Ariel Rotter dijo
que eligió contar este cuento "para su familia y los que lo conocen". Al
menos eso alegó cuando recogió los premios (Especial del Jurado y Mejor
Actor) en el último festival de Berlín. Y uno debería ver en esa afirmación,
además de un exabrupto efectista, una posición política o un programa
estético. Esto último es lo que nos interesa, obviamente porque la película
se sostiene en él.
Un hombre de
mediana edad, abogado, con un padre enfermo y una mujer que le anuncia su
próxima paternidad, una vida tranquila y que se presume monótona, un día
decide patear el tablero y buscar algo distinto. Se queda en un pueblo
adonde ha llegado para tramitar una sucesión y se cruza con una mujer y
otros personajes para con los que elige representar otras vidas, otras
identidades. Ser otro. ¿Se puede ser Otro, perder la identidad, cambiarla...
y para qué? Algo de eso experimentará Juan Desouza (Julio Chávez) jugando a
ser un muerto, un médico, un arquitecto, un hombre casado con varios hijos
en plan de amante para matar la rutina. Si la abulia se siente en el
ambiente, de repente la pasión desbordada y casi animal se cuela (en la
escena post velatorio), o el peligro al acecho (en la escena nocturna por la
carretera), o el temor a ser descubierto que vira en paso de comedia absurda
para dar lugar a la risa que distiende (en la escena de los primeros
auxilios en el hotel). También sobran algunas situaciones que no agregan
demasiado y parecen pertenecer a mundos cinematográficos otros: la pérdida
en mitad de un bosque (¿?), casi alonsiana (por Lisandro Alonso, el
de La libertad y Los muertos), y la mirada a las pequeñas
en el río, casi marteliana (por la directora de La ciénaga y
La niña santa, naturalmente).
Rotter maneja el
relato con un bisturí afilado y certero, posiciona la cámara en búsqueda del
siempre presente protagonista (otra composición mayúscula de Chávez),
evita los psicologismos devenidos parlamentos explicativos, opta por las
miradas que cuentan, dando una importancia capital a esos cruces, en una
posible reafirmación de la popular idea de que los ojos son el espejo del
alma. Y trabaja con el sonido y los silencios a conciencia: la respiración
entrecortada y profunda que desborda el cuadro y al personaje que la emite;
los ruidos de los colectivos y los autos ocupando todo el espacio auditivo;
las pisadas que se separan de su emisor y se convierten en la banda sonora
de la tensión en ciernes.
Y así como en un
momento nuestro protagonista decidió probarse otras ropas, en determinado
instante considerará la posibilidad de regresar a su hogar. En ese retorno podría leerse una
elección de la vida que se ha tenido; algo así como volver a elegir lo
elegido. Si el año pasado Burman entregaba con Derecho de familia una
historia que hablaba del pasaje de ser hijo a ser padre, en El otro
nuevamente afloran las relaciones paterno-filiales que ya parecen ser cifra
de estos tiempos como cuestión generacional de muchos directores.
Javier Luzi
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