“En
un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” reza el comienzo
de la que ha sido consagrada como la mayor obra literaria en lengua
española. “El Quijote”, claro, que cuenta entre sus aventuras la no menos
famosa batalla entre el Caballero de la Triste Figura y los molinos de
viento. Refrescar este recuerdo no es aleatorio para empezar a hablar de
Volver, la última película de Pedro Almodóvar, porque el director ha
querido acordarse de todo aquello que fue y ha conocido.
Ya la mayoría
dirá que el manchego está de vuelta: a la comedia, a la tierra natal, al
mundo femenino, a la madre. Y nadie fallará en sus apreciaciones. Salvo que
para que alguien vuelva es necesario que antes se haya ido y, para mí, Don
Pedro jamás se fue. Cierto que La mala educación había sido más
oscura, más difícil, más agobiante, más masculina y más trágica –no así
solemne– que su obra anterior, pero no habría que considerarla un desvío.
Seguramente la incomodidad (temática y visual) y la “fuerza del
resentimiento” que ofrecía hayan creado los reparos que supo cosechar
inmerecidamente.
Pero volvamos
a Volver, que tanto le debe al tango de Gardel y Le Pera que aquí
suena en una conmovedora versión aflamencada. Raimunda (Penélope Cruz) tiene
una hija adolescente (Yohana Cobo) y una hermana (Lola Dueñas). Sus padres
han muerto en un incendio –accidente harto común en la zona–. De visita en
su pueblo natal para el mantenimiento de la tumba familiar y el encuentro
con la anciana tía (Chus Lampreave) y una vecina solidaria (Blanca
Portillo), ciertos hechos misteriosos comenzarán a hacer crecer, ante los
ojos de Raimunda, los dichos sobre aparecidos, y regresos inesperados –como
el de Irene (Carmen Maura), la madre muerta– depararán cambios y sorpresas,
redenciones y perdones.
La trama
navega con fluidez entre el policial y el melodrama (incluyendo la crítica
cultural a un modelo televisivo que barniza de interés social un morbo
exacerbado), siempre inteligentemente envuelta por la risa y el absurdo más
desopilantes, que funcionan a su vez como claras válvulas de escape para la
tensión que la misma narración ofrece. La emoción que aflora en las escenas
(por la puesta, por la actuación, por el montaje) es de una autenticidad y
una sinceridad tan desbordantes que así como la risa escapa sin reservas,
más de una vez el llanto hace lo propio sin que medien bajadas de línea
ni golpes bajos, sino como resultado natural de la acumulación de
sentimientos que saben operar los personajes.
Y entonces se
torna difícil ignorar el protagonismo del paisaje. De la meseta castellana
en su inmensa soledad, de la potencia enloquecedora del viento solano, con
los círculos que dibujan en su movimientos los molinos y que preanuncian los
eternos retornos y las historias que se repiten como letanía y leit motif,
con el pueblo, sus solidaridades y sus chismes, sus supersticiones paganas y
su religiosidad a flor de piel, sus vidas calladas y silenciosas y sus
muertos siempre presentes.
Y ese mundo
así construido desborda de mujeres. Francas, aguerridas, luchadoras,
laburantes, enceguecidas, obsesionadas, culpables y culposas, equivocadas
pero capaces de reconocer el error, tenaces, fieles, solidarias, víctimas y
victimarias, pero siempre solas, o mejor dicho solas de hombres,
sobrevivientes a las figuras masculinas, pero “entre nosotras nos apañamos”
como se oye decir por ahí.
“Es muy feo
que una hija no quiera a su madre” o “qué mejor para una mujer separada que
vivir con su madre” son tan solo dos frases que ilustran el matriarcado que
parece regir el universo fílmico almodovariano en Volver. Que
no sólo de palabras se nutre, también de besos, de abrazos a destiempo, de
compañías hasta el último respiro, de olores y ropas, de sustituciones
adoptivas que reparan la falta materna o de elecciones que superan los
miedos más temidos hechos carne. Igualmente jamás se aboga por un “instinto
materno” que tanto le debe a la fascista esencialidad biológica
conservadora, sino –en todo caso– por una responsabilidad electiva que el
lazo sanguíneo sella.
Un elencazo
(que se ha alzado colectivamente con el premio a la mejor actuación femenina
en el último Festival de Cannes) derrocha talento en cada fotograma. La
frescura de Cobo, la fragilidad inocente de Dueñas, la presencia
insoslayable de Portillo, el dolor impostergable de Maura y la fuerza
arrolladora de la Cruz, en un papel que homenajea a la Magnani o la Loren de
aquellos films italianos de los ‘40 y ’50 (además de la cita explícita al
Visconti de Bellíssima y las referencias a El suplicio de una
madre, a Hitchcock y a la obra propia –la de Almodóvar–, entre otros
fondos reconocibles), se amalgaman para demostrar que sigue intacta la
mano maestra de Almodóvar para sacar lo mejor de sus actrices.
¿Quién no añora
el regreso de los seres queridos que se han ido? ¿Cuántos viven más de sus
recuerdos que de un presente que los dejó K.O. con sus golpes y sus
pérdidas? ¿Cuántas vidas selladas por lo que ellas han hecho con uno,
sin poder hacer algo con eso y ser? Pocos capaces de cargarse el trauma al
hombro para transformarlo en vida. O para hacer frente a la muerte –a todo
lo que es muerte– con una carcajada. Volver es un intento
contundente.
Javier Luzi
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