Esta película de
François Ozon pertenece a la categoría de aquellas cuyo final obliga al
espectador a replantearse todo el film. Y su segunda visión resignifica cada
escena.
Este ex
niño pero siempre autor terrible del último cine de arte francés
acostumbra innovar en los diversos géneros en los que incursiona, sin
ajustarse a parámetros fijos. Así, en Gotas que caen sobre las rocas
calientes inserta el musical en el melodrama, en 8 Mujeres
parodia a la vez que homenajea tanto al policial como al musical y en
Bajo la arena combina con artificio el melodrama y el film de misterio.
En la
línea de este último, en La piscina también sobresale la imagen
permanente de la gran Charlotte Rampling, quien en toda la plenitud de su
madurez sigue gozando de una presencia impresionante, un profesionalismo
maestro y un cuerpo admirable. Ella es Sarah Morton, una famosa escritora
inglesa de policiales, exitosa en las ventas pero infeliz en su vida
rutinaria y sin sentido junto a un padre anciano, y encuentra refugio en el
alcohol y en cierta voracidad apenas reprimida. Sarah tampoco está
conforme con la relación que sostiene con su editor (Charles Dance, siempre
correcto), ocupado con los nuevos autores jóvenes, con quien ella desearía
una relación más que profesional. Para ayudarla a salir de su estado
depresivo, este editor le ofrece su casa francesa en un rincón de la
Provence, donde podrá gozar del sol y tal vez recuperar la fluidez que ha
perdido. En efecto, allí Sarah comienza a escribir una nueva aventura de su
habitual detective hasta que su pacífica soledad es interrumpida por la
sorpresiva llegada de la fogosa Julia, hija del dueño de
casa, con quien no tendrá más opción que compartir mansión, jardín y
piscina.
Ludivine
Sagnier es la nueva estrella del cine francés y actriz fetiche de Ozon, con
quien había actuado en Gotas… y en 8 Mujeres. Con su conocida
destreza para transmitir las sensaciones físicas, Ozon la filma en
planos exquisitos que van seduciendo tanto al espectador como a la propia
Sarah, quien siente brotar una nueva ola de creatividad ante las aventuras
de esta muchacha –algo así como su opuesto–, que trae cada noche un nuevo
hombre a su cama. Julia le aporta la incomodidad necesaria para la verdadera
creación, la abre a nuevos e insospechados placeres, e inspirada por
la historia de la joven, pero sobre todo por su fuerte presencia física, va
desarrollando todo un proceso que trasciende la sola creatividad artística y
habla de su renacimiento y de la toma de conciencia de su propia
sensualidad.
Rampling
demuestra una vez más ser fetiche del paso del tiempo, y sigue floreciendo
en plena madurez. Su rostro va transmutando según la influencia que el
ambiente va operando en ella, purificándose igual que el agua de la piscina
va cambiando desde la suciedad inicial hasta llegar al estado cristalino
final. Y no sólo su expresión se transforma: Ozon se muestra muy cercano a
la sensibilidad de sus personajes y, enamorado de ella, filma su cuerpo y la
edad de su rostro, magistralmente, hasta llegar al desnudo que la actriz
sobrelleva magníficamente.
La
historia irá evolucionando hacia el thriller a la Chabrol hasta
desembocar en el orden de lo psicológico y hasta lo fantasmagórico. Nada
resulta lo que parecía: se produce un cruce ambiguo entre lo real y lo
virtual, en una serie de pliegues y desplazamientos. Sobran los indicios: la
profusión de imágenes reflejadas en los espejos, en los vidrios de las
ventanas, y el leitmotiv de las manos de la escritora tipiando su
novela indican que la realidad es polifacética y nunca sabremos de qué lado
del espejo estamos. Ozon es un maestro en la creación de atmósferas y climas
psicológicos, pero da una doble vuelta de tuerca final que no convence
narrativamente y apenas opera como disparador para las posibles
interpretaciones de la platea.
Josefina Sartora
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