Si no fuera
una película de los hermanos Coen que arrasó con las estatuillas, muchos de
los charlatanes profesionales que la consagraron con sobrados adjetivos y escasos
fundamentos seguramente le habrían obsequiado, en cambio, dos lugares
comunes que son santos de su devoción:
“inofensiva”, “correcta”. En efecto: Sin lugar para los débiles no
moviliza grandes emociones (a no ser que se confunda con ellas la conmoción
que genera la truculencia de ciertos crímenes, que será directamente
proporcional a la pacatería del espectador que los contemple), pero tampoco
desafina en los rubros técnicos (para esto también se ha instituido un lugar
común: está “muy bien filmada”), ni incurre en proposiciones que puedan
irritar por el lado político o ideológico. ¡Pero vamos! Todos sabemos que el
Oscar dejó de ser la medida de algo que se precie (si es que lo fue alguna
vez), y el que sea un film de una dupla tan añeja y talentosa como la que
forman Ethan y Joel no debería promover aplausos fáciles sino lo contrario:
una expectativa y una exigencia algo mayores.
Este es el primer film de los Coen que no está apoyado en un guión
original sino en la adaptación, por parte de ellos, de un famoso best
seller literario (“No Country for Old Men”, de Cormac McCarthy). Y tal
vez se deba a ello, o más precisamente al deficiente pasaje de un
formato al otro, el hecho de que esta sea una película que se queda a mitad
de camino en tan numerosos como variados aspectos.
Sin lugar
para los débiles
está ambientada en 1980, y se concentra en las peripecias de tres personajes. Uno de
ellos es Llewelyn Moss (Josh Brolin), un modesto soldador
que, durante una salida de caza con su escopeta por la planicie texana, se
topa por azar con las consecuencias de una horrenda balacera que ha dejado
por el suelo, muertos o agonizando, a los miembros de dos bandas rivales de
narcos mexicanos, y encuentra un maletín con dos millones de dólares con
el que huye a cuestas. Otro es Anton Chigurh (el español Javier Bardem), un
asesino llamativamente frío y psicopático que, sembrando su camino de
cadáveres, perseguirá a Llewelyn con el objetivo de arrebatarle el maletín y, aparentemente, también la vida. El tercero es un sheriff tan
arrugado, cansado y cansino –léase con “fatiga moral”– como puede componerlo
Tommy Lee Jones. El objetivo del sheriff está mucho menos claro, y esto me
lleva a los problemas de adaptación anticipados más arriba.
Para
empezar, uno supone, y con legítimo derecho pretende, que en una historia
como ésta el sheriff pugne por seguir los pasos de los otros dos con el
obvio propósito de recuperar el dinero, interrumpir los asesinatos y apresar
al killer. Algo de todo eso parece querer hacer el personaje de Tommy
Lee. Pero sus acciones son mucho menos evidentes que sus declaraciones
(muchas de las cuales suenan como voz en off), y a estas últimas las preside
el tono melancólico y nostalgioso de quien evoca tiempos mejores que se han
ido para no volver. Si realmente hubo menos violencia y “locura asesina” en
los años que añora el bueno del sheriff (o si son puras chocheras
reaccionarias, como sospecho) es un tema que excede el territorio de la
historia que se nos cuenta, y por eso muchas de las líneas que pronuncia
Jones están de más. Pero no sólo por eso sino, y acaso esencialmente, porque
esas líneas intentan trazar el “marco moral” de un relato gélido, que se resiste a ello, y lo intentan de un modo pesada, lastrosamente literario.
Este triste sheriff, que no comparte escenas con los otros
personajes protagónicos, ha sido condenado por la adaptación a vagar por el
film como una criatura dramáticamente descolgada,
penosamente refugiada en el tono artificioso, pretensioso de sus diálogos.
A falta de
un “bueno” con todas las de la ley, Sin lugar para los débiles
presenta a un “malo” que es virtualmente la personificación del Mal. El
personaje de Bardem va invariablemente acompañado de una enorme escopeta con
silenciador y, en la otra mano, un tanque de aire comprimido (símil tubo de oxígeno hospitalario) conectado a una pistola
neumática que dispara un cilindro de metal como los que solían usarse para
matar vacas. Dije que el film cuenta peripecias, pero no historias: nada sabemos,
ni sabremos, de la historia de Chigurh. Lo más parecido a eso surge
fugazmente a la hora y quince minutos de iniciada la proyección, cuando un
personaje secundario animado por Woody Harrelson lo define en estos
términos: “un tipo peculiar, que tiene principios que van más allá de la
droga y el dinero, con el que no se puede negociar”. Chigurh tiene una
facha que asusta y mata sin sombra de escrúpulo, a menudo sin
necesidad. Y punto. No es fácil empatizar –negativamente en este caso,
por cierto– con una criatura así. Sentir que está dramáticamente
justificada, tampoco. Si lo hubiesen matizado con trazos humorísticos...
pero no lo han hecho. (Dicho sea de paso: la pistola mecánica, no
siendo típica, dista de ser la original arma asesina que celebran las
reseñas por aquí y allá: con una de esas ya mataba el protagonista de
Benny’s Video, de Michael Haneke, en 1992.)
Que el
sujeto que huye con la plata no sea el “bueno” arquetípico se agradece; al
fin y al cabo, siempre hemos lamentado los personajes de una sola pieza.
Pero con Llewelyn también cuesta involucrarse, identificarse; y no sólo por
la pobreza de sus actos (no planifica inteligentemente su fuga, ni los pasos
necesarios para poner a salvo a su mujer) sino por el poco o nulo desarrollo
que registra a lo largo de la trama. Esta escasa evolución de héroes es lo que impide que Sin lugar para los
débiles llegue a ser una road-movie, pese a la notoria evolución
geográfica que describen el relato y sus personajes (entran y salen de
México, por ejemplo). Claro que el film todo, en consecuencia,
presenta menos desarrollo que esos personajes. Empieza muy arriba, se
sostiene allí durante unos quince o veinte minutos; luego ya no ofrece
información genuina, o nueva, hasta el
final.
He leído en
varios lados que éste no es un film de acciones sino un magnífico estudio
de caracteres; un tratado acerca de la crueldad y las encrucijadas éticas. No
veo nada de aquello. Sí, quizás, un asomarse a la degradación de la
que puede ser capaz un hombre por un fardo de billetes. ¿Pero
no se han asomado a eso ya decenas de películas? (¿Recuerdan La parte del león,
opera prima del nativo Adolfo Aristarain... allá por 1978?) ¿Y qué clase
de estudio de
caracteres –ya no digamos magnífico– podría haber cuando los caracteres son así de escuetos
y de estáticos?
A poco de
andar, antes bien, el decimosegundo largometraje de los Coen se perfila como lo
que es: un thriller narrativamente
laxo, temáticamente difuso, esencialmente falto de dirección. Ah, pero eso sí:
¡qué bien filmado!
Guillermo Ravaschino
|