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EL VIAJE DE
JULIA
(Hideous Kinky)
Gran
Bretaña, 1998 |
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Dirigida por Gillies MacKinnon, con
Kate Winslet, Said Taghmaoui,
Bella Riza, Carrie Mullan, Sira Stampe, Pierre Clémenti.
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¿Quién se copió de quién? Tal vez nadie, pero no deja de llamar la
atención que con pocos meses de diferencia se estrenen dos películas
filmadas por la misma época, en las que una misma actriz, Kate Winslet,
encarna a una muchacha que cambia una capital occidental por el vértigo de
una cultura distante. En Humo sagrado, de Jane Campion, hacía a una
australiana que viajaba a la India para probar suerte con el budismo. En El
viaje de Julia es la del título, una hippie treintañera y
londinense que de un día para el otro se establece en el norte de Africa.
El film de Campion, bastante irregular, incluye generosas dosis de
inocencia, desparpajo y gracia. El que nos ocupa ostenta una chatura
bastante pareja, aunque hay que admitir que la belleza del paisaje y la
intensidad de la protagonista la escamotean por un rato.
La historia arranca en el '72 en Marrakesh. Envuelta por canciones pop (o
más bien, beat) que fueron relativamente famosas por aquella época
se nos presenta Julia. No está sola sino con sus hijitas de seis y ocho
años. El padre de las niñas quedó en Londres, y se limita a enviarles
sobres con poco dinero y con menos frecuencia. Nunca quedará del todo claro qué
clase de persona es –aunque Julia lo describe vagamente como un
"poeta"– ni cuánto lo extraña la protagonista. Más allá de
algunas frases alusivas a la frialdad londinense (incluso a la ausencia de
camellos en esa ciudad), hasta los propios motivos del viaje de Julia están
desdibujados.
En parte, de eso se trata. Es decir, de una de esas excursiones
"setentistas", no planeadas, espontáneas. De una de esas fugas
emprendidas con el solo anhelo de que el viento –otro viento–
golpee contra la cara. Seguramente la vida de Esther Freud, autora de la
novela autobiográfica en que se apoya este film, haya tenido algo o mucho
de eso. El problema es que poco y nada aflora aquí. O mejor dicho, que
aflora a duras penas, sepultado, o casi, por una de las versiones más
rutinarias, más notoriamente recostadas en las fórmulas, de aquello que se
conoce como "viajes iniciáticos".
Será por eso que a los pocos minutos (y dura casi cien) ya no importa
tanto el viaje como el paisaje, y el paisaje toma cada vez más forma de
postal. Será por eso que un interesantísimo filón temático, como lo es
la progresiva y desesperante falta de dinero que acompaña a la libertad de
Julia, ha sido tan librado a la buena de Dios. En otras palabras: que se
conoce, pero no se siente (y permítanme recordar por oposición el
maravilloso, no por ello menos tremendo, tratamiento que este mismo tema
tuvo en Solo contra todos, del argentino Gaspar Noé). Será por eso
que las putas que viven a un par de puertas de nuestra heroína son tan
subrayadamente pérfidas al principio, y tan increíblemente inofensivas al
final. Que las canciones setentistas, inicialmente bienvenidas, desembocan
en un popurrí impotente, machacón, de esos que aspiran a suplir la
emoción de que carecen las imágenes. Que lo local, o sea el Africa,
nunca deja de aparecer exótico, o "pintoresco", cosa que
por un lado contradice el espíritu de Julia –quien no ha llegado allí en
plan turístico– y por el otro reduce lo de Gillies MacKinnon, el
director, a poco más que una mirada epidérmica, foránea en el peor
sentido. Podría seguir, pero no es la idea.
El que está muy bien, por vital, por natural, por fresco, es Bilal (Said
Taghmaoui), el africano que oficia de interés sentimental de Julia y
la acompaña en buena parte de sus desventuras. Y por supuesto, Winslet. Que
Kate Winslet es una actriz maravillosa es algo que esta película mediocre
puede demostrar mucho mejor que Titanic. Porque a Kate le alcanza con
estar ahí. ¿Cómo explicar esos ojos, esa sonrisa, esa mirada? Esta
mujer es dueña de una intensidad y una integridad monumentales. Será por
eso que, cuando ríe, de algún modo también llora. Y viceversa.
Guillermo Ravaschino
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