Sin destino
está basada en la novela homónima de 1975 de Imre Kertész, escritor húngaro
Nobel de literatura en 2002. El mismo se ha encargado del guión y según
dicen (no he leído la novela) ha agregado más de lo que cuenta en ella sobre
su propia experiencia como sobreviviente de los campos de concentración
nazis.
Gyuri vive en
Budapest y tiene 14 años. Es judío. Su padre será enviado a un “campo de
trabajo alemán” y él obtiene un pase/salvoconducto para trabajar, lo que
equivale a una posibilidad (pero no a una garantía, ni mucho menos) de
evitar la muerte. De repente se ve deportado con miles de compatriotas a los
campos de exterminio. Y entonces su vida cambiará para siempre.
Un lastre importante de la película parece devenir de su origen literario.
Esa voz en off que enmarca por momentos los sucesos que se narran adopta un
matiz y un vocabulario imposibles (por inverosímiles) para un adolescente. Y
muchos de los diálogos padecen ese tono entre académico y profundo que las
profecías, después de cumplidas, portan. Los espectadores sabemos qué
ocurría en esos campos, cuál era el destino de la mayoría, y el
aprovechamiento que de ello hace el guión no siempre resulta beneficioso.
Especialmente cuando oímos ciertos parlamentos. Escribir sabiendo el fin
llena de símbolos y signos todo el texto.
La película se aboca con minuciosidad a demostrar –y es uno de sus mayores
logros– la cuestión del azar y la suerte como forjadores del porvenir. Un
minuto antes o uno después, no realizar tal o cual acto, son la ínfima razón
para salvar la vida, antes del envío a los campos y durante la estadía en
los mismos.
Dice Primo Levi en “Si esto es un hombre”: “Es extraño, de alguna manera se
tiene siempre la impresión de tener suerte, de que cualquier circunstancia,
tal vez infinitesimal, nos sujeta junto al abismo de la desesperación y nos
permite vivir.” Y hay muchos ejemplos que lo demuestran: el hombre que
cae por visitar a su madre; la decisión de tomar un tren o un autobús;
el estar cerca de tal o cual prisionero.
De hecho, no sabemos qué determinó la salvación del protagonista, pero bien
podemos adjudicarla a esa fortuna inmanejable y azarosa.
Otra terrible pero no por ello menos atinada pintura de los actos humanos en
torno del nazismo es la que despliega la indiferencia y el olvido que propugnan los
cómplices silenciosos, los que podrían haber sido tocados pero no lo
fueron, la
gente común y corriente.
Volvemos a ver como en El pianista (Roman Polanski) la postura de no
intervención o de colaboración directa de un pueblo que ve pasar a sus
vecinos en una marcha al matadero y nada hace para impedirlo, o simplemente
ayuda en el despacho, y que al regreso de los sobrevivientes se
excusa, cierra puertas o se conmueve tan superficialmente que no se sabé
hasta que punto no se parangona con los responsables directos de las
matanzas. Ese plus temporal que la película entrega, mostrando el camino de
Gyuri una vez libre de su paso por Auschwitz-Birkenau, Buchenwald y Zeitz es
toda una posición política que denuncia y obliga a la asunción de
responsabilidades.
El film ofrece acertadamente, en forma de escenas breves que funden a negro,
como viñetas o retratos de situación, en una cadencia que diluye el tiempo,
una puesta en imagen de cada punto detallado en los escritos de los
sobrevivientes (Jorge Semprún, Paul Steinberg, Víctor Frankl, Robert
Anthelme, Jean Améry, Primo Levi, entre otros): el lager, los blocks, el
kapo, el musulman. Se pueden observar los “intercambios comerciales” para
obtener un trozo de pan, el tráfico de objetos y favores, el surgimiento de
los peores defectos humanos: la mezquindad, el egoísmo, la vileza, el
“sálvese quien pueda”, y también las mayores virtudes: la solidaridad, la
entrega, el amor desinteresado.
Inteligentemente el film no construye héroes ni se regodea en la barbarie,
aunque las muestras de dolor inevitablemente afloran por el tema que encara.
Pero así como el director Lajos Koltai –destacado director de fotografía de
István Szabó– acierta en determinadas elecciones estéticas (el tono gris
arratonado en el comienzo, la falta de color literal que parecería dar
cuenta de un mundo sumido en las sombras, esas ventanas que dejan igualmente
pasar la luz –toda esa fuerza– mientras el protagonista ve a través de
vidrios difuminada, multiplicada, borrosamente)... falla en otras. A veces
roza el peligroso límite de la estetización de la muerte. Hay escenas en los
campos donde la luz, la fotografía, la puesta de cámara y la banda sonora de
Enio Morricone (que más en general me parece un exceso melodramático) se
acercan a aquello que Serge Daney supo observar y criticar en el famoso
travelling de Kapo (cuando la cinta de Pontecorvo muestra la muerte
de una prisionera de una manera éticamente cuestionable). Y otra vez se
repite equivocadamente la famosa escena de las duchas de la tramposa La
lista de Schindler. Por no mencionar lo que sucede con el soldado
estadounidense –directamente fuera de lugar– y la condescendencia histórica
para plantear el horror de lo que se viene: Hungría bajo la égida soviética
en la divisoria que las potencias triunfantes realizaron sobre el mundo de
posguerra.
Por último
quisiera destacar dos puntos muy valiosos que Sin destino despliega
con acierto irreprochable. El primero es la respuesta que Gyuri le da a un
hombre (quien le paga el boleto en el micro al que sube para llegar a su
casa) sobre qué es lo que siente. El joven dice odio y esa respuesta
es poderosa; más poderosa incluso que la efectista mirada a cámara que
aparece en otro momento dentro del campo de concentración. El segundo es la
idea de que los campos de exterminio no son el Infierno, porque éste no
existe y Auschwitz sí. No encuentro una manera más efectiva de expresar que
el programa nazi fue el punto más alto al que llegó el racionalismo humano.
No fue una locura ni un castigo divino, sino un plan sistemático y meditado.
Javier Luzi
|