Hay
marcas que se convirtieron con el tiempo en una metonimia de aquello que
nombran. La Coca Cola es el ejemplo por antonomasia. En nuestro país, para
bien o para mal, el Ford Falcon es sinónimo de automóvil y ha atravesado las
épocas resignificándose. Desde aquella primera familia televisiva que abrió
las puertas para un sinnúmero de copias que aún día nos acompañan, a los
oscuros años de plomo con sus modelos verdes y sin chapas patentes que
surcaban las calles en busca de presas, el Falcon ha sido el
auto-industria-nacional, y meta de una clase media siempre más atenta a la
forma que al contenido.
Vida en Falcon
(premio especial del jurado en el 7° BAFICI) aprovecha esa historia que ya
es patrimonio colectivo y construye con esos recuerdos una película que
navega entre el documental y la ficción, borrando las fronteras.
Procedimiento, por otra parte, tan característico de estos tiempos.
Jorge Gaggero
estrenó este año su sobrevalorada opera prima Cama adentro y ahora se
anima con este largo filmado en digital de poco más de una hora (que surgió
luego de fracasar su primer proyecto, apenas regresado de EE.UU. por un
viaje de estudios producto de una beca Fullbright), que lo vuelve a mostrar
interesado en un mundo pauperizado por una economía impiadosa que arrastra a
seres comunes y corrientes en franco declive, dejándolos al margen de la
sociedad.
Los
protagonistas son Orlando, un hombre mayor que vive en un Falcon estacionado
en las calles de su barrio de Núñez, después de haber muerto su mujer, de
haber perdido su empleo y su casa (por razones que uno puede suponer pero
que jamás se explicitan); y Luis, de treinta y pico –que parecen muchos
más–, inexperto en esto de “vivir en la calle” y todavía esperanzado en el
viejo cuento del progreso social. Personas-personajes francamente
admirables: de una franqueza y una sabiduría que impresionan... y con un
manejo de los tiempos cinematográficos asombroso. También aparecen, en menor
medida, otros igual de entradores: Pepe Zapato, Tito Latita, un joven
okupa, Miguel Angel y su mamá. De esos instantes de vida da cuenta el
film. Accedemos a ellos in media res y así, de improviso, también los
abandonamos.
Cuando esos
dos seres maravillosos están en pantalla, todo fluye (como la interesante
banda de sonido creada por la Pequeña Orquesta Reincidentes), y uno advierte
que
Gaggero ha logrado capturar pedazos de realidad. Pero no siempre es así;
otras veces el artificio se apodera de la película y asoman las
fallas
(montajes
endebles, tiempos muertos, el movimiento de la cámara en mano que
llega a ser insoportable, etc.) y, como en su anterior film, chirrían
ciertas cuestiones ideológicas que no se salvan entregándole lo
recaudado a los héroes callejeros.
Si bien es de
agradecer que el director no recurra a las consabidas imágenes del contexto
político y los vaivenes económicos que han generado estas situaciones (ya
resultan un poco gastados los cacerolazos y las marchas de diciembre del
2001 a los que muchas ficciones acuden sólo para patinarse de
progresismo), no podemos dejar de
sentir
que se camina sobre el filo de una navaja. O entre recargar las tintas... y
no decir nada.
Es que así contado, el
cuento por momentos se aproxima a una fábula ahistórica, sin
responsabilidades a la vista, y corre el riesgo de volver “graciosos”
acuciantes problemas que no lo son bajo ningún concepto. Nadie elige vivir
en la calle, y si eso no sólo no queda explicitado sino que aparece
barnizado de ternura, o bajo cierto halo de romanticismo decadentista,
estamos en problemas. O pecando (cuanto menos) de ligereza.
Javier Luzi
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