Rafael Filippelli
vuelve a la carga. Basado en un relato-ensayo de su
esposa Beatriz Sarlo
–intelectual de "La Nación", pensadora cultural de un
posmodernismo plural y vacuo–, Secuestro y muerte cuenta las últimas
horas de un general atrapado por un grupo revolucionario que pretende hacer
justicia sobre hechos del pasado (el fusilamiento de unos alzados ante un
gobierno de facto y la desaparición del cuerpo de una mujer). No es casual
que al narrar de qué va el film yo lo haya hecho de esta forma: es apenas un
remedo de la que eligieron los guionistas. Al general no se lo llama
Aramburu; a los jóvenes rebeldes no se los nombra individualmente (Firmenich,
Abal Medina, Ramus, Arrostito) ni como grupo (Montoneros); tampoco entre
ellos se
denominan compañeros; Perón es el Jefe y Evita es esa mujer. Pero se dice
Rosas, y Mitre y Che Guevara, y uno no entiende bien por qué si nos
encerramos en una casa en el campo alejada de la urbe, lejos de la Historia,
a veces nos llamamos a silencio y a veces enunciamos explícitamente. Y
tampoco se entiende el uso de la voz narradora anticipando en palabras lo
que se ve luego en acción.
Película
de tesis, más teatro filmado que imagen en movimiento, se torna evidente la
limpieza aséptica de su concepción. Despolitización, ahistorización son los
parámetros que se ponen en juego. Un medio tono en el registro (dicción,
actuación) se impone por encima de los sucesos que se cuentan, como si la
pasión hubiera cedido su lugar a la excepción. Y así se crean escenas que
rozan la ridiculez o desprecian el verosímil más elemental (¿cómo es posible
que no sepan los secuestradores qué es lo que tiene el secuestrado entre sus
ropas? ¿Si ha llevado una lapicera o no? ¿Qué tipo de organización armada
conforman que sin registrarlo lo ponen en el auto entre ellos arriesgándose,
por ejemplo, a que saque un arma y dispare?).
A veces
parece como si los jóvenes snobs de Todos mienten, en lugar de jugar a
arrojarse literatura nacional, aburridos de su nadería decidieran arrojarse
con la Historia y “dale que matamos a un milico”. Aunque no puedan con su
genio y reciten versos y jueguen a adivinar personajes. No se habla de
política en acción, de esa que se enuncia a la par que se ejerce (sobre todo
en esos tiempos que se evocan) sino más bien de teoría política (y estoy
siendo generoso en la descripción), o de filosofía política (y sigo siendo
generoso), de abstracciones conceptuales (porque la calle y el barro de la
Historia ensucian a ciertos pensadores) que además pronuncia con mayor seguridad y
mayor (auto)convencimiento el general que los captores, lo que provoca ciertas
suspicacias y evidencia la adopción de un ítem central del posmodernismo: la
engañosa "democratización de las voces". Todos pueden hablar y decir su
verdad. Como si las verdades fueran únicamente múltiples y esencialmente
relativas.
Uno
sospecha que detrás de ciertos mea culpa existen los lavados de manos
y las justificaciones de conciencia. Pero eso también es política.
Javier Luzi
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