| Vera (Aitana Sánchez-Gijón) es 
    una escritora española intrigada por el trabajo de un fotógrafo argentino 
    (Leonardo Sbaraglia) muerto en la guerra civil española. Y decide viajar a 
    la Argentina con el propósito de hacer una investigación para redactar los 
    epígrafes de unas fotos que él tomó en un prostíbulo de la Patagonia, al que 
    fue para realizar las tapas de los discos de un bandoneonista de la zona 
    (Miguel Angel Solá) en la década del ‘30. Así, entre el pasado y el presente 
    se va construyendo la historia de La puta y la ballena, que supone el 
    retorno de Luis Puenzo a la dirección de largometrajes tras un paréntesis de 
    12 años.
 
    Este film  no sólo tiene 
    poco que ver con 
    las corrientes más mentadas del cine argentino actual (temática juvenil, 
    historias filmadas cámara en mano, bajo presupuesto), sino que está en sus 
    antípodas. La puta y la ballena es una especie de cine 
    argentino de superproducción, hasta "de qualité", y esto incluye todos esos bellos paisajes del sur, 
    el reparto de 
    prestigio, la estructura pomposamente novelesca y  algunos costosos efectos especiales por 
    computadora. A nivel 
    narrativo, el film se vale del paralelismo entre los dos tiempos para 
    instalar la idea de que los hechos vuelven, se repiten… pero ambas 
    historias nunca terminan de articularse como corresponde. La promesa de 
    un relato cargado de erotismo y romanticismo en el pasado se diluye en un 
    lánguido melodrama sobre una mujer que no sabe lo que quiere en el presente. 
    Ejemplo claro es la secuencia en que la ballena queda varada por primera vez 
    en la playa, que se ve interrumpida por las últimas palabras de una anciana 
    que había trabajado en el prostíbulo (y ahora ocupa la cama de un hospital). Algunos 
    planteos sobre la diferencia, el amor y las idas y vueltas entre 
    el pasado y el presente hacen recordar a Posesión (2002), un film de 
    Neil LaBute que también se apoyaba sobre historias paralelas. La 
    vampirización de las emociones entre la protagonista y un personaje del 
    pasado remite un poco a El peso del agua (2000), ignorada película de 
    Kathryn Bigelow que, de todos modos, tenía una base policial y un montaje 
    más creativo. Si bien 
    Sánchez-Gijón sostiene con su oficio buena parte del peso de la película, da 
    la impresión de que tanto los personajes como las interpretaciones de 
    Sbaraglia y Solá están desaprovechados, debido principalmente a los saltos 
    temporales que desdibujan sus historias. Por el lado técnico, lo mejor es la 
    dirección de fotografía de José Luis Alcaine, colaborador habitual de Vicente 
    Aranda, que le aporta al film un look brillante y refinado que lo 
    eleva –cuanto menos en un rubro– sobre la media. Juan Alsinet 
         
    
     |