Varsovia, 1939. Las primeras bombas nazis
estallan sobre la ciudad. Todos entran en pánico... menos uno: Wladyslaw
Szpilman, joven y eximio pianista judío que está ofreciendo un concierto en
vivo por Radio Varsovia. Wladek, que así lo llaman, no se mosquea
por las bombas y, a decir verdad, ninguna otra cosa que su devoción
visceral por la música parece inquietarlo. Será por eso que poco después,
cuando los nazis ocupan Polonia y empiezan a apretar las clavijas sobre los
judíos, Wladek pronuncia una frase tan serena como insólita: "Yo no
me voy a ninguna parte". Nosotros sabemos que esa expresión, en boca
de un judío de Varsovia en 1939, equivale a una condena a
muerte. ¿Se acuerdan del personaje de Harvey Keitel en Un maldito
polícía? Decía: "Creo en Dios, soy policía. Nada malo me puede
suceder." Pues algo parecido siente nuestro protagonista; como si la
música fuese un ángel guardían que lo torna invulnerable.
Apoyado en la historia real de Szpilman y en la autobiografía escrita
que la compila, el film de Roman Polanski se ocupa de dos cuestiones: el
calvario personal del pianista y el Holocausto polaco. Szpilman pasó varios
años con toda su familia en el Gueto de Varsovia: unas pocas manzanas edificadas en las que los
nazis hacinaron a medio millón de judíos, una antesala de la muerte en la
que las vejaciones y los fusilamientos improvisados eran moneda corriente.
Cuando llegó la hora de partir en uno de esos trenes con
destino a las cámaras de gas, un antiguo amigo, miembro de la policía
judía del gueto, le permitió permanecer allí, entre los
"privilegiados" miembros de una fuerza de trabajo esclavo. Sus
padres y hermanos abordaron ese tren. Más
tarde consiguió escapar del gueto para ocultarse en diversos lugares de la
capital polaca, todos ellos muy riesgosos, en este caso con la ayuda de
ciertos miembros de la Resistencia.
Lo original, en términos de producción, es que Polanski vuelve a poner
sobre el tapete al Holocausto sin salir de una ciudad, sin recurrir a una
sola imagen de los campos de concentración. En términos temáticos, lo
original es que la supervivencia de Wladek en el infierno nazi está
asociada a su condición de músico, o en otras palabras: a la idea de que
un raro azar, en ciertos casos, puede salvar la vida de un artista. Este es
el puente entre Szpilman y Polanski. Roman también es judío polaco,
estuvo en Varsovia en el ’39 (tenía 6 años), y tal vez presienta que,
más que las familias adoptivas que lo escondieron en su seno, lo que
le permitió esquivar una muerte segura tiene que ver con su condición de
artista en ciernes. O si se quiere, con su misión artística. Pero
hay quizás otro paralelo, más sutil que el anterior: él también "se salvó" de otros modos, y
en más de una ocasión, por ser artista. La Palma de Oro en
Cannes, la gloria, las pequeñas masas de fortuna arrimadas por algunos
films...
Más allá de esta impronta, El pianista no termina de ser una de
esas obras personales –siempre esperadas– del director de Repulsión,
El inquilino y El bebé de Rosemary. Antes bien, es una
"rara avis" dentro de su filmografía, ya que tampoco engrosa la lista de
películas por encargo de producción fastuosa, pero irreversiblemente huecas, como Búsqueda frenética o La última puerta.
No es que a Polanski no se lo vea en El pianista. El es
responsable de esas puestas en escena que ocuparán un lugar entre las
formidables reconstrucciones cinematográficas del Gueto de
Varsovia. Apuntalado por un gran despliegue de producción, el film recrea
con vigor el crescendo del Holocausto: primero fue la prohibición de
ingresar en ciertos bares, atesorar más de 3000 zlotys y sentarse en bancos
de las plazas públicas; después vino la obligación de portar el brazalete
con la estrella de David (que tenía que tener determinadas dimensiones en
centímetros); finalmente, la orden de abandonarlo todo para trasladarse al
gueto, adonde familias enteras se apretujaban en habitaciones minúsculas.
Esta evolución es por un lado trágica pero, al mismo tiempo,
saludablemente balanceada por la actitud serena, algo abstraída de
Wladek (Adrien Brody, muy ajustado), que permite que el espectador se tome
las cosas un poquito más a la ligera. Por lo demás, con tantos recursos de
producción (y cinco países atrás), uno no puede dejar de lamentar que las
concesiones al mercado yanqui hayan determinado que los judíos polacos de El
pianista no hablen en idish y en polaco sino en inglés, menoscabando una reconstrucción tan
minuciosa.
Es dable suponer que la mayor parte de los espectadores adultos ya se
habían topado con el Holocausto en otros films. El que se aproxima más a
éste, y habilita por lo tanto una digresión, es La lista de Schindler
(Steven Spielberg, 1993). El "holocausto fílmico" de Spielberg no
extrae su potencia de la mostración del horror como del ángulo de la
mirada: es la intimidad de August Schindler, el personaje y sus
circunstancias, lo que imprime fuerza a la propuesta. Aquí también hay un
personaje-testigo que opera como una ventana al escenario trágico:
Szpilman. Pero su actitud pasiva, o antiheroica, conspira contra la
tensión del relato. Mientras que Schindler era el arquitecto de un
deliberado sistema para salvar vidas judías, Wladek es un judío que corre
por su vida propia (más tarde se convertirá en un "primitivo" a
la caza de comida y agua), sin planes, improvisando cada paso. Todo esto no
excluye la tensión, pero había que buscarla por otro lado: la soledad de un artista
en fuga, solitario, esencialmente ajeno a la política (y más aun a la
guerra), sufriendo hambre, sed y la más desgarradora de las incertidumbres.
En ese terreno Polanski se mueve como ninguno, más aun si se trata de
secuencias ambientadas en espacios reducidos, y por eso la penúltima escala
de la fuga de Szpilman ofrece lo mejor del film. Transcurre en un
pequeño departamento de un barrio aparentemente seguro, frente a un
hospital alemán... y con vista al gueto.
El inconmesurable genio del cineasta para dar cuenta de "estados
paranoicos" se libera claramente allí, cuando Wladek palpita las
alternativas de la rebelión del gueto (aunque la producción la minimiza un
poco), las entradas y salidas del hospital y, muy especialmente, las
conversaciones, los ruidos y la música que provienen de una habitación
vecina.
Hay otros destellos polanskianos por aquí y allá. Algunos dan cuenta de
otra habilidad genial, la de moldear visualmente lo siniestro: centenares de
judíos polacos esperando indicaciones de los nazis en un claro del gueto,
bajo un sol abrasador. Es la antesala de la muerte (sólo saldrán de allí
para abordar el tren), pero la escena fue escrita y montada cual si se
tratase de una terminal en hora pico de cualquier metrópolis
contemporánea.
Polanski, el gran Polanski, surge a pleno en estos tramos. En casi todos
los demás, yo lo extrañé.