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VOLVER

España, 2006



Dirigida por Pedro Almodóvar, con Penélope Cruz, Carmen Maura, Lola Dueñas, Blanca Portillo, Yohana Cobo, Chus Lampreave, Antonio de la Torre.



“En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” reza el comienzo de la que ha sido consagrada como la mayor obra literaria en lengua española. “El Quijote”, claro, que cuenta entre sus aventuras la no menos famosa batalla entre el Caballero de la Triste Figura y los molinos de viento. Refrescar este recuerdo no es aleatorio para empezar a hablar de Volver, la última película de Pedro Almodóvar, porque el director ha querido acordarse de todo aquello que fue y ha conocido.

Ya la mayoría dirá que el manchego está de vuelta: a la comedia, a la tierra natal, al mundo femenino, a la madre. Y nadie fallará en sus apreciaciones. Salvo que para que alguien vuelva es necesario que antes se haya ido y, para mí, Don Pedro jamás se fue. Cierto que La mala educación había sido más oscura, más difícil, más agobiante, más masculina y más trágica –no así solemne– que su obra anterior, pero no habría que considerarla un desvío. Seguramente la incomodidad (temática y visual) y la “fuerza del resentimiento” que ofrecía hayan creado los reparos que supo cosechar inmerecidamente.

Pero volvamos a Volver, que tanto le debe al tango de Gardel y Le Pera que aquí suena en una conmovedora versión aflamencada. Raimunda (Penélope Cruz) tiene una hija adolescente (Yohana Cobo) y una hermana (Lola Dueñas). Sus padres han muerto en un incendio –accidente harto común en la zona–. De visita en su pueblo natal para el mantenimiento de la tumba familiar y el encuentro con la anciana tía (Chus Lampreave) y una vecina solidaria (Blanca Portillo), ciertos hechos misteriosos comenzarán a hacer crecer, ante los ojos de Raimunda, los dichos sobre aparecidos, y regresos inesperados –como el de Irene (Carmen Maura), la madre muerta– depararán cambios y sorpresas, redenciones y perdones.

La trama navega con fluidez entre el policial y el melodrama (incluyendo la crítica cultural a un modelo televisivo que barniza de interés social un morbo exacerbado), siempre inteligentemente envuelta por la risa y el absurdo más desopilantes, que funcionan a su vez como claras válvulas de escape para la tensión que la misma narración ofrece. La emoción que aflora en las escenas (por la puesta, por la actuación, por el montaje) es de una autenticidad y una sinceridad tan desbordantes que así como la risa escapa sin reservas, más de una vez el llanto hace lo propio sin que medien bajadas de línea ni golpes bajos, sino como resultado natural de la acumulación de sentimientos que saben operar los personajes.

Y entonces se torna difícil ignorar el protagonismo del paisaje. De la meseta castellana en su inmensa soledad, de la potencia enloquecedora del viento solano, con los círculos que dibujan en su movimientos los molinos y que preanuncian los eternos retornos y las historias que se repiten como letanía y leit motif, con el pueblo, sus solidaridades y sus chismes, sus supersticiones paganas y su religiosidad a flor de piel, sus vidas calladas y silenciosas y sus muertos siempre presentes.

Y ese mundo así construido desborda de mujeres. Francas, aguerridas, luchadoras, laburantes, enceguecidas, obsesionadas, culpables y culposas, equivocadas pero capaces de reconocer el error, tenaces, fieles, solidarias, víctimas y victimarias, pero siempre solas, o mejor dicho solas de hombres, sobrevivientes a las figuras masculinas, pero “entre nosotras nos apañamos” como se oye decir por ahí.

“Es muy feo que una hija no quiera a su madre” o “qué mejor para una mujer separada que vivir con su madre” son tan solo dos frases que ilustran el matriarcado que parece regir el universo fílmico almodovariano en Volver. Que no sólo de palabras se nutre, también de besos, de abrazos a destiempo, de compañías hasta el último respiro, de olores y ropas, de sustituciones adoptivas que reparan la falta materna o de elecciones que superan los miedos más temidos hechos carne. Igualmente jamás se aboga por un “instinto materno” que tanto le debe a la fascista esencialidad biológica conservadora, sino –en todo caso– por una responsabilidad electiva que el lazo sanguíneo sella.

Un elencazo (que se ha alzado colectivamente con el premio a la mejor actuación femenina en el último Festival de Cannes) derrocha talento en cada fotograma. La frescura de Cobo, la fragilidad inocente de Dueñas, la presencia insoslayable de Portillo, el dolor impostergable de Maura y la fuerza arrolladora de la Cruz, en un papel que homenajea a la Magnani o la Loren de aquellos films italianos de los ‘40 y ’50 (además de la cita explícita al Visconti de Bellíssima y las referencias a El suplicio de una madre, a Hitchcock y a la obra propia –la de Almodóvar–, entre otros fondos reconocibles), se amalgaman para demostrar que sigue intacta la mano maestra de Almodóvar para sacar lo mejor de sus actrices.

¿Quién no añora el regreso de los seres queridos que se han ido? ¿Cuántos viven más de sus recuerdos que de un presente que los dejó K.O. con sus golpes y sus pérdidas? ¿Cuántas vidas selladas por lo que ellas han hecho con uno, sin poder hacer algo con eso y ser? Pocos capaces de cargarse el trauma al hombro para transformarlo en vida. O para hacer frente a la muerte –a todo lo que es muerte– con una carcajada. Volver es un intento contundente.

Javier Luzi      

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