Más
allá del perfil gordinflón, del semblante impasible y grave generalmente realzado por
rigurosos trajes negros ("los uso por dignidad", bromeaba, cuando lo hacía para
promocionarse), Alfred Joseph Hitchcock, nacido el 13 de agosto de 1899 en Leytonstone,
Inglaterra, debe ser lo más parecido a un libro abierto. Es el maestro del suspenso,
desde ya, pero es un maestro del cine a secas, cuyos 53 films, concretados en poco más de
medio siglo, constituyen uno de los cuerpos más provechosos y homogéneos del arte de las
imágenes en movimiento.
Su influencia fue y sigue siendo
inigualable. Para bien y para mal, ha sido copiado, citado y homenajeado por miles de
directores, muchos de los cuales no sólo se empeñaron en asimilar sus formas sino en
rodearse de sus colaboradores más cercanos (empezando por el compositor Bernard Herrmann,
cuyas partituras son un sello casi tan hitchcockeano como las imágenes del Maestro).
Ninguno de esos directores, hasta la fecha, logró equiparar el sublime pulido de las
formas que caracteriza al cine de Hitchcock. Una filmografía que, más que ninguna otra,
exhibe esa esencia formal en cada una de sus manifestaciones particulares. Estamos
hablando del toque Hitchcock, claro. De unas pocas claves que vinieron de su mano
(no hay mucho que decir sobre las influencias en Hitchcock). Y vinieron para
quedarse. ¿En qué consisten estas claves? ¿Cuál es el secreto de su notable vigencia?
Por un lado está el denominado understatement,
una suerte de desfase entre la superficie y el fondo de la acción. Lo que en la mayor
parte de los films es esencia el drama construido en mayor o menor medida por los
diálogos en Hitchcock es apariencia. La esencia suele ser presentida, y finalmente
descubierta, por el ojo. Cito a François Truffaut (de su famosa biblia "El
cine según Hitchcock"): "Supongamos que invitado a una reunión, pero en plan
de observador, miro al señor Y, que cuenta a tres personas las vacaciones que acaba de
pasar en Escocia con su mujer. Observando atentamente su rostro puedo seguir sus miradas y
darme cuenta que lo que le interesa de hecho son las piernas de la señora X... Me acerco
ahora a la señora X, que habla de la penosa escolaridad de sus dos hijos pero su mirada
fría se vuelve con frecuencia para desmenuzar la elegante silueta de la joven señorita
Z...". En esta escena lo principal deseo de Y, celos de X no está
contenido en los diálogos. El cine de Hitchcock no carece de secuencias más o menos
dialogadas y triviales, como ésta, necesarias para enlazar los momentos fuertes. Pero aun
en ellas, la cámara sabe privilegiar (y el guión elaborar) esos gestos subyacentes,
sutiles, que apuntan hacia otro lado. Y sostienen el suspenso. Tróquese la conjetura de
Truffaut por la mayor parte de los diálogos entre el profesor Cadell y los dos jóvenes
de Festín diabólico. La conversación puede ser más o menos trascendente (de
hecho lo será cada vez más), pero el arcón con el cadáver no dejará de latir
ahí, atrás, ni por un momento. Las apariencias, como en tantas instancias apáticas,
hipócritas de la cotidianidad, tienen que ver con lo que se dice. La esencia, en
Hitchcock, cobra las formas de un delicioso festín reservado para la vista.
O mejor, para la mirada. Hitchcock
orienta, dirige, educa la mirada del espectador. Y le da trabajo. Un trabajo rigurosamente
inducido por el montaje, pero trabajo al fin, necesario para sacar partido es decir:
emoción, vibración a los planos y secuencias. La proverbial introversión y el
espíritu conservador del Maestro se conjugaron con su talento en los momentos
más memorables de su filmografía. Ahí está la "secuencia de la bañera", el
fragmento individual más recordado de la historia del cine. ¿Qué hubiera sido de él
sin la aversión de Hitchcock por los borbotones rojos? No hay casi gotas de sangre en
ese, el primer clímax de Psicosis. La cámara la mesa de montaje, en
rigor corta más y mejor que el cuchillo de la supuesta señora Bates. Y cada
incisión es realzada por los compases de Bernard Herrmann (se empezó a hablar de
"música de crímenes" a partir de entonces). El efecto no podría ser más
devastador. Sugerir, antes que mostrar, nunca fue tan efectivo como en los films de
Hitchcock.
Por el lado sexual, la moderación
de Sir Alfred no dio frutos menos suculentos. Entre las soberbias secuencias de Vértigo
acaso el más contundente título hitchcockeano está aquella suerte de strip-tease
al revés protagonizado por Kim Novak a instancias de ese hombre (Jimmy Stewart) que
quiere ver en ella a la difunta mujer de sus sueños. Y cada prenda que se pone encima la
desnuda más. El arte de la insinuación también resplandece en La ventana indiscreta.
Otra vez Stewart, aquí junto a Grace Kelly, y ese memorable primer beso a los quince
minutos de comenzado el film. En sí mismo no es más que un inocente piquito.
Pero Hitchcock hará de él uno de los besos más calientes, y tocantes, que haya dado la
pantalla. Véase: los dos en plano proximísimo, a tal punto que sus dos medios
planos hacen uno, como si encarnaran el consabido concepto de las "medias
naranjas". El sonido de los labios al contactar, en principio débil, gana textura y
espesor de unos muy tenues bocinazos que se dejan oír al fondo: nunca un beso sonó así
en el cine... exceptuando al pornográfico. El oportuno y transgresor salto de eje (la
cámara yéndose del otro lado del que se narraba la acción) refuerza el impacto
con una desorientación fugaz, ubicando al espectador sobre el umbral de la ventana. Jeff,
que no dejaba de espiar al prójimo, se convierte en observado. Y el público, en
voyeurista del fisgón. Pero el banquete sobrevive al beso. La muchacha se retira para
presentarse: "Leyendo de arriba a abajo", le dice a Jeff, "Lisa... Carol...
Freemont". Y la cámara no se queda atrás. Lee a Grace Kelly de arriba a
abajo planos primero, medio y americano, ensanchando exquisitamente el breve
comentario de la actriz. He aquí otra de las claves del toque Hitchcock: el conjunto de
los elementos fílmicos desplegados a pleno, para afirmar (como otrora para desmentir) la
sustancia de los diálogos.
A esta altura no hay veta hitchcockeana
que no haya sido explorada por la crítica. Entre las menos desmenuzadas, en cualquier
caso, figura la relación entre las vigas maestras de la gramática del cine y las
sempiternas leyes del "espectáculo", presuntas garantes del éxito comercial.
Hitchcock demostró que unas y otras no eran los polos de una contradicción irreductible.
Y las conjugó. Psicosis, el más taquillero título de su filmografía, es el
primer film que se queda sin protagonista en la mitad de su desarrollo. Un soberano pito
catalán a la todopoderosa "estructura de 3 actos", que prescribe una
introducción, desarrollo y clímax para todo relato que se precie. A 47 minutos del
comienzo, bañera mediante, tiene lugar el famoso twist. El público, que había
sido virtualmente obligado a identificarse con la finada bajo la ducha, es forzado a
emprender un nuevo viaje, ahora de la mano de Norman mosquita muerta Bates.
Hitchcock se jactaba de haber dirigido al público antes que a los actores en Psicosis.
Y con razón: sus interminables vueltas de tuerca constituyen el ejemplo más redondo de
cómo una narración puede progresar en base a engaños y desengaños. Párrafo aparte
merecería la miopía de la Paramount, cuyos ejecutivos creyeron ver en Psycho un
proyecto condenado al fracaso: le retacearon fondos, decorados, personal (la mayor parte
de los técnicos provenían del medio televisivo) y estuvieron muy cerca de frustrar su
concreción.
Hitchcock siempre filmó con un ojo
puesto en la taquilla. De ahí su proverbial, por momentos obsesiva, reivindicación del
"entretenimiento", que enarboló por oposición a una serie de inquietudes
(crítica social, por caso) que tal vez hubieran potenciado aun más ciertas vertientes de
su obra. Pero jamás convirtió a esta consigna en la excusa para la demagogia que preside
a la mayor parte de los films "de entretenimiento". Lejos estuvo de perseguir
las supuestas, siempre inasibles "necesidades" del público que justifican a las
iniquidades hollywoodianas. Se abocó, en cambio, al estudio y ejecución de los recursos
fílmicos en la certeza de que en su rigurosa lógica, y sólo allí, reside la genuina
expectativa de sacudir a la platea. Fue enemigo jurado de las encuestas previas, de las
proyecciones de testeo y de todos esos artilugios que le han hecho tanto mal al cine... y
tan poco bien a la taquilla. El arte de Hitchcock, en todo caso, es comercial en la medida
en que su exquisita caligrafía nunca conspira contra la lectura superficial. Sí la
consolida, proyectándola hacia nuevos y más fecundos horizontes.
La estructura de Psicosis, en
este marco, no es más que uno de tantos gloriosos capítulos escritos por este hombre que
se asomó gustoso a un puñado de desafíos poco menos que inconcebibles. Su primer
largometraje en colores, Festín diabólico, es también el primero íntegramente
rodado en un solo plano. La puesta en escena, impecable, y un delicioso guión teatral
confinado a un escenario único se complementan con la asombrosa movilidad del
punto de vista que la hazaña parecía reclamar. La ventana indiscreta está
edificada en torno de una premisa inédita: sostener 112 minutos de thriller con
todas las posiciones de cámara (exceptuando a un par, muy puntuales) entre las cuatro
paredes de una habitación. Vértigo también está maravillosamente partida en
dos: la caída de Madeleine la deja temporariamente sin protagonista femenina. Lo
llamativo es que, aparentemente, tampoco quedan pistas para desenvolver la trama. Claro
que una vez repuesto Scottie (sí: James Stewart), lo primero que verá es una señal de
tránsito que dice "One Way", acompañada por una flecha. Texto y subtexto, una
vez más. La flecha apunta hacia los azarosos eslabones que se encargarán de hacer
reaparecer a la muchacha. Antes y después, no palpita la pregunta "¿quién lo
hizo?" (eje del subrubro whodunit, siempre edificado en torno de un asesino
misterioso) sino "¿qué es lo que está sucediendo?". Tal el lazo que une, en Vértigo,
a la mejor expresión del toque Hitchcock con las tradiciones más inquietantes del cine
universal.
Guillermo Ravaschino, 13 de agosto de
1999 |