(No vi ninguna de las
otras películas de George A. Romero. El universo de los zombies y del
terror en general me es, debo decirlo, bastante ajeno; y films como este me
hacen lamentarlo: lo que Romero trae en el anunciado retorno de sus muertos
es un ejercicio de condensación narrativa y despliegue visual que parece
dejar en claro por qué se lo respeta tanto al señor.)
Para los
distraídos (como yo), la peli comienza con una especie de secuencia de
montaje en la que se da cuenta –voz en off mediante y a modo de aluvión– de
lo que pasó hasta el hoy de su narración, hasta este estado-de-las-cosas. Y
lo que pasó, claro, no es de lo más lindo. Y menos todavía lo es el estado
de la cuestión que dejó atrás (o adelante): habiendo explicado en poquísimo
tiempo lo que había para explicar, Romero empieza su película con un mundo
en el que los muertos son mayoría y acechan, y eso es todo lo que nos dice
en los primeros minutos que componen la primera escena. El tipo te tira
a la historia e impone su verosímil con certeros golpes: como en el resto
del film, las acciones y los enfrentamientos físicos importan más que la
continuidad narrativa y la información dialógica; acá la comunicación es
primordialmente visual, y aterrizamos en la Tierra de los muertos de
la mano de planos que muestran-informan lo que ve su protagonista: Riley (el
desconocido Simon Baker) es el jefe de algo así como un equipo especializado
en matar zombies y afanarles las provisiones humanas que han
permanecido en su territorio; hay que conseguir comida y el tipo va, mata a
los que tenga que matar, y trae la comida. Pero esta vez (que para el
espectador es la primera) Riley –observando– se da cuenta de que los
muertos-vivos empiezan a razonar y –más grave– a comunicarse. Ahí, apenas
arrancada la cosa y a pura acción, está uno de los núcleos de conflicto de
la historia y –a la vez– dos de las fuerzas que harán avanzar el relato. Y
este comienzo sin vueltas es expresión del todo del relato: a partir de ese
primer momento la cosa no se detiene nunca. Está dicho: narración
condensada, información visual y sintética; el trabajo y las funciones de
Riley, el lugar de los muertos en el mundo, el papel de los fuegos
artificiales y los diferentes villanos del film se introducen mediante
lacónicas menciones en diálogos que pasan inadvertidos en la vorágine de
tensión y acción que son la mayoría de las escenas. El espectador se entera
de a poco y sin subrayados, quizás a los golpes; pero se entera.
Como
este primer núcleo –el central, el que la inscribe dentro de la saga y le da
el título–, los otros dos conflictos que arman la trifásica trama se imponen
rápidamente: Cholo (John Leguizamo) y sus pretensiones de poder por un lado,
y Kaufman (Dennis Hopper) y su megalomanía bélico-empresarial en la otra
esquina. Son, en este sentido, efímeras escenas paralelas las que se
alternan para construir la tensión de múltiples afluentes que lleva adelante
a Tierra de los muertos: algunos segundos del irritado Kaufman
maldiciendo a los zombies y exponiendo todo su mal bushiano
dan lugar a Cholo y sus incursiones en el terrorismo, para seguir con las
andanzas de Riley y su flamante secuaz Slack (Asia Argento), recién
rescatada del corazón del circo de Kaufman cuando estaba a punto de ser
devorada por un par de "hediondos" encadenados (sí, hay que respirar y
seguir). Repito: cual carrera de postas en las que veloces negros corren uno
tras otro, la cosa –escena tras escena– no para nunca. Fragmentos paralelos
y veloces: algo de olor a comic tiene todo esto (y hasta afirmaría mi
sospecha si estuviese más familiarizado con tal arte), fundamentalmente en
la sensación de transportarnos entre espacios y personajes para dar cuenta
del mientras tanto, aunque se sacrifique así cualquier continuidad
narrativa que comande el relato. Y es quizá de esta virtud –la acción como
aluvión cinematográfico– que se desprende una de las posibles fallas del
film: el desorden resultante de esta alternancia puede llegar a marear, y
los múltiples focos no siempre le suman fuerza a su trama (da la sensación
de que la aglutinación de líneas de conflicto a veces lleva a
neutralizaciones recíprocas). Pero se trata de grietas remediables: la
fuerza visual de las escenas –deudora de un montaje y una puesta en escena
de quien sabe exactamente lo que hace– y el impactante realismo de los
zombies funcionan como la estrella que opaca a un elenco que no siempre
está a su altura. Los efectos especiales, que parecen escaparle a lo digital
en los planos de canibalismo despiadado y realista, contribuyen en este
sentido a que uno desee que el show continúe.
(Hablando de estrellas y elencos, una pausa: Dennis Hopper merece un
paréntesis junto al personaje que encarna –Kaufman–: el hombre le pone el
pecho al malísimo antagonista derrochando sobriedad en todas las pequeñas
acciones, movimientos y diálogos que le competen. No nos sorprende. Queda
dicho.)
Y,
claro, la ideología: está la civilización sitiada por un magnate
monopólico y megalómano, está la ciudad del consumo y del edén publicitario,
están los dóciles co-ciudadanos de quienes habitan ese edén, y están los
muertos, los extranjeros, la barbarie, los que son mayoría pero
todavía se pudren. Las linealidades-para-la-alegoría se establecen sin
demasiado esfuerzo: está Bush y está la élite empresarial que lo avala y
acompaña; está el pueblo norteamericano (mundial) pasivo, neutral, embobado
por los carteles luminosos del marketing, el dinero y el placer
empaquetado; están los pueblos postergados, los hediondos, los que
miran todo desde afuera. Y Kaufman-Bush distrae y maneja y encierra a sus
ciudadanos con la excusa de los zombies-terroristas; y aquello que
estaba para protegerlos los termina encerrando (lo dice Riley, ocurre por
estos días en Inglaterra); y los zombies los atacan con las mismas
armas de las que fueron provistos para ser funcionales al sistema (la
destrucción del vidrio con la ayuda de palas y piquetes proletarios y el
caso del líder zombie que utiliza el surtidor de gasolina para la
venganza final son especialmente interesantes). Está también, no podía ser
de otra manera, el enfrentamiento entre aquella civilización y
aquella barbarie...
Habrá
quienes se sientan molestos por tantas (potenciales) linealidades, y sería
otra cosa –¿más primaria? – si vivos y muertos se enfrentasen cara a cara en
despiadada y alocada batalla maniquea por la supervivencia, sin tantos
pensamientos y subtramas y jugadores políticos. Pero todo lo anterior no
parece dilapidar nada de lo que el film construye y –además– termina con el
guiño de una metáfora que te deja más tranquilo: Romero quiere dejar las
cosas claras; los zombies pensantes y los combatientes progres
prefieren buscar sus propios espacios sin joderse unos a otros. No está tan
mal repetirlo por estos días, menos aun si en el camino dicen presente unas
cuantas extremidades sangrantes, furiosas masas zombies y la
convicción y el amor hacia el género de lo ominoso.
Tomás Binder
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