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XIII Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente


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SECCION FOCOS Y RETROS
Film Socialisme
(Suiza, 2010. Dirigida por J
ean-Luc Godard). Nuevo exponente de la denominada vertiente contemplativa, o no narrativa, de la obra del joven anciano Jean-Luc, Film Socialisme es eso que alguien en buen inglés calificó de ultimate Godard. Su último largometraje por ahora (hay quienes dicen que no habrá otro), pero también la formulación extrema –otra acepción de ultimate– de un cine que Godard viene haciendo desde siempre: películas que no se limitan a narrar historias sino que aspiran a dar cuenta de la Historia; historias que comparten con el espectador los temas y los problemas con los que el artista se encaró para poder narrarlas... o "no-narrarlas".

La historia, el argumento tiene que ver con un barco que es un crucero de placer y surca el mar Mediterráneo, tocando puertos tan metafóricos y políticos como Egipto, Palestina, Odessa, Grecia, Nápoles y Barcelona. Claro que ya desde el vamos hay un contrapunto insoslayable entre el argumento y los temas, entre el carácter concreto y abstracto de cada cosa que conforma el film. El Mediterráneo, además de eso, es mayormente agua, mar a secas (valga la paradoja): cuna y sinónimo de la vida. Y el barco, sin dejar de ser un barco, es aquello que transita por la vida como cualquier mortal. Al barco, naturalmente, lo habitan personajes/personas, pero todos ellos remiten a Jean-Luc Godard y a nosotros (en un sentido amplio: los otros, sus espectadores). El se interroga, y nos interroga, sobre la vida y la muerte, el ser (humano), el tiempo, el movimiento... Temas que han sido sobradamente interpelados por las artes; de allí tal vez la proverbial "muerte del cine" tantas veces sentenciada por este artista genial. Godard también se pregunta por la libertad, y no encuentra mejor respuesta que ejercerla in extremis. Como un socialista novedoso, revolucionario.

Los créditos de apertura ya revelan esa libertad, ese socialismo cuando despliegan los nombres y apellidos de director, técnicos, actores y actrices en un pie de igualdad con los de filósofos, intelectuales, artistas de diversas épocas cuyos textos, imágenes, partituras y voces pueblan la película. Luego veremos que no sólo la pueblan sino que la atraviesan, la vertebran, confirmando aquello que los créditos proponían: el film como resultado de una colaboración social compleja, nacida mucho antes del momento de su "realización". Las cámaras de video que se utilizaron –este es "el" largometraje digital de Godard– también están acreditadas, o forman parte del elenco, como los medios de producción que son. (Dicho sea de paso: el viejo Jean-Luc jugó como un niño, exprimiendo planos de inusitada belleza a la parafernalia electrónica, pero también unas tomas deslucidas, banales, que parecen haber pasado el filtro para que podamos apreciar todo el arco de su experimentación con semejantes juguetes.) Esta es una película ciertamente hablada, y en varias lenguas, pero sin "líneas de diálogo" sino con textos que fluyen. Al principio uno procura discernir si se trata de tal o cual cosa que un personaje le está diciendo a otro, de un pensamiento en voz alta o de una voz en off impersonal; con el tiempo uno aprende que pueden ser todas esas cosas, y que eso es lo que menos importa. Son preguntas y respuestas que circulan por el film y nos interpelan a todos; que se ofrecen a quien quiera tomarlas para que haga con ellas lo que le nazca.

Todas esas imágenes del mar de apabullante belleza fotográfica, minuciosamente expuestas y compuestas, pero acompañadas por el soplido que el viento del mar provoca al golpear contra la membrana del micrófono –un ruido saturado, disonante, inadmisible para cualquier concepción profesional del sonido cinematográfico–, me llevaron a preguntarme por la traducción, por la representación, por los métodos del arte: ¿cuál de aquellas expresiones del mar es la más genuina, o –sin ser lo mismo– realista: la visualmente procesada o la auditiva directa? Otros espectadores se han de haber planteado otras preguntas. Y las secuencias "de boliche" con gente danzando al son de lo que se presume música electrónica, aunque apenas dejan oir unos golpes distorsionados y absurdos: ¿no constituyen el más original ataque a la "música moderna" que un octogenario se haya permitido lanzar?

La libertad bien entendida, en versión Godard 2010, también es de lo más vertiginosa: las ideas suelen ser hondas (dos de ellas, entre tantas otras: "El dinero es un bien común." "Todo movimiento sobre una superficie plana que no está dictado por una necesidad física resulta en una afirmación espacial de uno mismo... fuere al construir un Imperio, o al hacer turismo."), pero desfilan a la velocidad de la luz. Será por eso que a algunas de ellas se las reitera, idénticas, unos segundos después de su formulación inicial (reiteración que viene a obrar como respuesta al espectador que se había quedado como rogando: "¿No me lo podría repetir?"). Muchas otras veces la frase, la idea es enunciada fugazmente una sola vez, invitando al espectador a otra clase de interacción: deberá deducir o concluir su desenlace, completarla, disolverla, incluso distorsionarla; pero deberá aportarle algo propio (convirtiéndose en aquel espectador activo que siempre reclamó el cine de Godard) si es que quiere quedarse con alguna cosa. También podrá entregarse al ejercicio, aquí tal vez especialmente productivo, de rever el film una o mil veces. Volviendo al socialismo: que cada uno tome de Godard lo que necesite, y que aporte lo que pueda a Godard. Guillermo Ravaschino

La autobiografía de Nicolae Ceausescu (Rumania, 2010. Dirigida por Andrei Ujica). Este monumental proyecto, retóricamente perfecto, se propone (de)construir la figura del dictador rumano Nicolae Ceausescu a partir de material de archivo de la propaganda oficial del régimen y de sus registros privados. Es decir, mostrar el modo en que Ceausescu y su régimen pretendían construirse públicamente. Andrei Ujica es absolutamente fiel a la consigna expresada en el título de la película, por lo que su intervención es mínima, casi invisible, pero no por eso menos crucial. Sin voz en off ni manipulación ostensible, se limita a ordenar el enorme caudal de material del que dispone conformando un relato que va desde los comienzos de su gobierno hasta su derrocamiento en 1989. El material de archivo que conforma La autobiografía… es casi siempre celebratorio, retratando actos públicos, inauguraciones varias, reuniones del Consejo del Estado (donde, al parecer, su influencia era sospechosamente total) y visitas del líder rumano a otros países. El valor documental de estas últimas es prácticamente incunable; en particular lo es la estadía de Ceausescu en la poco mostrada Norcorea comunista, cuyos monstruosos actos de recibimiento al rumano recuerdan las reuniones del partido Nazi registradas por Leni Riefenstahl en El triunfo de la voluntad multiplicadas por mil, en un acto de supresión del individuo en enormes mosaicos humanos que reproducen fielmente lo que Susan Sontag denominó “estética del fascismo”.

En su construcción del liderazgo político y el poder como una puesta en escena, el film de Ujica se hermana con otro notable documental político, Citizen Havel, que seguía la carrera política de Vaclav Havel desde la disolución de Checoslovaquia hasta el fin de su mandato de una década como presidente de República Checa. Pero si en ésta se mostraba a un extraordinario líder y a un formidable pensador registrado desde la transparencia de un documental de observación y, por eso, sin ningún objetivo político a priori, la figura que retrata La autobiografía... es la de un hombre característicamente poco carismático, mediano y gris, lo que es muy curioso considerando la enorme sombra que este diminuto personaje y su régimen proyectan aún hoy sobre Rumania, a juzgar por el nuevo cine rumano y su obsesión con los vestigios del pasado.

Por supuesto que entre todo el material oficial que pretende construir un discurso monolítico sobre su líder se filtran, involuntariamente, los rastros de la Rumania real, paulatinamente aislada del mundo, sumida en la pobreza y la decadencia. Es muy elocuente en este sentido la secuencia en el Consejo de Estado en la que un opositor denuncia la farsa política en la que estaba sumida Rumania y es mandado a callar masivamente por todos los que lo rodean. Renuente a contextualizar o comentar de forma externa el material, La autobiografía... es tal vez el retrato más “puro” de un líder político y, justamente por eso, el que más funciona de forma subterránea, por detrás y sobre los márgenes de la imagen, reafirmando definitivamente el carácter ambiguo de la imagen cinematográfica. Todo eso se encuentra en la última gran obra de ese cineasta sin imágenes propias que es Andrei Ujica. Hernán Ballotta

SECCION PANORAMA
Cave of Forgotten Dreams (Francia, 2010. Dirigida por Werner Herzog). La Cueva Chauvet, descubierta en 1994, contiene varias de las pinturas rupestres más antiguas jamás halladas, y tiene la particularidad de haber sido aislada por un accidente geográfico que la selló y la preservó de toda contaminación del exterior hasta su descubrimiento. Para resguardar la pureza de los hallazgos, los científicos clausuraron la cueva y limitaron su acceso a unas pocas personas por año, evitando así el intercambio biológico con el exterior, razón por la cual jamás fue registrada por una cámara de video. Se le otorgó a Werner Herzog un permiso especial para filmar la cueva y así revelarla al resto del mundo. Pero Herzog la descubrió por partida doble: con una cámara de cine y en 3-D.

Cave of Forgotten Dreams consiste en material registrado por Herzog y su equipo en la cueva, imágenes de la zona que la rodea y entrevistas a los científicos encargados de estudiarla. Acá el 3-D no está usado para estimular la inmersión hipernaturalista en un nuevo mundo (como en Avatar), sino para incrementar el extraño efecto casi onírico que tienen las pinturas, realizadas de tal modo en los relieves de las rocas que, al modificar la iluminación, dan la sensación de movimiento con el juego de sombras. Herzog es consciente de la, en última instancia, inutilidad del estudio científico que se lleva a cabo en la cueva (como tantas veces antes, Herzog fue en busca de la conquista de lo inútil), por lo que está menos interesado en la divulgación de datos duros que en el registro casi impresionista de las pinturas y sus, por ponerlo de alguna manera, consecuencias metafísicas, que el cineasta subraya desde su característica voz en off de hipnótico maestro alemán serenamente delirante. Decir que lo subraya es tal vez un eufemismo y, quizá por primera vez, el discurso de Herzog parece más chamullo que otra cosa, acentuado por una musicalización excesiva que recuerda a la también chamullera Baraka.

Y sin embargo, como en todas las películas de Herzog, hay algo que se escapa, un elemento indefinible, un misterio primordial que, con Herzog como con ningún otro, parece estar al alcance de la mano. Cave of Forgotten Dreams retrata las primeras obras de arte de la Humanidad y, por consiguiente, “el nacimiento del alma humana”, como declama Herzog desde la voz en off. Y es, en este sentido, una cuestión espiritual. La película está plagada de enormes pequeños hallazgos, como el descubrimiento de una mínima deformidad en uno de los dedos de las manos impresas sobre la piedra, lo que la vuelve reconocible y, por lo tanto, obra de un “autor” (el autorismo por (un) defecto, punto de partida de una posible teoría estética tan delirante como su desencadenante), o la proliferación de cocodrilos albinos en el agua contaminada por una central nuclear en las cercanías de la cueva. Tan sólo Herzog era capaz de transformar un institucional de divulgación científica (categoría de la que Cave of Forgotten Dreams no se termina de desembarazar del todo) en un recuento de las pesadillas que, desde sus orígenes, vienen obsesionando a la Humanidad toda. Hernán Ballotta

Nostalgia de la luz (Chile-Alemania-España-Francia, 2010. Dirigida por Patricio Guzmán). Patricio Guzmán es el realizador de ese monumental documento sobre la llegada de Salvador Allende al poder y su derrocamiento tras el golpe liderado por Pinochet, llamado La batalla de Chile. Además de esas cinco horas exhaustivas divididas en tres partes y en cuya producción colaboró Chris Marker, Guzmán siguió realizando documentales a través del tiempo. Esta nueva película reúne la mirada crítica sobre el pasado histórico de Chile y América Latina, con su pasión por la astronomía y una conjugación lúcida de la nostalgia que no está lejos de las formas en que la invoca su compatriota Raúl Ruiz. El desierto de Atacama es el territorio que le sirve de base para elevarse al cielo tanto como para excavar la tierra. Porque una y otra extensión tienen mucho que decir en ese lugar, ya sea debido a las condiciones atmosféricas que propician la lectura estelar como al contenido oculto del suelo, fosa común de un número considerable de cuerpos depositados allí por la dictadura pinochetista después de torturarlos y asesinarlos. Las madres que los buscan, los arqueólogos, geólogos y astrónomos que hablan de sus quehaceres específicos sin dejar por ello de reflexionar más ampliamente sobre la condición humana y la historia reciente del país, conforman un mosaico de motivos visuales amalgamados por la voz de Guzmán. Su modulación precisa y sedosa intima con el espectador sin abstraerlo del contexto histórico concreto, apela a la función poética del lenguaje sin desvincularse del discurso científico, sugiere una fe cuya base no es religiosa sino ética. Marcos Vieytes

Copia certificada (Certified Copy. Francia-Italia, 2010. Dirigida por Abbas Kiarostami). La última película de Kiarostami tiene genealogía, por no decir pedigree. Su matriz es Viaje en Italia, de Rossellini, con Ingrid Bergman y George Sanders, en la que la crisis de una pareja terminó consolidando la crisis de la forma clásica de hacer cine. Pero esto pertenece al campo de la crítica, la teoría y la historia cinematográficas, del mismo modo que las referencias a la idea del teatro como emblema del mundo de Jean Renoir, y a la idea de la película como fraude, como un eslabón más en la extensa cadena de falsificaciones que constituyen la historia del arte y de la cultura, instalada definitivamente por Orson Welles en F for Fake. Estas abstracciones, sin embargo, pueden concretarse más o menos felizmente según el caso, y aquí lo hacen de manera brillante y sensual, en parte gracias a Juliette Binoche, luminosa por demás, expresiva e, incluso, excesivamente inquieta. Ese rasgo suyo, de continuo y a menudo fastidioso nerviosismo, es usufructuado por Kiarostami para expresar el dilema de una madre que debe criar a su hijo sola y aprender a desligarse de él a medida que crece, tanto como el de una mujer decidida a enamorarse, que no enamorada. El hombre en cuestión, por no decir el afortunado, es el autor de un ensayo cuyo título es el de la película que estamos viendo, inaugurando la primera de unas cuantas series de reflejos significativos pero sutiles y nada exhibicionistas. El encuentro entre ambos transcurre en Italia, pero aquí es donde las precisiones –geográficas, temporales y, sobre todo, lingüísticas– comienzan a develarse como puntos de partida sobre los cuales introducir alteraciones al modo de una improvisación musical. Para indicar lo que sigue es mejor plantear alguna que otra pregunta retórica. ¿Y si ese hombre y esa mujer se conocían previamente? ¿Y si son marido y esposa? ¿Y si lo fueron? ¿Fingen ser una pareja o fingieron no haberlo sido? En el centro de la película, promediando la duración total, hay una larga secuencia conmovedora sobre la que pivotea su sentido, su estructura, su orden cronológico. Pero más allá de todas esas consideraciones, subsiste la emoción de un reconocimiento tardío, el misterio de un secreto dicho al oído y jamás develado, el contacto de una mano que se apoya en el hombro de otro. Marcos Vieytes

13 Assassins (Japón, 2010. Dirigida por Takashi Miike). Tan prolífico como irregular, Takashi Miike ya es una marca registrada en el ambiente festivalero, destacado principalmente por los sorpresivos excesos que inyecta en el cine de género para renovar su vitalidad. Por eso es llamativa la apuesta de 13 Assassins, remake de una película de 1963 basada en hechos reales, con claras referencias a Los siete samurais de Akira Kurosawa, en la que Miike hace todo lo posible por no abandonar el clasicismo que requiere el relato. Aunque no faltan la sangre y la violencia, ni los personajes desmembrados, Miike demuestra que su talento narrativo no apela solo a golpes de efecto.

La historia de este grupo de guerreros, que debe cumplir con la misión extraoficial de liquidar a un tirano para recomponer la paz social entre los clanes, se va desplegando sin apuro a través de las previsibles etapas de reclutamiento y preparación para la batalla, sin perder por eso un ápice de interés. Faltando poco menos de un tercio de película, el enfrentamiento final comienza, y el director despliega todas sus armas para crear una interminable secuencia épica digna de los mejores exponentes del género. Cuarenta minutos de puro placer cinematográfico de los que sería un pecado adelantar nada. Ni con ochocientas tediosas reencarnaciones alegóricas del divagante Tío Boonmee podríamos olvidar el festín de acción que nos entrega Takashi Miike. Ramiro Villani

Aurora (Rumania-Alemania-Francia-Suiza, 2010. Dirigida por Cristi Puiu). Cristi Puiu se consagró con La noche del señor Lazarescu, film que renovó el crédito y la preeminencia que el cine rumano empezaba a desplegar en los festivales cinematográficos del mundo. Ahora vuelve a retomar los procedimientos que desarrolló allí para narrar 186 minutos de la vida de un hombre, Viorel, personaje al cual le presta su cuerpo. Este hombre parco pero muy seguro de sí, que se hace valer ante la protesta insólita de algún compañero de trabajo cuando le pide que le devuelva un dinero que le adeuda, que le aclara su desaprobación y su desagrado a la pareja de su madre con una sinceridad abrumadora, que arregla un departamento y les exige a sus vecinos lo que corresponde frente a un problema de consorcio, este hombre, digo, a pesar de lo enunciado, es muy extraño, actúa raramente y sin explicitar sus acciones, y el guión ayuda a enrarecer las relaciones planteadas, a mantener ambiguos los vínculos entre los personajes y especialmente a dejar en un cono de sombra los problemas que parecen aquejarlo.

Problemas que, como un volcán a punto de estallar, entran en ebullición, y cuando asoman se despliegan con una violencia inusitada pero siempre fuera de campo, lo que los vuelve más potentes.

Aunque la historia fluya con total naturalidad, pide a gritos una explicación que obviamente el director sabe necesaria y entrega llegando el final, pero esa certeza y los aciertos formales que se exhiben no quitan la sensación de que el tiempo planteado para llevar a cabo el relato resulta innecesaria e injustificadamente extenso. Javier Luzi

Meek's Cutoff (Estados Unidos, 2010. Dirigida por Kelly Reichardt). Suerte de anti-narración anti-western anti-cristiana, a esta última obra de Kelly Reichardt convendría encararla por lo que sí es: un relato moroso de una peregrinación y un extravío, y de las distintas maneras que tienen sus protagonistas de sobrellevarlo. Meek’s Cutoff está inspirado en un hecho histórico: una larga caravana guiada por el explorador Stephen Meek decidió tomar un atajo (cutoff en inglés) para franquear las supuestamente infestadas de aborígenes montañas azules y se extravió en el desierto de Oregon. Reichardt recupera lo meramente anecdótico y lo lleva a sus mínimas consecuencias: tres familias en tres caravanas y un medio estúpido, medio canalla Meek guiándolos. La primera gran traición al western canónico que lleva a cabo es reducir la pantalla al tradicional 4:3 típico de la televisión, negando la panorámica del desierto que siempre fue tema y fondo de los westerns usando un aspect ratio más apropiado para filmar personas y, muy especialmente, rostros. Y así se acerca más a los daguerrotipos y fotografías primitivas de la época del viejo Oeste americano. En otras palabras, se aleja de la fundación mítica del Oeste y se aproxima a su verdad histórica.

La concentración sobre los rostros de los peregrinos es absolutamente programática: a Reichardt le interesa menos el desierto y la sed que su efecto en los personajes y en sus discursos. Al discurso macizo del western (encarnado en el sanatero Meek) ya tantas veces puesto en crisis, ella le opone una serie de discursos diferentes, pero, entre todos ellos, particularmente el feminista. Reichardt decide correr la cámara de los hombres del Oeste y concentrarla sobre sus mujeres, que están expectantes y subyugadas bajo el dominio ejercido por sus maridos (soterrado y asumido, pero no por eso menos real) hasta que deciden entrar en el juego de roles y del poder para cambiar la situación, en especial cuando encuentran en el camino a un aborigen construido, él también y análogamente a las mujeres, como un otro a dominar. Lo más notable de Meek’s Cutoff es que evita formular estos discursos (principalmente el feminista, pero también el del viejo Oeste y el del aborigen) de forma monolítica: cada personaje se expresa como puede, y su accionar no se ve nunca forzado o maniqueo, sino auténticamente orgánico.

Aun en su marcado anti-cristianismo, principalmente debido al modelo misógino de mujer que dicha religión propone, Meek’s Cutoff es una película profundamente espiritual. Su secuencia más conmovedora surge de un canto/plegaria del aborigen a un moribundo. En ese momento, Reichardt realiza un encadenamiento de primeros planos de los peregrinos que quedan en repentino y respetuoso silencio, suspendidos por la fuerza evocadora del cántico. Más que anti-western, Meek’s Cutoff es un western de inversiones: de género, culturales, formales, espirituales. Junto a Attenberg , la última obra de Kelly Reichardt conforma un perfecto programa doble sobre la femineidad, una desde el antinaturalismo extremo y la abstracción formal, la otra desde el minimalismo narrativo y, paradójicamente, desde el género. Hernán Ballotta

Ausente (Argentina, 2011. Dirigida por Marco Berger). Martín (Javier De Pietro) es un adolescente. Un día en la clase de natación algo le sucede que obliga a Sebastián, su profesor de gimnasia, a llevarlo a la guardia de una clínica de ojos. Ese imprevisto lo deja sin llaves y sin celular, que quedaron en la mochila del compañero en cuya casa iba a pasar la noche, y afuera de la propia porque su abuela aprovechando su ausencia tampoco iba a estar en el hogar compartido. Sebastian (Carlos Echevarría) no quiere dejarlo solo en la calle aunque sabe que puede meterse en serios problemas si alguien se entera de que llevó a su alumno menor de edad a su departamento, pero no encuentra otra solución y la noche llega. Esa decisión será el puntapié inicial para que se sucedan cambios fundamentales en ambos.

Marco Berger sigue incursionando en una temática donde lo homosexual tiene su peso específico, pero se sale del gueto y consigue universalizarse, y no se vuelve ni un corsé ni un estereotipo y tampoco se cuida de lo que muestra con falsos pruritos (como en Plan B, los planos de personajes masculinos en ropa interior y los bultos no son estética de propaganda ni voyeurismo pajeril).

Ausente, en un punto, revisita el género policial ya desde lo formal (música, puesta, encuadres, iluminación), ya desde lo temático: traición, mentira, nocturnidad, culpa, muerte, pero tampoco se queda en ello sino que mezcla el suspenso con el drama, la pintura de caracteres con la reflexión existencialista sin volverse críptico ni cerrado. Apostando por los cruces de miradas y los silencios pero sin subestimar la palabra ni el relato clásico, Berger aúna con inteligencia y sentimiento un cine más intimista con uno popular y sale airoso de tal empresa. Y construye personajes que muestran sus dobleces, sus lados oscuros y sus miedos por encima de cualquier macchietta políticamente correcta y de fácil empatía.

Hay una profunda reflexión sobre la ausencia y la presencia que se puede vislumbrar en el film y que marca el derrotero de sus protagonistas. Cuando cierta irremediabilidad surja, asomarán inevitables las marcas de lo vivido haciéndose carne y el sentimiento se impondrá naturalmente. En la pantalla y en el espectador. Javier Luzi

Blame (Australia, 2010. Dirigida por Michael Henry). Situada casi por completo en una casa al costado de la ruta, con elenco reducido y planteo casi teatral, Blame es un thriller ejemplar para el cine de bajo presupuesto con aspiraciones narrativas. A los cinco minutos ya ha instalado su premisa, y logrará sostener la tensión durante todo el metraje: un profesor de piano es secuestrado por un grupo de jóvenes cuyo silencio y frialdad ocultan un reciente sacudón emocional.

Tenso drama psicológico con cobertura de policial, Blame pone el acento en la manipulación entre los personajes. Sacando provecho narrativo de los objetos y del espacio, no se aleja nunca del verosímil genérico pero consigue, quizás en base a rayos de luz solar –la película sucede en pleno día–, dotarlo de una nueva cara que encubra la simplicidad del mecanismo. Con buenas actuaciones, ritmo aceitado y astutos cambios de punto de vista, Blame mantiene el suspenso de principio a fin con la lección hitchcockeana bien aprendida. Sabemos lo que va a ocurrir, y no podemos dejar de sufrirlo. Ramiro Villani

Caterpillar (Japón, 2010. Dirigida por Koji Wakamatsu). En el Bafici 2008 se presentó una retrospectiva del director japonés Koji Wakamatsu, tal vez el más radical en su representación del sexo y la política entre los directores surgidos de la nueva ola japonesa de los ’60. Lo curioso de su inabarcable cine es que encierra sus relatos de decadencia moral y violencia sexual en envases de desprolija clase B, coqueteando con los géneros y enfatizando el efecto de extrañamiento del cine de bajo presupuesto. En Caterpillar vuelve sobre sus temas predilectos, pero sitúa la acción durante la segunda guerra sino-japonesa en un pueblo rural japonés que recibe como a un “dios de la guerra” a un condecorado soldado que retorna mutilado a su país. Wakamatsu decide correr del centro de la película al soldado y se concentra en su mujer, que debe cuidar de ese inválido que perdió la voz, el oído y ambos brazos y piernas en el conflicto. Las demandas del recién llegado se reducen a lo esencial: la comida, el sueño, el sexo. Wakamatsu construye la intimidad de la pareja como si fuera una película de terror, casi una versión libre de Freaks de Tod Browning. Pero si en aquella los fenómenos eran personajes nobles, el soldado de Caterpillar es su exacto opuesto, un abusador violento y criminal de guerra ahora imposibilitado de valerse por sí mismo (y, por lo tanto, de seguir ejerciendo el poder que su condición de marido le permitía “puertas adentro”), con lo cual se invierten los lugares de poder que tradicionalmente preservaba el matrimonio.

Y como contracara de la tortuosa intimidad, el afuera toma a la pareja como símbolo idealizado de las virtudes del Japón imperialista, rol que ni el soldado mutilado y criminal de guerra ni su mujer pueden ocupar, y ejerce presión sobre ellos para que lo representen. Pocas veces se pudo retratar de forma tan contundente la relación entre la esfera pública y la privada y el efecto que puede tener una sobre la otra. Caterpillar lo logra mostrando los vestigios concretos y físicos pero, a la vez, simbólicos que deja el ejercicio de la política y el poder sobre los individuos, la inutilidad del sacrificio en su faceta más vertical, entendido como negación de la propia voluntad frente a una exigencia o modelo de comportamiento que viene, siempre, de arriba, y la arbitrariedad con la que se construyen los héroes, sus usos, y lo que estás construcciones ocultan. Wakamatsu no es precisamente sutil al exponer todo esto: su puesta en escena de drama de Grand Guignol, exagerada en el tono y redundante en su musicalización, es demasiado excesiva para un drama de la intimidad como Caterpillar. Pero su sequedad y su falta de miedo al ridículo (son años de oficio clase B) la convierten en una intensísima e incómoda película anti-bélica, tan extraña que parece, definitivamente, fuera de época. Hernán Ballotta

American Passages (Austria, 2011. Dirigida por Ruth Beckermann). Sorprendente, original, poético. American Passages es un documental difícil de abordar sin caer en adjetivos para el afiche publicitario. Su directora logra lo que muchos han intentado sin éxito: conjugar imágenes muy diversas recolectadas a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, para mostrar con profundidad y sin recortes ideológicos las múltiples historias de vidas y creencias que alberga la sociedad norteamericana. Partiendo del triunfo de Obama y los golpes de la crisis financiera, Beckermann se mueve y detiene intuitivamente donde pueda encontrar una imagen o una historia dignas de ser retratadas. Sus armas: el ojo incisivo de la cámara y la entrevista amable sin mayores intervenciones. El resultado: un puñado de personas de diverso tipo y factor que forman la ensalada ideológico-cultural de cualquier Nación, más allá de que la estadounidense acuse dosis aumentadas de ciertos ingredientes como el racismo y el belicismo.

Ruth Beckermann sabe lo que quiere. Busca ambigüedades y contradicciones, la emoción que esconde el discurso o la lucidez detrás del drama, para revelarnos las diversas maneras con que diferentes personas, de costumbres mayormente estáticas, lidian como pueden con un mundo que cambia demasiado rápido como para poder adaptarse. Las secuelas de la crisis financiera, filmadas sobre cuerpos ordinarios, territorios impasibles e historias cotidianas. Ramiro Villani

Peace (Japón-Corea del Sur-Estados Unidos, 2010. Dirigida por Kazuhiro Soda). La grandeza del documentalista japonés Kazuhiro Soda radica en su elocuente modestia, en su tendencia a retratar a los que están en los bordes y en los enormes lazos de empatía que construye con ellos. Suerte de secuela no-oficial de Mental (documental sobre un hospital psiquiátrico y, muy especialmente, sus pacientes), Peace retrata el trabajo de asistencia social que lleva a cabo una pareja casi anciana para ayudar a personas con discapacidades motrices y a jubilados que no pueden valerse por sí mismos. El lleva adelante un servicio de taxis baratos acondicionados para minusválidos; ella ofrece asistencia doméstica. Entre los dos tratan de suplir un vacío social que, a juzgar por la obra de Soda, es característico de Japón: la (des)protección de los más carenciados.

Suerte de Frederick Wiseman oriental, Soda construye sus documentales desde el seguimiento respetuoso pero obsesivo de los sujetos a retratar, pero a diferencia de éste, no tiene reservas para intervenir en la acción e interrogar a las personas o dejar que ellas se dirijan a él. La gran virtud de Kazuhiro Soda es que puede detectar lo relevante en lo cotidiano, aquello que ayuda a definir un universo o a presentar una idea. Soda tiene la suficiente sabiduría como para fugarse por las tangentes sin extraviar el camino, y en Peace se demuestra en la historia de los gatos que cuida el hombre de la pareja, un grupo cerrado de gatos domesticados y uno forastero, un gato que roba la comida de los otros gatos y vive al margen de ellos. Soda construye un enorme personaje en el gato chorro, marginado por el grupo pero de una inteligencia y singularidad maravillosa, que replica la condición de las personas a las que la pareja asiste. Ese gran personaje que es el gato chorro se disputa el protagonismo de Peace con otro maravilloso personaje, un viejito encantador que fuma como una chimenea aun consciente de su cáncer de pulmón terminal, y que, justo justo cuando tiene una cámara enfrente, decide revelarle finalmente a la mujer que lo asiste que él combatió en la segunda guerra mundial.

Lo que parece exagerado es la forma en la que todos los elementos del documental se terminan posicionando para comunicar ese mensaje de aceptación e integración que se encuentra en el núcleo de Peace. Demasiado prolijo, demasiado redondo para una película que retrata personajes en los extremos del abandono o la pobreza. Aunque tal vez esa es la forma en la que decantan las cosas en el mundo si se lo observa lo suficiente y con el ojo atento al centro y a las periferias. Pavada de lección nos trae este singularísimo documentalista. Hernán Ballotta

El hombre que baila (Argentina, 2010. Dirigida por Pablo Pintor y Sergio Aisenstein). El hombre que baila es y no es una biopic sobre Héctor Mayoral, el bailarín de tango más grande. Lo es porque lo protagoniza, porque habla dando testimonios sobre eventos de su vida, porque muestra imágenes de su trayectoria en los escenarios argentinos y del mundo. No lo es, porque además crea una ficción maravillosa sobre el tango y un bailarín donde se cruzan la amistad, el barrio, la ciudad, el pasado.

Con ecos del Solanas de las tanguedias (Tangos, el exilio de Gardel y Sur), los directores Pablo Pintor y Sergio Aisenstein dejan fluir a un Mayoral histriónico y encantador que nos mantiene siempre atentos a su querible figura. En esa búsqueda por encontrar los amigos perdidos y recuperarlos para la danza nos pasea por Mataderos y el mundo del boxeo hasta dar con Corchito, por el cementerio de Avellaneda donde trabaja como enterrador Narciso o nos transporta a Vieytes donde en el manicomio se encuentra internado el Loco Carcajada y para realizar este viaje nos conduce en su auto Carlitos Gardel. Entre los aforismos y chistes del Zorzal Criollo y las escenas de tango (bailado y cantado) que actúan como separadores transcurre una historia que habla de nosotros los argentinos, de la ciudad en ruinas, del Riachuelo podrido, de la filosofía callejera de Buenos Aires con sus habitantes y su locura característica.

Original y moderna, bellamente coreografiada, con una banda sonora que no recurre a tracks musicales harto conocidos y que mezcla los tangos con el rock de Manal que suena con aires tan porteños, El hombre que baila entretiene y emociona con las mejores armas y nos acerca una figura mayúscula del género que no tiene aún el reconocimiento que se merece por su habilidad indiscutible, su talento y su don de gente. Ni él ni Elsa María, su compañera de toda la vida. Javier Luzi

SECCION CINE DEL FUTURO
Verano de Goliat
(Canadá-México, 2010. Dirigida por Nicolás Pereda).
Se suele hablar de un supuesto “cine de festival”, películas formateadas siguiendo un estricto modelo de legitimación cultural y que llevan un sello de calidad que les indica a los programadores de los festivales que “queda bien” proyectarlas, aunque sea en una sección paralela al fondo a la izquierda. Cuando se habla de este cine, se suele mentar un rasgo característico: la fragmentación, los relatos fracturados, el collage de registros y formas.

Si nos atenemos a esta descripción, Verano de Goliat sería la campeona del cine de festival, y sólo basta revisar la impresionante lista de premios que ganó para confirmarlo: mejor película de la sección Orizzonti en Venecia, mejor película en el festival de Valdivia y, en este Bafici, el premio a mejor película en la ecléctica sección paralela “Cine del futuro”. Pero hay algo extraño en esta película del jovencísimo y muy prolífico Nicolás Pereda, una intención de desmarque constante, de profunda desestabilización que contradice la imagen del director mexicano de cine de festival sentencioso y pleno de certezas que instaurase Carlos Reygadas.

Pereda narra mucho o demasiado poco, esa es la primera desestabilización que debemos sobrellevar. La película comienza con una serie de entrevistas en primerísimo primer plano a unos chicos que cuentan la historia de uno de ellos, que ganó el sobrenombre de Goliat por haber matado a su novia. De repente, no hay más chicos ni Goliat: una mujer con un bolso le explica a otra, más mayor y más resignada a la soltería que ésta, que su marido la abandonó por otra mujer más joven de un pueblo cercano. De nuevo pasamos a otra cosa. Ahora es un grupo de soldados que caminan, acompañados por la cámara que los sigue de frente, y que se putean de arriba abajo con muy coloridos insultos. Al separarse en grupos de dos, uno le dice al otro “buen tipo este Carlos” (no sé quién se llamaba Carlos, pero poco importa; no va a volver a aparecer en la película). Resulta que uno de los soldados es el hijo de la señora del bolso, que quiere conseguirle un trabajo que lo saque del servicio militar. Pero el soldado es un poco imbécil (en el cine de festival, todos los personajes son un poco imbéciles) y no hace mucho esfuerzo para lograrlo.

Pereda evita darle un arco narrativo a estas situaciones (el único arco que se ve en Verano de Goliat es uno de helechos que atraviesa la señora del bolso arrastrándose entre el agua de un río y el barro de su orilla, en un plano siniestrísimo y apichatponguiano sin la luminosidad mística del tailandés) y prefiere dedicarse a interrumpir linealidades, quebrar la transparencia enunciativa, confeccionar manierismos formales, arrastrarnos de un lado a otro por el mero placer de desestabilizar, de agitar, de expulsar. Puede que sea una experiencia interesante, pero el espectador queda tan irremediablemente solo en la oscuridad de la sala de cine viendo Verano de Goliat. Hernán Ballotta

SECCION APERTURA
Vaquero
(Argentina, 2011. Dirigida por Juan Minujín).
Julián Lamar (Juan Minujín) es actor. Ha hecho publicidades, está estrenando una obra de teatro y filma una película con un actor de renombre y popularidad. Es ese mundo el que transitaremos de su mano y de su voz, observando a través de sus ojos las apariencias que se mimetizan de realidad y oyendo su conciencia, fluyendo vertiginosa y rabiosamente sin tapujos ni remilgos, hablar directamente lo que su boca no puede decir. “No puede decir” si pretende hacerse de un sitio en ese ambiente, de un reconocimiento que no parezca migajas o sobras de algún banquete que otros han disfrutado. Cuando la oportunidad parezca golpear su puerta –disfrazada de película yanqui filmada en el país–, será el momento de dar el salto para demostrar a los otros su valor. Pero los sueños también pueden volverse pesadillas, a veces merecidamente.

La envidia, los egos en colisión permanente, la soberbia, la desvalorización y los miedos, las capas de mentira que difícilmente puedan diferenciarse de la piel y el maquillaje pasado el tiempo, la falsedad y la hipocresía se conjugan para, al ser desarrollados en un guión que apuesta por la comedia ácida e impiadosa, provocar carcajadas que van dejando paso a ese regusto amargo final que nos deja abatidos y desesperanzados.

Sin demasiada novedad en el relato (el mundo de la actuación es un terreno transitado) ni en las formas, Vaquero se sostiene y apoya en un sólido elenco que se luce y le permite a Juan Minujín demostrar sus capacidades tanto al frente como detrás de cámara. Javier Luzi

SECCION FUNCION ESPECIAL
Los Marziano
(Argentina, 2011. Dirigida por Ana Katz).
La comedia de Ana Katz siempre fue a contrapelo de las dos coordenadas más típicas del humor rioplatense: el costumbrismo y el humor de lo vulgar. El de Ana Katz es un cine de los gestos, de lo sugerido, del “understatement”, es decir, del humor a través del anti-énfasis. Por eso sus películas son plenamente cinematográficas en oposición al más televisivo costumbrismo (¿qué mejor medio para alcanzarlo que la penetración permanente y cotidiana de la televisión?) o al humor vulgar de raíces profundas en el teatro de revistas; su cámara está siempre atenta a las mínimas expresiones y a lo absurdo en lo cotidiano y logra destacarlo sin declamarlo, transformándose en una experta en la comedia de lo incómodo.

En Los Marziano hay dos hermanos (Francella y Puig) que ya no se hablan, una hermana (Rita Cortese) que preferiría verlos unidos pero no se hace demasiada ilusión y la mujer de uno de ellos (Mercedes Morán), sostén pragmático de la familia y posible lazo entre ambos. Ana Katz juega al juego de la sobriedad, construyendo una narración pausada interrumpida repentinamente por breves lapsos de furia o vacilación de los hermanos, que surgen en la película como salidos de ninguna parte y que van a morir ahí, en pequeños gestos de (in)comprensión de una hermana o una esposa. Los dos personajes principales están obsesionados: uno (Puig) con un cavador de hoyos serial en su country/barrio privado, el otro con convertir a digital horas y horas de transmisiones radiales de diversos programas que condujo en su periplo entre Córdoba y Misiones; o cómo llenar la vida de algo para no ocuparse de lo verdaderamente importante.

Ana Katz conduce esta nave a velocidad crucero (mejor dicho, a velocidad mini-yate del Tigre) con una maestría fenomenal, acumulando las tensiones en lo subterráneo mientras la serenidad de la superficie sólo deja adivinar la amable oscuridad que esconde el relato. Gran parte de la comicidad de Los Marziano proviene de la distancia entre ese núcleo tenso al borde de la explosión y la superficie lustrosa y cordial que todos (con la excepción, tal vez, del personaje de Puig) están dispuestos a mantener. Es prodigioso en este sentido cómo construye el encuentro final entre los hermanos, una secuencia extraordinaria en su moderación armada a partir de miradas, gestos, complicidades y aproximaciones afectivas. Claro que no todo es verde en el valle/campo de golf de césped sintético de Los Marziano: una inexplicable banda sonora que subraya y enfatiza secuencias que no lo necesitan ancla a la película en un tono que no le pertenece, más cercano al costumbrismo alla Esperando a la carroza. Tal vez un pequeño precio a pagar (probablemente, una exigencia de un productor que subestima a su público) por filtrar al mainstream una comedia tan inteligente, contenida y sofisticada como ésta. Hernán Ballotta


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