desplazamientos de los personajes hacia cámara o en sentido
contrario hacen que los planos medios se conviertan respectivamente, y
exquisitamente, en primeros planos o en planos generales. Esto proporciona
agilidad sin restar espontaneidad.
El final es redentor en el mejor sentido
porque, aunque tierno y optimista, también es doloroso, y trágico, y hace
que uno se pregunte: ¿y ahora qué otra mierda les depara la maldita sociedad
burguesa a nuestros héroes?
Guillermo Ravaschino
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