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VIDA EN FALCON

Argentina, 2004


Dirigida por Jorge Gaggero, con Luis García y Orlando Gómez.



Hay marcas que se convirtieron con el tiempo en una metonimia de aquello que nombran. La Coca Cola es el ejemplo por antonomasia. En nuestro país, para bien o para mal, el Ford Falcon es sinónimo de automóvil y ha atravesado las épocas resignificándose. Desde aquella primera familia televisiva que abrió las puertas para un sinnúmero de copias que aún día nos acompañan, a los oscuros años de plomo con sus modelos verdes y sin chapas patentes que surcaban las calles en busca de presas, el Falcon ha sido el auto-industria-nacional, y meta de una clase media siempre más atenta a la forma que al contenido.

Vida en Falcon (premio especial del jurado en el 7° BAFICI) aprovecha esa historia que ya es patrimonio colectivo y construye con esos recuerdos una película que navega entre el documental y la ficción, borrando las fronteras. Procedimiento, por otra parte, tan característico de estos tiempos.

Jorge Gaggero estrenó este año su sobrevalorada opera prima Cama adentro y ahora se anima con este largo filmado en digital de poco más de una hora (que surgió luego de fracasar su primer proyecto, apenas regresado de EE.UU. por un viaje de estudios producto de una beca Fullbright), que lo vuelve a mostrar interesado en un mundo pauperizado por una economía impiadosa que arrastra a seres comunes y corrientes en franco declive, dejándolos al margen de la sociedad.

Los protagonistas son Orlando, un hombre mayor que vive en un Falcon estacionado en las calles de su barrio de Núñez, después de haber muerto su mujer, de haber perdido su empleo y su casa (por razones que uno puede suponer pero que jamás se explicitan); y Luis, de treinta y pico –que parecen muchos más–, inexperto en esto de “vivir en la calle” y todavía esperanzado en el viejo cuento del progreso social. Personas-personajes francamente admirables: de una franqueza y una sabiduría que impresionan... y con un manejo de los tiempos cinematográficos asombroso. También aparecen, en menor medida, otros igual de entradores: Pepe Zapato, Tito Latita, un joven okupa, Miguel Angel y su mamá. De esos instantes de vida da cuenta el film. Accedemos a ellos in media res y así, de improviso, también los abandonamos.

Cuando esos dos seres maravillosos están en pantalla, todo fluye (como la interesante banda de sonido creada por la Pequeña Orquesta Reincidentes), y uno advierte que Gaggero ha logrado capturar pedazos de realidad. Pero no siempre es así; otras veces el artificio se apodera de la película y asoman las fallas (montajes endebles, tiempos muertos, el movimiento de la cámara en mano que llega a ser insoportable, etc.) y, como en su anterior film, chirrían ciertas cuestiones ideológicas que no se salvan entregándole lo recaudado a los héroes callejeros.

Si bien es de agradecer que el director no recurra a las consabidas imágenes del contexto político y los vaivenes económicos que han generado estas situaciones (ya resultan un poco gastados los cacerolazos y las marchas de diciembre del 2001 a los que muchas ficciones acuden sólo para patinarse de progresismo), no podemos dejar de sentir que se camina sobre el filo de una navaja. O entre recargar las tintas... y no decir nada. Es que así contado, el cuento por momentos se aproxima a una fábula ahistórica, sin responsabilidades a la vista, y corre el riesgo de volver “graciosos” acuciantes problemas que no lo son bajo ningún concepto. Nadie elige vivir en la calle, y si eso no sólo no queda explicitado sino que aparece barnizado de ternura, o bajo cierto halo de romanticismo decadentista, estamos en problemas. O pecando (cuanto menos) de ligereza.

Javier Luzi      

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