Si la memoria no me falla, esta es la cuarta película
que involucra a Dean Devlin como productor y a Roland Emmerich como director. Antes fueron
Stargate (la vi hace poco por primera vez, en video, y no lo podía creer: ¡qué
espanto!), Día de la independencia y Godzilla.
Podría decirse que esta historia tiene
por telón de fondo a la guerra por la independencia estadounidense, y a Mel Gibson, en la
piel del prócer Benjamin Martin, por protagonista. Pero mejor sería decir que los tiene
por protagonistas a ambos, ya que mientras Ben así le dicen se convierte en
héroe del proceso histórico, este toma fuerzas de él, quien llega a postularse como la
encarnación, en un alma y en un cuerpo, de los más nobles ideales de los
independentistas yanquis. A punto tal que la Independencia, o la idea de Nación,
y él terminan pareciendo una misma cosa. Ahora bien: entre los independentistas yanquis
hubo de todo un poco. Ideales nobles, claro está, pero también intereses comerciales (en
muchos casos contrapuestos) y hasta la semilla de un nuevo capítulo de opresión mundial
y saqueo de las colonias muy similar al animado por la Corona inglesa, sólo que, por
supuesto, en escala inédita. Lo que preside a El patriota es una burda
operación, no tanto estética como política. Estamos ante un film que nos obliga a
padecer una de las más irritantes prácticas políticas: la adulteración de la Historia.
La puesta en escena y el montaje de las
batallas rozan lo respetable: a años luz de los de Corazón valiente
pero muy por delante de los de Gladiador. La escenografía y el vestuario hacen
gala de rigor histórico, Mel Gibson sigue siendo un actor de carácter y la fotografía
es más o menos despampanante. Lo que da calambre es el guión.
En un film histórico, como lo es en
gran medida El patriota, la adulteración histórica sólo puede prosperar sobre
la base de la adulteración artística (o "estética", como algunos prefieren). El
patriota embellece a algunos personajes, empezando por Ben Martin, ese padre de
familia numerosa que se erige junto a su hijo mayor en corajudo líder de los
milicianos (soldados irregulares) en combate contra los ingleses. A estos últimos, en
cambio, los demoniza sin vuelta de hoja. A Ben no lo embellece de cualquier modo sino
mediante una muy obvia combinación de los rasgos de dos protagonistas del mejor cine
norteamericano reciente: William Munny (Clint Eastwood en Los imperdonables) y
William Wallace (el propio Gibson en la mentada Corazón valiente). Ben tiene el
pasado feroz de Munny, un pasado que lo convirtió en una leyenda temible de la que ahora
reniega. Y las modestas aspiraciones de Wallace, que entendió (también a la sombra de
los ingleses, aunque cuatro siglos antes) que para vivir en paz a veces hay que ir a la
guerra. Claro que todo esto aparece desdibujado, corrupto: no surge tanto de El
patriota como de los otros films a los que este apunta con descaro.
Los oficiales del rey Jorge (King
George, vamos) llegan a decir de nuestros héroes cosas como la siguiente: "Estos
rústicos son tan ineptos que casi deshonran nuestras victorias". Pero lo peor no es
lo que dicen, sino lo que hacen. Llama la atención que, siendo ingleses, su deporte
favorito no sea la caza del zorro sino la quema de iglesias, la tortura y el asesinato en
masa. Ahí está el antagonista, un tal Tavington (Jason Isaacs) que también es
coronel (Ben llegará a serlo al promediar el metraje) y no se ahorra un solo tic de los
villanos pérfidos. A poco de iniciado el relato, este sujeto envía al otro mundo a un
hijo menor de Ben: pueden ustedes deducir el resto. Lo que tal vez no puedan deducir
a mí me costaría creerlo de no haberlo presenciado es el grado de
simplificación que alcanza el film montado en esta veta, que acaba reduciendo la epopeya
libertadora a poco más que la venganza personal de un hombre contra su némesis. La
simplificación se suma en este punto a la adulteración para hacer de El patriota
algo así como la apoteosis de las imposturas y los despropósitos. Será por eso que ahí
nomás empiezan a ganar la pantalla las banderas con las estrellas y las franjas, que son
cada vez más grandes y no dejan de flamear hasta taparlo todo.
Guillermo Ravaschino
|