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PERDIDOS EN TOKIO
(Lost In Translation)

Estados Unidos, 2003



Dirigida por Sofia Coppola, con
Bill Murray, Scarlett Johansson, Giovanni Ribisi, Anna Faris, Fumihiro Hayashi, Ryuichiro Baba.



Qué escribir sobre un film nominado a tantos premios en tantas categorías: al mejor actor, con toda justicia, para Bill Murray; a la mejor actriz, la expresiva Scarlett Johansson, toda una revelación; al mejor director, en este caso la directora Sofia Coppola, y claro, a la mejor película, también considerada por muchos críticos una de las mejores de 2003. Pesada carga, de algún modo, para un film tan pequeño y sutil, no por ello menos extraordinario, y que no parece haber sido gestado con la pretensión de obtener galardones. En cierto sentido, es un film mínimo, con un guión limitado, de escasa acción, de aun más escasos diálogos ampulosos. Un film de climas y atmósferas. Por eso sorprende su candidatura al Oscar, que suele privilegiar grandilocuencias más o menos obvias, como El retorno del rey o el último film de Peter Weir.

Bill Murray interpreta al actor Bob Harris, un alter ego de sí mismo. Todo lo que sabemos de él lo revelan un par de frases y, sobre todo, la expresividad de este maravilloso actor que es Murray. El es la elección adecuada para este film que no se ajusta a ningún clisé de género, y en él descansa buena parte del peso del film. Desde la comedia que despliega en una sesión de fotografías para la campaña publicitaria de una marca de whisky que está desarrollando en Tokyo, hasta el drama de ese hombre que no se halla a sí mismo en la soledad de su cuarto de hotel, su registro interpretativo es tan amplio que no necesitamos más explicaciones para saber de su ocaso profesional, de su melancolía, de su autoconmiseración traducida en ironía, de la incomunicación en su gastado matrimonio, de su crisis de hombre adulto y sabio, que parece estar evaluando su vida, ante esa joven que encuentra en el hotel y que atraviesa también una crisis, en su caso de iniciación a la madurez.

Charlotte está perdida después de sus graduación, perdida en ese país que no la recibe, en esos templos donde no siente nada, y en su matrimonio donde empieza también a sentirse fuera de lugar. Ambos están perdidos en lo que va de Occidente a Oriente, en una ciudad hostil, perdidos en un lenguaje incomprensible, perdidos en su insomnio, y cada uno encuentra en el otro a quien podrá acompañarlo en ese estado de desorientación: el otro es el alma que Charlotte busca en los textos de autoayuda.

Entre otras, Perdidos en Tokyo narra una historia de amor. No hay mapas para orientarse en esa relación sin nombre que nace de miradas, de encuentros en el bar, y se desarrolla entre silencios, escapadas cómplices, recorridas por esos espacios ajenos, hasta llegar a un entendimiento, a una intimidad que atraviesa los treinta años que los separan y es superior a la de tantas parejas convencionales que vemos en el cine. Basta ver la hermosa escena en que Bob canta “More than this” en un karaoke dedicada a Charlotte, para entender que se vive un momento de alta expresividad y comunicación. O el elocuente, maravilloso plano que toma a ambos en la cama, donde un mínimo roce de una mano está cargado con un amoroso erotismo pocas veces visto.

El primer plano del film es impactante: la cámara fija en un joven culo femenino, estático, después gira hacia la izquierda recorriendo la espalda de la protagonista. Algo tan similar y a la vez tan distinto del inicio de Mujer fatal, y que demuestra la distancia que existe entre el elocuente silencio y la verborragia inconducente. Ese es el primero de muchos planos que revelan la delicadeza de Coppola a la hora de la composición, con la colaboración del fotógrafo Lance Acord: en los planos de Bob en el ascensor, o frente al espejo –Bob trata de encontrarse permanentemente–, o los que registran los breves encuentros entre Bob y Charlotte, Coppola ejerce la magia de la imagen. Lo logra también al fotografiar el extrañamiento de la atmósfera de Tokyo, con sus luces, muchedumbres y bares bizarros, en los espacios indescifrables donde reside lo que se pierde en la traducción.

La nota autobiográfica: es evidente que Sofia no la pasó muy bien en Tokyo las veces que acompañaba a su ex marido, el también director Spike Jonze. Ha declarado que vivió interminables horas en ese mismo hotel, mientras él atendía su trabajo. No sabemos si Jonze estaba tan desconectado de su mujer como lo está el esposo de Charlotte, pero sí que terminó su relación con Sofía empezando otra con la actriz Cameron Díaz, ridiculizada en el personaje de Kelly, la actriz que en el mismo hotel presenta su nueva película… de artes marciales. (Sofia no cesa de apelar a la autobiografía, como lo hiciera en su guión para La vida sin Zoe, el segmento de Historias de Nueva York que dirigió su padre, en su actuación como la hija de El padrino 3, y en su primer film como directora, el notable Las vírgenes suicidas, o mejor: Los suicidios vírgenes.) Tampoco su relación con los japoneses ha de haber sido muy feliz, pues están ridiculizados con bromas por demás vulgares y estereotipadas. Este aspecto y la escena final es lo único que cabe reprochar al film, que pese a ello nos permite uno de esos perfectos momentos de felicidad que a veces vivimos en el cine.

Josefina Sartora      

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