Frank Pierce (Nicolas Cage) está al borde de sus fuerzas. Forma parte del servicio de
paramédicos neoyorquinos, una organización estatal que se ocupa de paliar diverso tipo
de emergencias, y trabaja durante toda la noche. Tiene por nave una ambulancia, por piloto
y copiloto (ya que se turnan al volante) a Larry, otro gordo simpaticón animado por John
Goodman. Se nota que a Frank le gusta el oficio, aunque le cuesta sobrellevarlo. Y no es
para menos: en una misma noche y en distintos puntos de Manhattan, debe hacer de
enfermero, confidente, resucitador, asistente social y terapeuta, casi siempre "de
ocasión", ya que no ha sido entrenado adecuadamente para la mayor parte de esos
roles. ¿Cuánto más aguantará?El film de
Martin Scorsese traduce la vorágine de los paramédicos mediante el preciso esquema de
montaje que preside cada una de las maratones del protagonista: secuencias de planos
múltiples, muchas veces acelerados, en las que la ambulancia surca como un cohete la Gran
Manzana al ritmo del rocanrol. Sí, son clips, pero se benefician del vértigo que el
director de Taxi Driver (junto a Thelma Shoonmaker, su montajista de toda la
vida) sabe exprimirle a Manhattan. Y aunque están un tanto reiterados, cumplen con su
objetivo. También hay tiempo aunque no mucho para los contrapuntos: antes de
una nueva misión, o durante alguno de esos "recreos" fugaces, fatalmente
truncos que se toma Frank, el rock es reemplazado por unos tonos suavemente melancólicos,
el clip cede ante ritmos más lentos, y el cerebro del paramédico recala en esa chica de
18 años que, desde algún lugar de su conciencia, lo reprocha. Esta chica, Rose, es un leit
motiv de Frank y la película. Se le aparece una y otra vez, generalmente en cámara
lenta, como un fantasma lánguido y quejoso. Se queja de que Frank no le salvó la vida.
Corporiza la impotencia que pesa tanto como el estrés en su mochila ante
todas esas otras almas que se le escapan a diario. Tal vez quepa cuestionar esta
presencia: las calamidades con las que trata Frank Pierce son tan contantes y sonantes que
podrían haber prescindido perfectamente de este plus virtual. Que, por lo
demás, remeda a las empalagosas fantasmagorías que desbordan la filmografía de Eliseo
Subiela.
Vidas al límite tiene su costado
didáctico, y bienvenido sea. Los ritmos y colores de Scorsese son el vehículo de una
información tan relevante como novedosa: a los hospitales de Nueva York también les
faltan camas (¡no así gasa, como a los nuestros!) y personal idóneo. Por cierto que la
historia no gira en torno de estas falencias sino de la evolución de Frank. Que lo
aproxima a otra muchacha (esta de carne y hueso, interpretada por Patricia Arquette), que
es la hija de uno de los tantos infartados que pasan por sus manos. Que lo pone en
contacto con una peligrosa novedad narcótica, la "muerte roja" (¿existirá
realmente?), mezcla de heroína y otras yerbas que está causando extragos entre la
juventud neoyorquina. Que lo hace compartir algunas de esas largas noches con otros dos
paramédicos: un negro evangelista (Ving Rhames) y un blanco-bestia-bruta (Tom Sizemore).
Todas estas criaturas, incluido el blanco-bestia-bruta, obtienen el beneficio de la mirada
tierna de Scorsese, de una levedad bien entendida que atraviesa felizmente a las
imágenes. No es que el director "no juzgue" (ese lugar común): en todo caso
juzga, pero absuelve, convencido de que no hay mayores culpas ni condenas para repartir. Y
Cage no sobreactúa (o casi), con lo que no será difícil encariñarse también con él.
Un poco a contramano de sus tradiciones, Scorsese
prefirió no hacer "crecer" a la historia en términos convencionales. Vidas
al límite no depara grandes avances dramáticos, y son pocos los conflictos que se
resuelven para dar lugar a otros. Antes bien, se plantea como la radiografía de un
puñado de almas en un momento y un lugar determinados. Como un collage que se va armando,
y extendiendo, horizontalmente. Lo curioso es que aquí radica su imprevisibilidad.
Guillermo Ravaschino
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