| A lo largo de la historia del cine, el tema de la adaptación de textos
    literarios ha sido, y continúa siendo, una fuente inagotable de reflexión
    para teóricos, analistas y realizadores. Hay grandes nombres que negaron
    que existieran motivos para debatir este tema, como François Truffaut, y
    otros que, simplemente, rogaron que se respetase el espíritu de la obra
    original. Así, poco importa qué tan apegadas estén a las líneas del
    texto obras maestras como Blow Up de Atonioni (basada en "Las
    babas del diablo" de Julio Cortázar) o Apocalipsis ahora
    (inspirada en "El corazón de las tinieblas" de Joseph Conrad)
    porque ambas transmiten la esencia de aquellos textos.
 Pero hay más. Si se trata de verdaderos artistas, quienes adaptan un
    cuento o una novela deberían tener la capacidad de aportarles algo de sí
    mismos. Dar una nueva visión sobre la obra literaria. Porque en definitiva,
    a nadie le interesa ver en el cine algo que ya imaginó a través de la
    lectura. Lo que se espera es una opinión, una interpretación, una forma de
    ver en la ficción el mundo propuesto por otra ficción. Los verdaderos
    artistas pueden crear una obra a partir de otra. El dibujante Alberto
    Breccia, con sus adaptaciones de Poe, Quiroga o Lord Dunsany dio origen a
    nuevas obras que tiñó con su propia imagen del mundo; de la misma forma,
    el mexicano Arturo Ripstein superó a García Márquez con su versión
    cinematográfica de El coronel no tiene quien le escriba. Pantaleón y las visitadoras está basada en la novela homónima que
    el peruano Mario Vargas Llosa escribió en la década del 70, "al mismo
    tiempo que su libro cinematográfico", según expresa en el prólogo de
    una de las ediciones. El mismo Vargas Llosa y el cineasta José María
    Gutiérrez codirigieron aquella primera versión cinematográfica sobre un
    conocido episodio real en la vida de un militar llamado Pantaleón Pantoja.
    Más de 20 años después, Francisco Lombardi, otro director peruano que
    gracias a Vargas Llosa puede estrenar sus películas en la Argentina (su
    versión de La ciudad y los perros exhibida en 1985 fue su anterior
    presentación en Buenos Aires), retoma aquella satírica historia que mezcla
    militares con prostitutas y que no carece de actualidad, dado el poco
    respeto del que gozan los uniformados latinoamericanos. Pantaleón y las visitadoras es la historia de un capitán del
    ejército peruano a quien se le encomienda la misión de crear un servicio
    de "visitadoras" (eufemismo por "prostitutas") para
    calmar los instintos de la tropa peruana diseminada en la zona del río
    Amazonas. Pantaleón Pantoja, hombre recto, sin vicios, felizmente casado
    pero casi asexuado, acepta la extraña misión porque el Ejército es lo
    más importante en su vida. Una vez a cargo del servicio, con carácter de
    secreto porque no es conveniente que la sociedad sepa en qué ocupa fuerzas
    y cerebros el Ejército, el capitán Pantoja, un trabajador obsesivo y
    excelente administrador, hará del servicio de visitadoras el organismo
    militar que mejor funciona. Hasta que llega la debacle, producida por su
    propia afición de cumplir con su deber de manera responsable. Vista como una película cualquiera, es decir ignorando que se trata de
    una adaptación, puede decirse que Pantaleón y las visitadoras no
    está mal. Es una película muy liviana, sin mayores lecturas. Agradable y,
    por momentos, divertida. Cuenta con algunas buenas actuaciones secundarias
    (todos los generales: Scavino, Collazos, López y el capellán Beltrán)
    aunque los protagonistas dejan bastante que desear (Angie Cepeda como la
    Colombiana, Salvador del Solar como Pantoja y la peor sin dudas, Mónica
    Sánchez como Pochita). Es decir, un filme correcto pero absolutamente
    comercial, olvidable. Sin embargo, si se la toma como lo que verdaderamente es, una
    adaptación, la cuestión es muy distinta. Más allá de la supresión de
    personajes importantes (la madre de Pantaleón, por ejemplo, o Francisco y
    los Hermanos del Arca, decisivos para tener una comprensión global del
    panorama y de la magnitud de la sátira), los cambios de nacionalidad (la
    Brasileña aquí es la Colombiana), el acortamiento de los tiempos y la
    conversión de una historia compleja –por la multiplicidad de voces y
    puntos de vista combinados por Vargas Llosa– en una anécdota lineal, la
    película de Lombardi está plagada de defecciones que conviene señalar. El más importante está relacionado con el alcance de la sátira (y por
    lo tanto, de la crítica). Lombardi retrata a un individuo: Pantaleón
    Pantoja. El es su única víctima mientras que Vargas Llosa incluye a
    cadetes, capitantes, capellanes y generales como parte del mismo circo. El
    autor de La tía Julia y el escribidor mete a todos en la misma
    bolsa. Ridiculiza a los oficiales preocupados por que sus soldados
    satisfagan necesidades sexuales mientras una secta, los Hermanos del Arca,
    crucifica a animales, niños y ancianos. Lombardi sólo ridiculiza a
    Pantoja, quizá el más inofensivo de cuantos militares retrata tan
    hábilmente Vargas Llosa, con dos únicos pecados a cuestas: su afición al
    trabajo y su pusilanimidad. Mientras que del otro lado, los altos mandos
    cargan con la hipocresía y el vicio de toda la sociedad, y se escudan en
    solemnes partes oficiales idénticos a los que en la película
    aparecen como una obsesión privativa de Pantoja. Los guionistas extrajeron del libro los episodios más risueños, pero en
    muchas ocasiones hicieron desaparecer su contexto. Que lo sepan los
    espectadores: Pantoja nunca hacía nada porque sí, como parece en
    determinados momentos del film; su adicción al trabajo estaba atrás de
    cada una de sus acciones, por más descabelladas que fueren. Este tipo de procedimientos en la adaptación tiene una razón que salta
    a la vista. La película tuvo como fin esencial la taquilla peruana y la
    exportación. Por eso, tanta preocupación para que sea divertida. Por lo
    mismo, la importancia de la Colombiana que en el libro es un personaje más
    (al que, sin embargo, llegamos a conocer mucho mejor). Por eso ella
    permanece desnuda, teniendo o no relaciones con Pantoja, tantos minutos
    frente a la cámara. El cuerpo de Cepeda está usado como un anzuelo para
    los espectadores. Finalmente, y volviendo al comienzo, Lombardi no se preocupa por darnos
    su imagen del mundo y de la historia contada por Vargas Llosa (salvo cuando
    decide reemplazar como emblema del poder al jefe mayor del Ejercito –en el
    libro– por una reportera de TV y nos dice lo que todo el mundo ya sabe:
    que las instituciones ya no gozan del respeto que sí tienen los medios). El
    director peruano simplificó una novela menor –la más vendida–de la obra de Vargas Llosa (en
    comparación con La guerra del fin del mundo o Conversación en la
    Catedral). Dio a luz un producto prolijo y exportable que hizo
    desaparecer la principal cualidad de su fuente de inspiración: la sátira
    descarnada.
 Eugenia Guevara       |