Mohsen Majmalbaf es iraní, padre de Samira (jovencísima directora de La manzana,
que en Buenos Aires dio bastante que hablar) y de una docena de largometrajes que le
proporcionaron cierta fama de "maestro" alrededor del globo.
El silencio engrosa esa poco
menos que increíble galería de películas iraníes elaboradas en torno de conflictos
mínimos y protagonizadas por uno o varios chicos de diez años. Ya parece claro que esto
no es el fruto de una decisión estrictamente artística (como si no hubiera otras
historias que contar, u otros protagonistas posibles) sino una extraña combinación entre
los rigores que impone la censura y los desvíos forzosos que transitan quienes no
resignan su derecho a ejercitar el arte. Más allá de la "apertura" en Irán
todavía no pueden decirse muchas cosas en voz alta y Majmalbaf, Majidi y Panahi, como
Kiarostami, parecen haber moldeado su estilo a la sombra de este oscurantismo. Lo de
sombra no es peyorativo. Muchas veces la necesidad de esquivar a los censores condujo a
soluciones geniales y refinamientos estilísticos: me acuerdo del final de Viridiana,
doblemente pícaro para gambetear al franquismo, y de La conjura de los boyardos,
esa suerte de ópera revolucionaria plasmada por Sergei Eisenstein en las narices mismas
del stalinismo.
Lo que cabe preguntarse es hasta
cuándo resultará de provecho esta tendencia tan marcada del cine iraní. Tal vez aún
nos depare algunos títulos interesantes. Con o sin ellos, parecería que cada vez es más
difícil concretar un film potente y a la vez original sobre la base de esos postulados. El
silencio, en todo caso, los combina con otro que no suele manifestarse a menudo, ni
con tanta fuerza, en la producción iraní: la tendencia a incorporar ciertos efectos y
pintoresquismos destinados a masajear el ojo de Occidente.
Jorshid tiene diez años, es ciego y
sobrevive con su madre en las afueras de una ciudad. Deben meses de alquileres y los
únicos ingresos los provee el chico, que trabaja de aprendiz en un taller de instrumentos
musicales. Pero el ensimismamiento de Jorshid se traduce en distracciones y llegadas tarde
que harán peligrar incluso esta frágil posición laboral. Por supuesto que la clave de El
silencio está en el ensimismamiento de Jorshid. La mayor parte del tiempo, el film
se desvive por transmitir la subjetividad del chico. Ejemplo: viaja en autobús (¡otra constante
iraní!) y, cuando se tapa las orejas, cree escuchar los sonidos de un lago. No está
mal: no ve, no escucha y se traslada a un mundo aparte, en el que ve y escucha...
merced a su imaginación. Es decir que en parte permítanme la digresión
Jorshid aprovecha las limitaciones como lo hicieron Eisenstein, Buñuel y, por qué no, el
propio Majmalbaf al montar esta escena.
Pero Jorshid no acaba ahí. Es rubio,
muy bonito (debe ser el chico de diez años más parecido a Marlon Brando en todo el
planeta) y marcadamente hosco. Por momentos parece autista, aunque esta condición no
está abonada por ningún otro elemento del relato. En otros sugiere que las dotes
actorales son lo último que este pequeño heredó de Brando. O dicho de otro modo, que a
la historia le hubiera convenido otro niño. En cualquier caso, por acá
vendrían las concesiones occidentalistas: forzar la cerrazón del chico para
oponerlo al "mundo real" y habilitar el otro, "interno", potenciando
el conflicto. En fin, hay medios y medios. Pero el fin, ¿qué pasa con el fin?
El mundo imaginario de Jorshid aparece
no digo grosera, pero sí algo sumariamente como el ámbito de su realización. Un
paraíso personal, sí, pero en el sentido más religioso del asunto. Ese mundo en el que vuela
el chico va ordenándose en derredor de un extraño ritual suyo que opera como bisagra
entre ambos mundos: repiquetear el "estribillo" de la Quinta Sinfonía de
Beethoven ("Pa-Pa-Pa-Paaaam...") sobre superficies resonantes (tambores, ollas,
etc.). Quiso Majbalbaf que esta imagen creciera y trasmutase en otra, también de índole
ceremonial, que constituye algo así como la fantasía total, orgásmica, del
chico. Allí Jorshid oficia de sacerdote supremo. Allí, pa-pa-pa-pam mediante, convierte
al mundo en una dócil orquesta de repiqueteadores que obedecen las oscilaciones
de su dedo índice. Como metáfora de armonía y/o realización es de lo más curiosa,
¿no?
Otra cosa que llama la atención es el
flagrante fuera de sincronismo entre lo que se ve y lo que se escucha durante los
tramos más "musicales" (o poéticos) de El silencio. Que entonces
pecan por... desafinados.
Guillermo Ravaschino
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