| Salí de ver Corazón valiente con la certeza de que
    era una de las películas más importantes de los últimos años (de los últimos tres,
    digo ahora, remontándome a Drácula y Los imperdonables). No había de por
    medio una cavilada operación intelectual ni sesudas comparaciones. Sí el arrebato
    emocional en que me había sumido el film al cabo de zarandearme por varios llantos. Un
    arrebato que, como corresponde a las grandes obras, hizo techo a unos cuantos minutos de
    acabada la proyección. La desbocada identificación, en este caso, me decía que mi cara,
    mi pobre y barato rostro, lucía idéntico ensimismamiento al de Mel Gibson en su papel de
    William Wallace, el inflamado paladín de Corazón valiente, que también dirigió.
    Yo quería matar un inglés, que me arrojaran flechas, conquistar a una reina en ciernes y
    humano soy comerme unas papas fritas.
 Si hay una clave para todo esto es la
    dignidad que contagia Corazón valiente, y el optimismo que surge al constatar esa
    dignidad. No es la dignidad de utilería que administran los demagogos con una finalidad
    comercial que se huele a la legua, ni el optimismo de los happy endings. Es una dignidad
    brutal, infalible, que es necesario descubrir, y en cuyo descubrimiento muchas veces se
    nos van las décadas. Ella aparece a dos puntas en Corazón valiente: como la
    razón profunda de todas las emociones que irradian las imágenes, y como una frase que,
    con pequeñas variantes, repite Wallace a todos los pusilánimes que se le cruzan y, en
    especial, a los que son íntegros y valientes pero pasan por un trance de debilidad moral.
    "Todos vamos a morir", les dice, "pero no todos podremos decir que hemos
    vivido". William Wallace es un plebeyo del siglo XIII que comanda a sus congéneres,
    escoceses ellos, y a otros pueblos subyugados en una insurrección contra la corona
    inglesa. Las cabezas ruedan por doquier y durante años no hay medias tintas que coarten
    el ímpetu guerrero en la comarca. Esa dignidad modélica, en este fin de siglo de
    degradación social sin límites (quién dijo que la humillación generalizada no es tan
    acuciante como las penurias económicas de la desocupación), es la primera fuente de
    fascinación que ofrecen los tiempos de Wallace a los presentes. El heroísmo colectivo Wallace no
    es el comandante lúcido de un ejército de tontos, sino el emergente natural de un
    verdadero Estado en sublevación traduce esa integridad a una estructura en las
    antípodas del miserabilismo, ese cadáver que todavía goza de buena salud. La parte más
    visible y espectacular de todo esto son las magníficas batallas que monta Gibson y que,
    descriptas pronto pero no mal, parecen finales de campeonato mundial de fútbol filmadas
    por Kurosawa (digámoslo de una vez: a las batallas de Kagemusha no les hacía nada
    bien esa estilización enfática, ese frío de ballet). El ritmo es arrasador y los
    cortes, quirúrgicos: cada plano dura lo suficiente para ver lo inapelable de flechas,
    hachazos y seccionamientos, y caduca justo a tiempo para evitar el morbo. Dramáticamente, la película es una
    sólida sucesión de rituales trágicos. Lo es el asesinato de la flamante esposa de
    Wallace por los ingleses, que desencadena la transformación del hombre en Héroe, y
    también la confianza de Wallace en los nobles escoceses que lo traicionan una y otra vez:
    marca la fe ciega del joven que creció soñando con un hogar en paz, no preparándose
    para la política. La puesta en escena del primer acto del nuevo Wallace degollar al
    inglés que degolló a su amada es esa misma tragedia llevada al purismo
    cinematográfico. Wallace sale a matar, y en barra, sin que un solo párrafo obre de
    justificación verbal, ni hacia sus amigos ni hacia el espectador. Los lugartenientes del
    protagonista, que comienzan a serlo en ese mismo instante, brotan como hongos, cada cual
    por su lado y sin recibir ninguna orden. El film todo parece reaccionar junto a Escocia,
    convirtiéndose en un personaje más. La relación de la princesa inglesa con Wallace es
    otro rito trágico: lo admira, lo ama y hasta traiciona a su propio ejército en íntimas
    confidencias, pero lo hace desde el abismo que instala entre ambos su condición de futura
    reina. La filiación social de los traidores, a su turno, se impone sobre el respeto que
    les inspira Wallace, en un determinismo que viene a cerrarse oportunamente con el febril
    arranque dramático de pura cepa de Robert de Bruce en el epílogo. Trágica,
    finalmente, es la invulnerabilidad de Wallace en todos los cuerpo a cuerpo, ya que no
    descansa en ingenuas habilidades "creíbles" (Costner como Robin Hood), sino en
    una impía superioridad de carácter (Eastwood como William Munny) que es el más noble de
    los ganchos para la identificación del espectador "común". Gibson respetó algunas constantes que
    siempre son ley primera, o "vehículo", cuando de cine de género se trata. Pero
    introdujo las modificaciones inevitables de todo acercamiento desde lo personal. El de
    hacer morir a la doncella sobre el principio debe haber sido el mejor de sus muchos
    malabares. La beldad sigue siendo la inspiración del héroe, pero desde el off, y siempre
    a caballo de la barbarie asesina que se la llevó. El hombre, por una vez, no lo hace todo
    "para levantarse minas". Las batallas, la guerra misma, son la 
    mujer de
    William Wallace en una cruzada que engloba, y por eso trasciende, al sentimentalismo
    tradicional. Hay más, mucho más, pero no voy a relatarlo. Vaya al cine, si la 
    reponen un
    día, o alquile el video. Vea lo que logró este gran director. Si no le gusta, cuando
    menos podrá decir que vio al divo de Arma mortal en polleritas. Guillermo Ravaschino
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