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EL NIÑO
(L'Enfant)

Bélgica-Francia, 2005



Dirigida por Jean-Pierre y Luc Dardenne, con
Jerémie Renier, Déborah François, Jérémie Segard, Fabrizio Rongione, Olivier Gourmet.



A la última ganadora de la Palma de Oro en Cannes se la esperó con muchas expectativas. Entre otras cosas, y amén de semejante premio, por ser de los ascendentes –en prestigio, en interés– hermanos Dardenne. No era para menos.

Se trata de una película concentrada en la cotidianidad más pura, con una cámara que, como un personaje más, sigue de cerca a una pareja de adolescentes marginales por las calles, en las que él junta dinero como puede (pequeñas estafas, medianos robos) y por las que ella pasea, o carga, al bebé que es hijo de ambos.

Ocurre algo muy chocante, que no es dable revelar, y a partir de ese momento la historia empieza a discurrir en torno de un conflicto más puntual, o más convencional, o más palpable. Lo que importa, sin embargo, es la acumulación emotiva que de punta a punta opera el film, impregnándonos cada vez más de esas historias que, más allá de toda clase de distancias (sociales, etarias, culturales), llegaremos a vivir, o cuanto menos a sufrir en carne propia.

Las actuaciones son profundamente verosímiles, algo que llama la atención en el caso de la chica, Déborah François, de apenas 18 años. La propia Déborah –el año pasado, en Pinamar– reveló parte de la receta: los Dardenne no sólo le pidieron a ella y a su compañero, Jérémie Renier, que “actuasen” como si fuesen ellos mismos, sino que repitieron muchas tomas... ¡hasta 25 veces! Y ciertas asperezas muy consustanciales a la relación de la pareja son hijas de la dureza, y hasta de la violencia, con que los hermanos trataron a los actores. Y sí: cada maestro, con su librito. El hecho es que la química de los protagonistas no deja de sorprender, y uno los ve como pareja, pero también como dos hermanos enlazados por un desamparo irrevocable, por una irrevocable sordidez. Y Renier es lindo y feo y joven y viejo a la vez, como lo era Belmondo; no hay muchas máscaras así.

Volviendo a la cámara: constantemente al hombro, es una pieza clave de otra de esas raras puestas en escena en las que todo luce absolutamente natural... aunque nada haya sido librado al azar: los desplazamientos de los personajes hacia cámara o en sentido contrario hacen que los planos medios se conviertan respectivamente, y exquisitamente, en primeros planos o en planos generales. Esto proporciona agilidad sin restar espontaneidad.

El final es redentor en el mejor sentido porque, aunque tierno y optimista, también es doloroso, y trágico, y hace que uno se pregunte: ¿y ahora qué otra mierda les depara la maldita sociedad burguesa a nuestros héroes?

Guillermo Ravaschino      

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