Traffic es una película larga,
ardua, muy despareja, que empieza muy bien y termina –hablo en criollo,
sepan disculpar– yéndose a la mierda.
El título ya da una pista de la
trama, que gira en torno de la droga aunque no se limita, ni mucho
menos, al tráfico de estupefacientes. Antes bien, Traffic es el
resultado de una operación de lo más ambiciosa, que procura agarrar
al asunto por todas las puntas. Ahí está la problemática
derivada del uso y abuso de sustancias, especialmente entre los
adolescentes de la clase medio-alta, que nutre su costado de drama
psicológico. Ahí están las políticas de Estado yanquis, de la mano del
"jefe oficial de la lucha antidroga" más bienintencionado e ingenuo, es decir
inverosímil, del universo. Ahí está la conexión latina, que en
este caso no es colombiana sino mexicana, ya que la productora Laura
Bickford –visionaria ella– olfateó que los carteles de Juárez y Tijuana,
ambos mexicanos, estaban empezando a desplazar a los de Cali y Medellín
en los titulares de los diarios. La cuestión es que esta veta, animada
por vigilantes, militares y funcionarios corruptos del Tercer Mundo, lleva
aguas hacia un costado decididamente policial (de género policial) de Traffic.
Por si fuera poco, otros segmentos del film aparecen rozados por aires de thriller
jurídico (que pasan sin pena ni gloria) a partir de un elegante
matrimonio californiano envuelto en la importación y distribución.
El costado policial es el mejor de todos. Y
Steven Soderbergh (Sexo, mentiras y video), que fue contratado
para dirigir precisamente por ser uno de los hombres más habituados a
mechar géneros y tonos dramáticos, le saca brillo durante un buen rato.
Recurriendo muy pocas veces a la música (que es puntualmente
enigmática), recostándose en los colores, los contrastes y las texturas,
planta en escena un narcothriller creciente, nervioso, pujante, que
oscila entre un México que es puro calor, aridez y atraso
socio-económico, y las impolutas alfombras del Gran País. A estas las
pisa Robert Wakefield (Michael Douglas, a quien hace rato no se veía tan
solemne), el juez de la Suprema Corte que está por convertirse en el
principal funcionario antidrogas de la República. Con el transcurso de la
proyección, este personaje se convertirá en la piedra de toque de la
sutil avalancha (no por sutil menos avalancha) de hipocresías que remata
la propuesta. De momento, en cambio, él y su familia (hija adolescente
que es la mejor de su clase, aunque empieza probando un porrito...)
contrapesan adecuadamente la sordidez de la estepa mexicana. Adonde el
thriller levanta vuelo es allí, y esto tiene que ver con la presencia de
un actor único, fundamental, al que el cine –toco madera– debería darle
más oportunidades de lucirse: Benicio Del Toro. Sonríe como
un cretino, oculta mucho más de lo que dice (pero dice que oculta con la
mirada), tiene una fuerza extraña, como si la contradicción y el
conflicto lo consumieran, y es dueño de las ojeras más expresivas que se
hayan visto. (Si no lo conocen, alquilen El funeral, de Abel
Ferrara.)
Del Toro es un policía de civil,
corrupto pero de poca monta, que hace de las suyas con su compañero de
ruta. En términos puramente dramáticos, o de estructura si se quiere, estos dos tienen su perfecto contrapunto en dos policías
yanquis de similar escalafón. Claro que estos últimos son tan pulcros e
inocentes que harían la envidia de Starsky & Hutch y de cualquier otra
dupla televisiva. Hay otros contrapuntos. El general mexicano Salazar, por
ejemplo, no sólo es pérfido, corrupto e irreversiblemente criminal
(hasta ahí, vaya y pase), sino una bestia bruta de esas que sólo
se encuentran en películas como esta. Vean si no. En cierto punto, el
cruzado antidrogas yanqui llega en visita oficial, y se sientan a
platicar. Wakefield pregunta si los mexicanos tienen alguna política de
prevención. Salazar responde: "los adictos se tratan solos; todos
los días se muere alguno por sobredosis". ¡Por Dios!
Párrafo aparte merecen los agentes
de la DEA, que acá cumplen una función parecida a la que las
superproducciones reservan para los hombres del FBI:
parecen tontos, o más bien toscos, pero a todas luces de buen corazón.
Pero nosotros sabemos lo que es la DEA, ¿no? Hay muchas otras
"enseñanzas" que Traffic, poco después de promediar,
empieza a impartir con descaro creciente. No sólo relativas a la corrupción
latinoamericana, que –y esto es lo más
peor– aparece como un cáncer natural, innato, desligado de las
relaciones que las clases dominantes de esos países mantienen con los
yanquis (¡vaya manera de negar la globalización!), sino a cuestiones
de moral más de entrecasa. En este sentido, recuerda a los
cortos de Fleco y Male.
Guillermo
Ravaschino
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