Hace dos
años, en el festival de cine de Mar del Plata, vi una extraña película
titulada Treed Murray. En la misma, un yuppie era asediado por
una pandilla en un parque y terminaba refugiándose en un árbol. Desde allí
intentaba salvar su vida. Casi todo transcurría en este único espacio: el
árbol y sus alrededores. El problema del film es que no confiaba en el poder
de su propia premisa y terminaba recurriendo a rebuscados vericuetos y
vueltas de tuerca que lo convertían en un experimento fallido. La
terminal también es una película-de-un-sólo-espacio, también es fallida,
pero de experimento tiene poco y nada, aunque casi toda la acción se
despliegue en un aeropuerto.
Viktor Navorski
(Tom Hanks) vuela a los Estados Unidos desde
Krakozhia, un
país ficticio en el centro de Europa. Cuando llega al aeropuerto JFK se
entera de que, debido a un golpe de estado en su país, no puede ingresar a
Nueva York ni regresar a su tierra natal. Tom Hanks, que en esto de
sobrevivir ya tiene experiencia (pasó varios años en una isla desierta en
Náufrago), se ve obligado ahora a subsistir en un aeropuerto, tarea
bastante menos complicada. A pesar de que el actor no está mal en el papel
de Viktor (habla en búlgaro, se pasea perdido de un lado al otro, hace
algunas monerías), el rol –como apunta el crítico Jim Hoberman– le habría
cabido mejor, por ejemplo, al siempre irritante Robin Williams, más apto
para la comedia física y para hacer de payaso.
De experimental,
decíamos entonces, La terminal no tiene absolutamente nada: lo del
aeropuerto es una excusa para que Spielberg construya una comedia
livianísima e inofensiva. El hecho de que transcurra casi toda en un
aeropuerto es meramente circunstancial; queda claro: lo mismo hubiera dado
el barrio chino, un zoológico o cualquier otro lado. Y la serie de planos
picados, al comienzo del film, que se alejan de Viktor de a poco,
mostrándolo reducido frente al mundo son sólo un vestigio de lo que pudo
haber sido la película y no fue.
Es que es más
fácil definir La terminal por lo que no es que por lo que es: no es
una reflexión ni una descripción minuciosa sobre el mundo de los
aeropuertos, no es una sátira o una crítica de la burocracia o del sistema
(y sería muy generoso acercarla a la obra de Kafka), no es "cine político"
ni está cerca de serlo (y los pocos comentarios medianamente políticos se
ahogan en la última media hora de película), no es un film coherente o
redondo (y hasta por momentos es inverosímil), no es una comedia ácida o
aguda, y –ya lo habrán supuesto–
definitivamente no es una gran película.
Lo que queda
claro es que Spielberg no confía en la fascinación que naturalmente ejercen
los aeropuertos, o en la situación de soledad y desesperación en la que
puede verse inmerso cualquiera que quede varado en un país que le es ajeno
sin conocer su idioma. El director inventa un mundo en un aeropuerto, sí,
pero es un "mundo Spielberg", uno de esos que ya vimos tantas veces: amable,
edulcorado, simplista, cuadrado.
En rigor,
estamos ante una comedia complaciente, hecha con calculadora, que le brinda
al espectador medio (o a lo que el director supone –a juzgar por sus éxitos,
con tino–
que es un espectador medio) exactamente lo que quiere y cuándo lo quiere.
Durante los meses que
Viktor Navorski
vive en el aeropuerto, se suceden en su justa medida, momentos "graciosos" y
"dramáticos", personajes un poco tontos pero buenos (casi todos
extranjeros), un villano (de manual) que se dedica a cumplir las reglas al
pie de la letra y a hostigar a Viktor y hasta una historia de amor –cosa
rara en Spielberg–
con una azafata histérica, impulsiva y experta en Napoleón (Catherine
Zeta-Jones).
¿Qué piensa
Spielberg del mundo, del cine? Que EE. UU. es un paraíso y que todos se
mueren por entrar a conocerlo, que un hijo tiene que hacer cualquier
disparate para complacer al padre (y si no vean el motivo del viaje de
Víktor), que un extranjero aprende a hablar inglés en un par de semanas, que
la gente es buena o mala, que sobrevivir en este mundo es una tarea
sencillísima, que nadie se va a
molestar ante
las grotescas publicidades que sitúa con descaro en sus películas (atención
a la de Burger King). En cuanto al cine, por si quedaban dudas,
que tiene la obligación de ser más grande, mucho más grande que la vida
misma.
Y a pesar de
–o
quizás justamente por–
todo esto, La terminal es una película rabiosamente entretenida. Es
clarísimo: Spielberg sabe exactamente de qué hilos tirar, qué palancas
mover, y podría filmar sin problemas un producto entretenido que
transcurriera adentro de una nuez. Esta –y casi todas sus películas–
nacieron para ser rotuladas con uno de los cartelitos que orientan a los
lectores en la página de estrenos de CINEISMO: se deja ver.
Ezequiel Schmoller
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