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7º Bafici (2005): Animaciones de C. Leaf y B. Plympton


Dibuje, maestra


Ver los cortos animados de la realizadora estadounidense Caroline Leaf fue un verdadero gustazo. Copias fílmicas de cosas que a duras penas se consiguen en internet, ¿qué más pedir? Leaf trabaja con materiales inéditos, experimenta hasta extremos increíbles: ver a Gregorio Samsa fluir en una animación hecha a partir de arena y dedos (The Methamorphosis Of Mr. Samsa, 1977) sólo puede generar admiración e interrogantes: ¿qué es esto? ¿cómo lo hizo? La realizadora anima la materia y se gana el título de deidad fílmica: mueve la arena y los colores de tal manera que todo fluye en una única imagen que deviene otra, y otra, y otra; todo muta y nada permanece en la animación heracítea de Leaf.

En uno de sus comentarios durante una de sus funciones Caroline comentó que no usa cortes porque nunca aprendió a editar. Esta supuesta inhabilidad técnica (porque, sabemos, reencuadrar es editar) tiene repercusiones directas en su forma de encarar el cine: sus animaciones son grandes planos secuencias en los que un espacio se transforma en el siguiente en una temporalidad sin pausas. Esto parece alguna entelequia presocrática che: es la materia única y no se detiene. ¿Impresionante? Leaf redobla su apuesta, y de los gansos voladores de The Owl Who Married A Goose (1974), hechos con granitos de arena y luz, pasa a prescindir de toda materia que no sea el negativo mismo. Lo suyo es un trabajo de química, de artesanía, de construcción estética en su más emocionante esplendor. Decidió –nadie nunca antes– desarrollar una técnica específica para una historia que quería contar; forma y contenido y toda esa palabrería: acá está, y tomá. De guión propio, Two Sisters (1990) es la obra más compleja de las que mostró en Buenos Aires. La técnica: la señora talló en el negativo mismo las formas que animaría cuadro a cuadro, y los colores provienen –natural y físicamente– de las mismas capas componentes de un negativo color, expuesto con anterioridad. En fin.

Además, sus relatos están llenos de humanidad: seres deformes, amores trágicamente imposibles, fantasías de niñez; Leaf toma pequeños relatos y los trata con la dedicación y la empatía con que un artesano trata sus pequeñas creaciones. La minuciosidad no se limita a su innovadora técnica: en sus cortos, el ritmo en la sucesión de planos, los colores y la construcción de sus efímeros personajes componen un todo que emociona con asistencia perfecta. Animación para llorar de alegría.

Ojalá Bill Plympton haya ido a ver los cortos de Caroline Leaf en Buenos Aires. Este animador norteamericano fue una de las grandes decepciones de mi festival, y las razones son muy pocas y muy simples: de una técnica más convencional que la de Leaf (animación en dibujos, más allá de la utilización de materiales poco ortodoxos para hacerlo), Plympton es el típico ejemplo del cineasta ingenioso que se preocupa demasiado de los gags que componen sus films. Quizá sea de lo único que se puede preocupar: vi tres de sus largos y cinco de sus cortos y es evidente que todo el valor de su cine yace en las pequeñas situaciones risibles que logra a través de un ingenio ácido y unos dibujos de una velocidad y una plástica admirables. Además: el hecho de que su talento pueda llegar a reducirse a ser un especialista en gags (además de un experto dibujante, claro) parece estar sugerido por la clara superioridad de sus cortos sobre sus largometrajes: en sus obras breves la acumulación de chistes se disfruta con una alegría despreocupada, pero a medida que sus películas suman minutos Plympton se encierra en un gag de fórmula que no hace más que repetir con leves variantes de personajes y situaciones (el caso de I Married A Strange Person, un largo de 1997, es alarmante): su insistencia aburre pasadas las tres o cuatro reincidencias; sus largometrajes se parecen más a un compendio de chistes que a una obra con una propuesta orgánica. El universo Plympton existe, pero –a diferencia, por ejemplo, de un Alex de la Iglesia– en detrimento de cada una de sus películas.

Dibuja bien (muy bien) e inventiva no le falta (que nadie me venga a acusar de hereje de la animación), pero parece ser absolutamente indiferente a sus personajes y preocuparse únicamente por la próxima risotada del público o por su próxima ocurrencia. En The Tune (largometraje de 1992) lo que hay es una sucesión de clips que bien podrían verse en órdenes aleatorios, y el realizador se acuerda de la relación amorosa de los protagonistas de su película sólo por momentos y en referencias que quedan en lo anecdótico. El resultado es, a la larga, una película con gusto a nada. El cine –de largometrajes– de Bill Plympton es todo lo malo que tiene el cine de Charlie Kaufman, pero privado de la verdad emotiva que asoma en las tramas del más-cool-guionista-estadounidense.

Ojalá Bill Plympton haya ido a ver los cortos de Caroline Leaf en Buenos Aires: quizá pueda ver allí lo convincente de una animación que va más allá de una buena técnica; lo emocionante de una narración que vuelca sus formas en sus personajes y se dedica a ellos y no a la repetición del mismo humor narcisista.

Tomás Binder      

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