SECCION
FOCOS Y RETROS
Film Socialisme (Suiza, 2010. Dirigida por Jean-Luc
Godard).
Nuevo exponente de la denominada vertiente contemplativa, o no narrativa, de
la obra del joven anciano Jean-Luc, Film Socialisme es eso
que alguien en buen inglés calificó de ultimate Godard. Su último
largometraje por ahora (hay quienes dicen que no habrá otro), pero también
la formulación extrema –otra acepción de ultimate– de un cine
que Godard viene haciendo desde siempre: películas que no se limitan a
narrar historias sino que aspiran a dar cuenta de la Historia; historias que
comparten con el espectador los temas y los problemas con los que el artista
se encaró para poder narrarlas... o "no-narrarlas".
La
historia, el argumento tiene que ver con un barco que es un
crucero de placer y surca el mar Mediterráneo, tocando puertos tan
metafóricos y políticos como Egipto, Palestina, Odessa, Grecia, Nápoles y
Barcelona. Claro que ya desde el vamos hay un contrapunto insoslayable entre
el argumento y los temas, entre el carácter concreto y abstracto de cada
cosa que conforma el film. El Mediterráneo, además de eso, es mayormente
agua, mar a secas (valga la paradoja): cuna y sinónimo de la vida. Y el
barco, sin dejar de ser un barco, es aquello que transita por la vida como
cualquier mortal. Al barco, naturalmente, lo habitan personajes/personas,
pero todos ellos remiten a Jean-Luc Godard y a nosotros (en un sentido
amplio: los otros, sus espectadores). El se interroga, y nos interroga,
sobre la vida y la muerte, el ser (humano), el tiempo,
el movimiento... Temas que han sido sobradamente interpelados por las artes;
de allí tal vez la proverbial "muerte del cine" tantas veces sentenciada por
este artista genial. Godard también se pregunta por la libertad, y no encuentra mejor
respuesta que ejercerla in extremis. Como un socialista novedoso,
revolucionario.
Los
créditos de apertura ya revelan esa libertad, ese socialismo cuando
despliegan los nombres y apellidos de director, técnicos, actores y actrices
en un pie de igualdad con los de filósofos, intelectuales, artistas de
diversas épocas cuyos textos, imágenes, partituras y voces pueblan la
película. Luego veremos que no sólo la pueblan sino que la atraviesan, la
vertebran, confirmando aquello que los créditos proponían: el film como
resultado de una colaboración social compleja, nacida mucho antes del
momento de su "realización". Las cámaras de video que se utilizaron –este
es "el" largometraje digital de Godard– también están acreditadas, o forman
parte del elenco, como los medios de producción que son. (Dicho sea
de paso: el viejo Jean-Luc jugó como un niño, exprimiendo planos de
inusitada belleza a la parafernalia electrónica, pero
también unas tomas deslucidas, banales, que parecen haber pasado el filtro
para que podamos apreciar todo el arco de su experimentación con semejantes
juguetes.) Esta es una película ciertamente hablada, y en varias lenguas, pero
sin "líneas de diálogo" sino con textos que fluyen. Al principio
uno procura discernir si se trata de tal o cual cosa que un personaje le
está diciendo a otro, de un pensamiento en voz alta o de una voz en off
impersonal; con el tiempo uno aprende que pueden ser todas esas cosas, y que eso es lo que menos importa. Son preguntas y respuestas que circulan por el film y nos interpelan a todos; que se
ofrecen a quien quiera tomarlas para que haga con ellas lo que le nazca.
Todas esas
imágenes del mar de apabullante belleza fotográfica, minuciosamente
expuestas y compuestas, pero acompañadas por el soplido que el viento del
mar provoca al golpear contra la membrana del micrófono –un ruido saturado,
disonante, inadmisible para cualquier concepción profesional del sonido
cinematográfico–, me llevaron a preguntarme por la traducción, por la
representación, por los métodos del arte: ¿cuál de aquellas expresiones del
mar es la más genuina, o –sin ser lo mismo– realista: la visualmente
procesada o la auditiva directa? Otros espectadores se han de haber
planteado otras preguntas. Y las secuencias "de boliche" con gente danzando
al son de lo que se presume música electrónica, aunque apenas dejan oir unos
golpes distorsionados y absurdos: ¿no constituyen el más
original ataque a la "música moderna" que un octogenario se haya permitido
lanzar?
La
libertad bien entendida, en versión Godard 2010, también es de lo más
vertiginosa: las ideas suelen ser hondas (dos de ellas, entre tantas otras:
"El dinero es un bien común." "Todo movimiento sobre una superficie plana
que no está dictado por una necesidad física resulta en una afirmación
espacial de uno mismo... fuere al construir un Imperio, o al hacer
turismo."), pero desfilan a la velocidad de la luz. Será por eso que a
algunas de ellas se las reitera, idénticas, unos segundos después de su
formulación inicial (reiteración que viene a obrar como respuesta al
espectador que se había quedado como rogando: "¿No me lo podría
repetir?"). Muchas otras veces la frase, la idea es enunciada fugazmente una
sola vez, invitando al espectador a otra clase de interacción: deberá
deducir o concluir su desenlace, completarla, disolverla, incluso
distorsionarla; pero deberá aportarle algo propio (convirtiéndose en aquel
espectador activo que siempre reclamó el cine de Godard) si es
que quiere quedarse con alguna cosa. También podrá entregarse al ejercicio,
aquí tal vez especialmente productivo, de rever el film una o mil veces.
Volviendo al socialismo: que cada uno tome de Godard lo que necesite, y que
aporte lo que pueda a Godard.
Guillermo Ravaschino
La autobiografía de Nicolae Ceausescu
(Rumania, 2010. Dirigida por Andrei Ujica).
Este monumental
proyecto, retóricamente perfecto, se propone (de)construir la figura del
dictador rumano Nicolae Ceausescu a partir de material de archivo de la
propaganda oficial del régimen y de sus registros privados. Es decir,
mostrar el modo en que Ceausescu y su régimen pretendían construirse
públicamente. Andrei Ujica es absolutamente fiel a la consigna expresada en
el título de la película, por lo que su intervención es mínima, casi
invisible, pero no por eso menos crucial. Sin voz en off ni manipulación
ostensible, se limita a ordenar el enorme caudal de material del que dispone
conformando un relato que va desde los comienzos de su gobierno hasta su
derrocamiento en 1989. El material de archivo que conforma La
autobiografía… es casi siempre celebratorio, retratando actos públicos,
inauguraciones varias, reuniones del Consejo del Estado (donde, al parecer,
su influencia era sospechosamente total) y visitas del líder rumano a otros
países. El valor documental de estas últimas es prácticamente incunable; en
particular lo es la estadía de Ceausescu en la poco mostrada Norcorea
comunista, cuyos monstruosos actos de recibimiento al rumano recuerdan las
reuniones del partido Nazi registradas por Leni Riefenstahl en El triunfo
de la voluntad multiplicadas por mil, en un acto de supresión del
individuo en enormes mosaicos humanos que reproducen fielmente lo que Susan
Sontag denominó “estética del fascismo”.
En su
construcción del liderazgo político y el poder como una puesta en escena, el
film de Ujica se hermana con otro notable documental político, Citizen
Havel, que seguía la carrera política de Vaclav Havel desde la
disolución de Checoslovaquia hasta el fin de su mandato de una década como
presidente de República Checa. Pero si en ésta se mostraba a un
extraordinario líder y a un formidable pensador registrado desde la
transparencia de un documental de observación y, por eso, sin ningún
objetivo político a priori, la figura que retrata La autobiografía...
es la de un hombre característicamente poco carismático, mediano y gris, lo
que es muy curioso considerando la enorme sombra que este diminuto personaje
y su régimen proyectan aún hoy sobre Rumania, a juzgar por el nuevo cine
rumano y su obsesión con los vestigios del pasado.
Por supuesto que entre todo el material oficial que pretende construir un
discurso monolítico sobre su líder se filtran, involuntariamente, los
rastros de la Rumania real, paulatinamente aislada del mundo, sumida en la
pobreza y la decadencia. Es muy elocuente en este sentido la secuencia en el
Consejo de Estado en la que un opositor denuncia la farsa política en la que
estaba sumida Rumania y es mandado a callar masivamente por todos los
que lo rodean. Renuente a contextualizar o comentar de forma externa
el material, La autobiografía... es tal vez el retrato más “puro” de un
líder político y, justamente por eso, el que más funciona de forma
subterránea, por detrás y sobre los márgenes de la imagen, reafirmando
definitivamente el carácter ambiguo de la imagen cinematográfica. Todo eso
se encuentra en la última gran obra de ese cineasta sin imágenes propias que
es Andrei Ujica. Hernán Ballotta
SECCION
PANORAMA
Cave of Forgotten Dreams
(Francia, 2010. Dirigida por Werner Herzog).
La Cueva
Chauvet, descubierta en 1994, contiene varias de las pinturas rupestres más
antiguas jamás halladas, y tiene la particularidad de haber sido aislada por
un accidente geográfico que la selló y la preservó de toda contaminación del
exterior hasta su descubrimiento. Para resguardar la pureza de los
hallazgos, los científicos clausuraron la cueva y limitaron su acceso a unas
pocas personas por año, evitando así el intercambio biológico con el
exterior, razón por la cual jamás fue registrada por una cámara de video. Se
le otorgó a Werner Herzog un permiso especial para filmar la cueva y así
revelarla al resto del mundo. Pero Herzog la descubrió por partida doble:
con una cámara de cine y en 3-D.
Cave of
Forgotten Dreams
consiste en
material registrado por Herzog y su equipo en la cueva, imágenes de la zona
que la rodea y entrevistas a los científicos encargados de estudiarla. Acá
el 3-D no está usado para estimular la inmersión hipernaturalista en un
nuevo mundo (como en Avatar), sino para incrementar el extraño efecto
casi onírico que tienen las pinturas, realizadas de tal modo en los relieves
de las rocas que, al modificar la iluminación, dan la sensación de
movimiento con el juego de sombras. Herzog es consciente de la, en última
instancia, inutilidad del estudio científico que se lleva a cabo en la cueva
(como tantas veces antes, Herzog fue en busca de la conquista de lo inútil),
por lo que está menos interesado en la divulgación de datos duros que
en el registro casi impresionista de las pinturas y sus, por ponerlo de
alguna manera, consecuencias metafísicas, que el cineasta subraya desde su
característica voz en off de hipnótico maestro alemán serenamente delirante.
Decir que lo subraya es tal vez un eufemismo y, quizá por primera vez, el
discurso de Herzog parece más chamullo que otra cosa, acentuado por una
musicalización excesiva que recuerda a la también chamullera Baraka.
Y sin embargo, como en todas las películas de Herzog, hay algo que se
escapa, un elemento indefinible, un misterio primordial que, con Herzog como
con ningún otro, parece estar al alcance de la mano. Cave of Forgotten
Dreams retrata las primeras obras de arte de la Humanidad y, por
consiguiente, “el nacimiento del alma humana”, como declama Herzog desde la voz en
off. Y es, en este sentido, una cuestión espiritual. La película está
plagada de enormes pequeños hallazgos, como el descubrimiento de una mínima
deformidad en uno de los dedos de las manos impresas sobre la piedra, lo que
la vuelve reconocible y, por lo tanto, obra de un “autor” (el autorismo por
(un) defecto, punto de partida de una posible teoría estética tan delirante
como su desencadenante), o la proliferación de cocodrilos albinos en el agua
contaminada por una central nuclear en las cercanías de la cueva. Tan sólo
Herzog era capaz de transformar un institucional de divulgación científica
(categoría de la que Cave of Forgotten Dreams no se termina de
desembarazar del todo) en un recuento de las pesadillas que, desde sus
orígenes, vienen obsesionando a la Humanidad toda.
Hernán Ballotta
Nostalgia de la luz (Chile-Alemania-España-Francia, 2010. Dirigida por
Patricio Guzmán). Patricio Guzmán es el realizador de ese monumental
documento sobre la llegada de Salvador Allende al poder y su derrocamiento
tras el golpe liderado por Pinochet, llamado La batalla de Chile.
Además de esas cinco horas exhaustivas divididas en tres partes y en cuya
producción colaboró Chris Marker, Guzmán siguió realizando documentales a
través del tiempo. Esta nueva película reúne la mirada crítica sobre el
pasado histórico de Chile y América Latina, con su pasión por la astronomía
y una conjugación lúcida de la nostalgia que no está lejos de las formas en
que la invoca su compatriota Raúl Ruiz. El desierto de Atacama es el
territorio que le sirve de base para elevarse al cielo tanto como para
excavar la tierra. Porque una y otra extensión tienen mucho que decir en ese
lugar, ya sea debido a las condiciones atmosféricas que propician la lectura
estelar como al contenido oculto del suelo, fosa común de un número
considerable de cuerpos depositados allí por la dictadura pinochetista
después de torturarlos y asesinarlos. Las madres que los buscan, los
arqueólogos, geólogos y astrónomos que hablan de sus quehaceres específicos
sin dejar por ello de reflexionar más ampliamente sobre la condición humana
y la historia reciente del país, conforman un mosaico de motivos visuales
amalgamados por la voz de Guzmán. Su modulación precisa y sedosa intima con
el espectador sin abstraerlo del contexto histórico concreto, apela a la
función poética del lenguaje sin desvincularse del discurso científico,
sugiere una fe cuya base no es religiosa sino ética. Marcos Vieytes
Copia certificada
(Certified Copy.
Francia-Italia, 2010. Dirigida por Abbas Kiarostami).
La última
película de Kiarostami tiene genealogía, por no decir pedigree. Su matriz es
Viaje en Italia, de Rossellini, con Ingrid Bergman y George Sanders,
en la que la crisis de una pareja terminó consolidando la crisis de la forma
clásica de hacer cine. Pero esto pertenece al campo de la crítica, la teoría
y la historia cinematográficas, del mismo modo que las referencias a la idea
del teatro como emblema del mundo de Jean Renoir, y a la idea de la película como
fraude, como un eslabón más en la extensa cadena de falsificaciones que
constituyen la historia del arte y de la cultura, instalada definitivamente
por Orson Welles en F for Fake. Estas abstracciones, sin embargo,
pueden concretarse más o menos felizmente según el caso, y aquí lo hacen de
manera brillante y sensual, en parte gracias a Juliette Binoche, luminosa
por demás, expresiva e, incluso, excesivamente inquieta. Ese rasgo suyo, de
continuo y a menudo fastidioso nerviosismo, es usufructuado por Kiarostami
para expresar el dilema de una madre que debe criar a su hijo sola y
aprender a desligarse de él a medida que crece, tanto como el de una mujer
decidida a enamorarse, que no enamorada. El hombre en cuestión, por no decir
el afortunado, es el autor
de un ensayo cuyo título es el de la película que estamos viendo,
inaugurando la primera de unas cuantas series de reflejos significativos
pero sutiles y nada exhibicionistas. El encuentro entre ambos transcurre en
Italia, pero aquí es donde las precisiones –geográficas, temporales y, sobre
todo, lingüísticas– comienzan a develarse como puntos de
partida sobre los cuales introducir alteraciones al modo de una
improvisación musical. Para indicar lo que sigue es mejor plantear alguna
que otra pregunta retórica. ¿Y si ese hombre y esa mujer se conocían
previamente? ¿Y si son marido y esposa? ¿Y si lo fueron? ¿Fingen ser una
pareja o fingieron no haberlo sido? En el centro de la película, promediando
la duración total, hay una larga secuencia conmovedora sobre la que pivotea
su sentido, su estructura, su orden cronológico. Pero más allá de todas esas
consideraciones, subsiste la emoción de un reconocimiento tardío, el
misterio de un secreto dicho al oído y jamás develado, el contacto de una
mano que se apoya en el hombro de otro.
Marcos Vieytes
13 Assassins
(Japón, 2010. Dirigida por Takashi Miike).
Tan prolífico como irregular,
Takashi Miike ya es una marca registrada en el ambiente festivalero,
destacado principalmente por los sorpresivos excesos que inyecta en el cine
de género para renovar su vitalidad. Por eso es llamativa la apuesta de
13 Assassins, remake de una película de 1963 basada en hechos reales,
con claras referencias a Los siete samurais de Akira Kurosawa, en la
que Miike hace todo lo posible por no abandonar el clasicismo que requiere
el relato. Aunque no faltan la sangre y la violencia, ni los personajes
desmembrados, Miike demuestra que su talento narrativo no apela solo a
golpes de efecto.
La
historia de este grupo de guerreros, que debe cumplir con la misión
extraoficial de liquidar a un tirano para recomponer la paz social entre los
clanes, se va desplegando sin apuro a través de las previsibles etapas de
reclutamiento y preparación para la batalla, sin perder por eso un ápice de
interés. Faltando poco menos de un tercio de película, el enfrentamiento
final comienza, y el director despliega todas sus armas para crear una
interminable secuencia épica digna de los mejores exponentes del género.
Cuarenta minutos de puro placer cinematográfico de los que sería un pecado
adelantar nada. Ni con ochocientas tediosas reencarnaciones alegóricas del
divagante Tío Boonmee podríamos olvidar el festín de acción que nos
entrega Takashi Miike. Ramiro Villani
Aurora
(Rumania-Alemania-Francia-Suiza, 2010. Dirigida por Cristi Puiu).
Cristi Puiu se consagró
con La noche del señor Lazarescu, film que renovó el crédito y la
preeminencia que el cine rumano empezaba a desplegar en los festivales
cinematográficos del mundo. Ahora vuelve a retomar los procedimientos que
desarrolló allí para narrar 186 minutos de la vida de un hombre, Viorel,
personaje al cual le presta su cuerpo. Este hombre parco pero muy seguro de
sí, que se hace valer ante la protesta insólita de algún compañero de
trabajo cuando le pide que le devuelva un dinero que le adeuda, que le
aclara su desaprobación y su desagrado a la
pareja de su madre con una sinceridad abrumadora, que arregla un
departamento y les exige a sus vecinos lo que corresponde frente a un
problema de consorcio, este hombre, digo, a pesar de lo enunciado, es muy
extraño, actúa raramente y sin explicitar sus acciones, y el
guión ayuda a enrarecer las relaciones planteadas, a mantener ambiguos los
vínculos entre los personajes y especialmente a dejar en un cono de sombra
los problemas que parecen aquejarlo.
Problemas
que, como un volcán a punto de estallar, entran en ebullición, y cuando
asoman se despliegan con una violencia inusitada pero siempre fuera de
campo, lo que los vuelve más potentes.
Aunque la
historia fluya con total naturalidad, pide a gritos una explicación que
obviamente el director sabe necesaria y entrega llegando el final, pero esa
certeza y los aciertos formales que se exhiben no quitan la sensación de que
el tiempo planteado para llevar a cabo el relato resulta innecesaria e
injustificadamente extenso. Javier Luzi
Meek's Cutoff
(Estados Unidos, 2010. Dirigida por Kelly Reichardt).
Suerte de
anti-narración anti-western anti-cristiana, a esta última obra de Kelly
Reichardt convendría encararla por lo que sí es: un relato moroso de una
peregrinación y un extravío, y de las distintas maneras que tienen sus
protagonistas de sobrellevarlo. Meek’s Cutoff está inspirado en un
hecho histórico: una larga caravana guiada por el explorador Stephen Meek
decidió tomar un atajo (cutoff en inglés) para franquear las
supuestamente infestadas de aborígenes montañas azules y se extravió en el
desierto de Oregon. Reichardt recupera lo meramente anecdótico y lo lleva a
sus mínimas consecuencias: tres familias en tres caravanas y un medio
estúpido, medio canalla Meek guiándolos. La primera gran traición al western
canónico que lleva a cabo es reducir la pantalla al tradicional 4:3 típico
de la televisión, negando la panorámica del desierto que siempre fue tema y
fondo de los westerns usando un aspect ratio más apropiado para
filmar personas y, muy especialmente, rostros. Y así se acerca más a los
daguerrotipos y fotografías primitivas de la época del viejo Oeste
americano. En otras palabras, se aleja de la fundación mítica del Oeste y se
aproxima a su verdad histórica.
La concentración
sobre los rostros de los peregrinos es absolutamente programática: a
Reichardt le interesa menos el desierto y la sed que su efecto en los
personajes y en sus discursos. Al discurso macizo del western (encarnado en
el sanatero Meek) ya tantas veces puesto en crisis, ella le opone una serie
de discursos diferentes, pero, entre todos ellos, particularmente el
feminista. Reichardt decide correr la cámara de los hombres del Oeste y
concentrarla sobre sus mujeres, que están expectantes y subyugadas bajo el
dominio ejercido por sus maridos (soterrado y asumido, pero no por eso menos
real) hasta que deciden entrar en el juego de roles y del poder para cambiar
la situación, en especial cuando encuentran en el camino a un aborigen
construido, él también y análogamente a las mujeres, como un otro a dominar.
Lo más notable de Meek’s Cutoff es que evita formular estos discursos
(principalmente el feminista, pero también el del viejo Oeste y el del
aborigen) de forma monolítica: cada personaje se expresa como puede, y su
accionar no se ve nunca forzado o maniqueo, sino auténticamente orgánico.
Aun en su marcado anti-cristianismo, principalmente debido al modelo
misógino de mujer que dicha religión propone, Meek’s Cutoff es una
película profundamente espiritual. Su secuencia más conmovedora surge de un
canto/plegaria del aborigen a un moribundo. En ese momento, Reichardt
realiza un encadenamiento de primeros planos de los peregrinos que quedan en
repentino y respetuoso silencio, suspendidos por la fuerza evocadora del
cántico. Más que anti-western, Meek’s Cutoff es un western de
inversiones: de género, culturales, formales, espirituales. Junto a
Attenberg , la última obra de Kelly Reichardt conforma un perfecto
programa doble sobre la femineidad, una desde el antinaturalismo extremo y la
abstracción formal, la otra desde el minimalismo narrativo y,
paradójicamente, desde el género.
Hernán Ballotta
Ausente
(Argentina, 2011. Dirigida por Marco Berger).
Martín (Javier De Pietro) es un
adolescente. Un día en la clase de natación algo le sucede que obliga a
Sebastián, su
profesor de gimnasia, a llevarlo a la guardia de una clínica de ojos. Ese
imprevisto lo deja sin llaves y sin celular, que quedaron en la mochila del
compañero en cuya casa iba a pasar la noche, y afuera de la propia porque su
abuela aprovechando su ausencia tampoco iba a estar en el hogar compartido.
Sebastian (Carlos Echevarría) no quiere dejarlo solo en la calle aunque sabe
que puede meterse en serios problemas si alguien se entera de que llevó a su
alumno menor de edad a su departamento, pero no encuentra otra solución y la
noche llega. Esa decisión será el puntapié inicial para que se sucedan
cambios fundamentales en ambos.
Marco
Berger sigue incursionando en una temática donde lo homosexual tiene su peso
específico, pero se sale del gueto y consigue universalizarse, y no se vuelve
ni un corsé ni un estereotipo y tampoco se cuida de lo que muestra con
falsos pruritos (como en Plan B, los planos de personajes masculinos
en ropa interior y los bultos no son estética de propaganda ni voyeurismo
pajeril).
Ausente, en un punto, revisita el género policial ya desde lo formal
(música, puesta, encuadres, iluminación), ya desde lo temático: traición,
mentira, nocturnidad, culpa, muerte, pero tampoco se queda en ello sino que
mezcla el suspenso con el drama, la pintura de caracteres con la reflexión
existencialista sin volverse críptico ni cerrado. Apostando por los cruces
de miradas y los silencios pero sin subestimar la palabra ni el relato
clásico, Berger aúna con inteligencia y sentimiento un cine más intimista
con uno popular y sale airoso de tal empresa. Y construye personajes que
muestran sus dobleces, sus lados oscuros y sus miedos por encima de
cualquier macchietta políticamente correcta y de fácil empatía.
Hay una
profunda reflexión sobre la ausencia y la presencia que se puede vislumbrar
en el film y que marca el derrotero de sus protagonistas. Cuando cierta
irremediabilidad surja, asomarán inevitables las marcas de lo vivido
haciéndose carne y el sentimiento se impondrá naturalmente. En la pantalla y
en el espectador.
Javier Luzi
Blame
(Australia, 2010. Dirigida por Michael Henry).
Situada casi por
completo en una casa al costado de la ruta, con elenco reducido y planteo
casi teatral, Blame es un thriller ejemplar para el cine de bajo
presupuesto con aspiraciones narrativas. A los cinco minutos ya ha instalado
su premisa, y logrará sostener la tensión durante todo el metraje: un profesor
de piano es secuestrado por un grupo de jóvenes cuyo silencio y frialdad
ocultan un reciente sacudón emocional.
Tenso drama psicológico con cobertura de policial, Blame pone el
acento en la manipulación entre los personajes. Sacando provecho narrativo
de los objetos y del espacio, no se aleja nunca del verosímil genérico pero
consigue, quizás en base a rayos de luz solar –la película sucede en pleno
día–, dotarlo de una nueva cara que encubra la simplicidad del mecanismo.
Con buenas actuaciones, ritmo aceitado y astutos cambios de punto de vista,
Blame mantiene el suspenso de principio a fin con la lección
hitchcockeana bien aprendida. Sabemos lo que va a ocurrir, y no podemos dejar
de sufrirlo.
Ramiro Villani
Caterpillar (Japón,
2010. Dirigida por Koji Wakamatsu).
En el Bafici
2008 se presentó una retrospectiva del director japonés Koji Wakamatsu, tal
vez el más radical en su representación del sexo y la política entre los
directores surgidos de la nueva ola japonesa de los ’60. Lo curioso de su
inabarcable cine es que encierra sus relatos de decadencia moral y violencia
sexual en envases de desprolija clase B, coqueteando con los géneros y
enfatizando el efecto de extrañamiento del cine de bajo presupuesto. En
Caterpillar vuelve sobre sus temas predilectos, pero sitúa la acción
durante la segunda guerra sino-japonesa en un pueblo rural japonés que
recibe como a un “dios de la guerra” a un condecorado soldado que retorna
mutilado a
su país. Wakamatsu decide correr del centro de la película al
soldado y se concentra en su mujer, que debe cuidar de ese inválido que perdió
la voz, el oído y ambos brazos y piernas en el conflicto. Las demandas
del recién llegado se reducen a lo esencial: la
comida, el sueño, el sexo. Wakamatsu construye la intimidad de la pareja
como si fuera una película de terror, casi una versión libre de Freaks de
Tod Browning. Pero si en aquella los fenómenos eran personajes nobles, el
soldado de Caterpillar es su exacto opuesto, un abusador violento y
criminal de guerra ahora imposibilitado de valerse por sí mismo (y, por lo
tanto, de seguir ejerciendo el poder que su condición de marido le permitía
“puertas adentro”), con lo cual se invierten los lugares de poder que tradicionalmente
preservaba el matrimonio.
Y como contracara de la tortuosa intimidad, el afuera toma a la pareja como
símbolo idealizado de las virtudes del Japón imperialista, rol que ni el
soldado mutilado y criminal de guerra ni su mujer pueden ocupar, y ejerce
presión sobre ellos para que lo representen. Pocas veces se pudo retratar de
forma tan contundente la relación entre la esfera pública y la privada y el
efecto que puede tener una sobre la otra. Caterpillar lo logra
mostrando los vestigios concretos y físicos pero, a la vez, simbólicos que
deja el ejercicio de la política y el poder sobre los individuos, la inutilidad del
sacrificio en su faceta más vertical, entendido como negación de la propia
voluntad frente a una exigencia o modelo de comportamiento que viene,
siempre, de arriba, y la arbitrariedad con la que se construyen los héroes,
sus usos, y lo que estás construcciones ocultan. Wakamatsu no es
precisamente sutil al exponer todo esto: su puesta en escena de drama de
Grand Guignol, exagerada en el tono y redundante en su musicalización, es
demasiado excesiva para un drama de la intimidad como Caterpillar.
Pero su sequedad y su falta de miedo al ridículo (son años de oficio clase
B) la convierten en una intensísima e incómoda película anti-bélica, tan
extraña que parece, definitivamente, fuera de época.
Hernán Ballotta
American Passages (Austria, 2011.
Dirigida por Ruth Beckermann).
Sorprendente,
original, poético. American Passages es un documental difícil de
abordar sin caer en adjetivos para el afiche publicitario. Su directora
logra lo que muchos han intentado sin éxito: conjugar imágenes muy diversas
recolectadas a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, para mostrar con profundidad
y sin recortes ideológicos las múltiples historias de vidas y creencias que
alberga la sociedad norteamericana. Partiendo del triunfo de Obama y los
golpes de la crisis financiera, Beckermann se mueve y detiene intuitivamente
donde pueda encontrar una imagen o una historia dignas de ser retratadas.
Sus armas: el ojo incisivo de la cámara y la entrevista amable sin mayores
intervenciones. El resultado: un puñado de personas de diverso tipo y factor
que forman la ensalada ideológico-cultural de cualquier Nación, más allá de
que la estadounidense acuse dosis aumentadas de ciertos ingredientes como
el racismo y el belicismo.
Ruth Beckermann sabe lo que quiere. Busca ambigüedades y contradicciones, la
emoción que esconde el discurso o la lucidez detrás del drama, para revelarnos
las diversas maneras con que diferentes personas, de costumbres mayormente estáticas,
lidian como pueden con un mundo que cambia demasiado rápido como para poder
adaptarse. Las secuelas de la crisis financiera, filmadas sobre cuerpos
ordinarios, territorios impasibles e historias cotidianas. Ramiro Villani
Peace (Japón-Corea del Sur-Estados
Unidos, 2010. Dirigida por Kazuhiro Soda).
La grandeza del
documentalista japonés Kazuhiro Soda radica en su elocuente modestia, en su
tendencia a retratar a los que están en los bordes y en los enormes lazos de
empatía que construye con ellos. Suerte de secuela no-oficial de Mental
(documental sobre un hospital psiquiátrico y, muy especialmente, sus
pacientes), Peace retrata el trabajo de asistencia social que lleva a
cabo una pareja casi anciana para ayudar a personas con discapacidades
motrices y a jubilados que no pueden valerse por sí mismos. El lleva adelante
un servicio de taxis baratos acondicionados para minusválidos;
ella ofrece asistencia doméstica. Entre los dos tratan de suplir un vacío
social que, a juzgar por la obra de Soda, es característico de Japón: la
(des)protección de los más carenciados.
Suerte de
Frederick Wiseman oriental, Soda construye sus documentales desde el
seguimiento respetuoso pero obsesivo de los sujetos a retratar, pero a
diferencia de éste, no tiene reservas para intervenir en la acción e
interrogar a las personas o dejar que ellas se dirijan a él. La gran virtud
de Kazuhiro Soda es que puede detectar lo relevante en lo cotidiano, aquello
que ayuda a definir un universo o a presentar una idea. Soda tiene la
suficiente sabiduría como para fugarse por las tangentes sin extraviar el
camino, y en Peace se demuestra en la historia de los gatos que cuida
el hombre de la pareja, un grupo cerrado de gatos domesticados y uno
forastero, un gato que roba la comida de los otros gatos y vive al
margen de ellos. Soda construye un enorme personaje en el gato chorro,
marginado por el grupo pero de una inteligencia y singularidad maravillosa,
que replica la condición de las personas a las que la pareja asiste. Ese
gran personaje que es el gato chorro se disputa el protagonismo de Peace
con otro maravilloso personaje, un viejito encantador que fuma como una
chimenea aun consciente de su cáncer de pulmón terminal, y que, justo justo
cuando tiene una cámara enfrente, decide revelarle finalmente a la mujer
que lo asiste que él combatió en la segunda guerra mundial.
Lo que parece exagerado es la forma en la que todos los elementos del
documental se terminan posicionando para comunicar ese mensaje de aceptación
e integración que se encuentra en el núcleo de Peace. Demasiado
prolijo, demasiado redondo para una película que retrata personajes en los
extremos del abandono o la pobreza. Aunque tal vez esa es la forma en la que
decantan las cosas en el mundo si se lo observa lo suficiente y con el ojo
atento al centro y a las periferias. Pavada de lección nos trae este
singularísimo documentalista. Hernán Ballotta
El hombre que baila (Argentina, 2010. Dirigida por Pablo Pintor y
Sergio Aisenstein).
El hombre que baila
es y no es una biopic sobre Héctor Mayoral, el bailarín de tango más grande.
Lo es porque lo protagoniza, porque habla dando testimonios sobre eventos de
su vida, porque muestra imágenes de su trayectoria en los escenarios
argentinos y del mundo. No lo es, porque además crea una ficción maravillosa
sobre el tango y un bailarín donde se cruzan la amistad, el barrio, la
ciudad, el pasado.
Con ecos
del Solanas de las tanguedias (Tangos, el exilio de Gardel y Sur),
los directores Pablo Pintor y Sergio Aisenstein dejan fluir a un Mayoral
histriónico y encantador que nos mantiene siempre atentos a su querible
figura. En esa búsqueda por encontrar los amigos perdidos y recuperarlos
para la danza nos pasea por Mataderos y el mundo del boxeo hasta dar con
Corchito, por el cementerio de Avellaneda donde trabaja como enterrador
Narciso o nos transporta a Vieytes donde en el manicomio se encuentra
internado el Loco Carcajada y para realizar este viaje nos conduce en su
auto Carlitos Gardel. Entre los aforismos y chistes del Zorzal Criollo y las
escenas de tango (bailado y cantado) que actúan como separadores transcurre
una historia que habla de nosotros los argentinos, de la ciudad en ruinas,
del Riachuelo podrido, de la filosofía callejera de Buenos Aires con sus
habitantes y su locura característica.
Original y
moderna, bellamente coreografiada, con una banda sonora que no recurre a tracks musicales harto conocidos y que mezcla los tangos con el rock de
Manal que suena con aires tan porteños, El hombre que baila
entretiene y emociona con las mejores armas y nos acerca una figura
mayúscula del género que no tiene aún el reconocimiento que se merece por su
habilidad indiscutible, su talento y su don de gente. Ni él ni Elsa María,
su compañera de toda la vida. Javier Luzi
SECCION
CINE DEL FUTURO
Verano de Goliat (Canadá-México, 2010. Dirigida por Nicolás Pereda).
Se
suele hablar de un supuesto “cine de festival”, películas formateadas
siguiendo un estricto modelo de legitimación cultural y que llevan un sello
de calidad que les indica a los programadores de los festivales que “queda
bien” proyectarlas, aunque sea en una sección paralela al fondo a la
izquierda. Cuando se habla de este cine, se suele mentar un rasgo
característico: la fragmentación, los relatos fracturados, el collage de
registros y formas.
Si nos atenemos
a esta descripción, Verano de Goliat sería la campeona del cine de
festival, y sólo basta revisar la impresionante lista de premios que ganó
para confirmarlo: mejor película de la sección Orizzonti en Venecia, mejor
película en el festival de Valdivia y, en este Bafici, el premio a mejor
película en la ecléctica sección paralela “Cine del
futuro”. Pero hay algo extraño en esta película del jovencísimo y muy
prolífico Nicolás Pereda, una intención de desmarque constante, de profunda
desestabilización que contradice la imagen del director mexicano de cine de
festival sentencioso y pleno de certezas que instaurase Carlos Reygadas.
Pereda narra
mucho o demasiado poco, esa es la primera desestabilización que debemos
sobrellevar. La película comienza con una serie de entrevistas en
primerísimo primer plano a unos chicos que cuentan la historia de uno de
ellos, que ganó el sobrenombre de Goliat por haber matado a su novia. De
repente, no hay más chicos ni Goliat: una mujer con un bolso le explica a
otra, más mayor y más resignada a la soltería que ésta, que su marido la
abandonó por otra mujer más joven de un pueblo cercano. De nuevo pasamos a
otra cosa. Ahora es un grupo de soldados que caminan, acompañados por la
cámara que los sigue de frente, y que se putean de arriba abajo con muy
coloridos insultos. Al separarse en grupos de dos, uno le dice al otro “buen
tipo este Carlos” (no sé quién se llamaba Carlos, pero poco importa; no va a
volver a aparecer en la película). Resulta que uno de los soldados es el
hijo de la señora del bolso, que quiere conseguirle un trabajo que lo saque
del servicio militar. Pero el soldado es un poco imbécil (en el cine de
festival, todos los personajes son un poco imbéciles) y no hace mucho
esfuerzo para lograrlo.
Pereda evita darle un arco narrativo a estas situaciones (el único arco que
se ve en Verano de Goliat es uno de helechos que atraviesa la
señora del bolso arrastrándose entre el agua de un río y el barro de su
orilla, en un plano siniestrísimo y apichatponguiano sin la luminosidad
mística del tailandés) y prefiere dedicarse a interrumpir linealidades,
quebrar la transparencia enunciativa, confeccionar manierismos formales,
arrastrarnos de un lado a otro por el mero placer de desestabilizar, de
agitar, de expulsar. Puede que sea una experiencia interesante, pero el
espectador queda tan irremediablemente solo en la oscuridad de la sala de
cine viendo Verano de Goliat. Hernán Ballotta
SECCION APERTURA
Vaquero (Argentina, 2011. Dirigida por Juan Minujín).
Julián Lamar (Juan Minujín) es
actor. Ha hecho publicidades, está estrenando una obra de teatro y filma una
película con un actor de renombre y popularidad. Es ese mundo el que
transitaremos de su mano y de su voz, observando a través de sus ojos las
apariencias que se mimetizan de realidad y oyendo su conciencia, fluyendo
vertiginosa y rabiosamente sin tapujos ni remilgos, hablar directamente lo
que su boca no puede decir. “No puede decir” si pretende hacerse de un sitio
en ese ambiente, de un reconocimiento que no parezca migajas o sobras de
algún banquete que otros han disfrutado. Cuando la oportunidad parezca
golpear su puerta –disfrazada de película yanqui filmada en el país–, será
el momento de dar el salto para demostrar a los otros su valor. Pero los
sueños también pueden volverse pesadillas, a veces merecidamente.
La envidia,
los egos en colisión permanente, la soberbia, la desvalorización y los
miedos, las capas de mentira que difícilmente puedan diferenciarse
de la piel y el maquillaje pasado el tiempo, la falsedad y la hipocresía se
conjugan para, al ser desarrollados en un guión que apuesta por la comedia
ácida e impiadosa, provocar carcajadas que van dejando paso a ese regusto
amargo final que nos deja abatidos y desesperanzados.
Sin
demasiada novedad en el relato (el mundo de la actuación es un terreno
transitado) ni en las formas, Vaquero se sostiene y apoya en un
sólido elenco que se luce y le permite a Juan Minujín demostrar sus
capacidades tanto al frente como detrás de cámara. Javier Luzi
SECCION
FUNCION ESPECIAL
Los Marziano (Argentina, 2011. Dirigida por Ana Katz).
La comedia de
Ana Katz siempre fue a contrapelo de las dos coordenadas más típicas del
humor rioplatense: el costumbrismo y el humor de lo vulgar. El de Ana Katz
es un cine de los gestos, de lo sugerido, del “understatement”, es decir,
del humor a través del anti-énfasis. Por eso sus películas son plenamente
cinematográficas en oposición al más televisivo costumbrismo (¿qué mejor
medio para alcanzarlo que la penetración permanente y cotidiana de la
televisión?) o al humor vulgar de raíces profundas en el teatro de revistas;
su cámara está siempre atenta a las mínimas expresiones y a lo absurdo en lo
cotidiano y logra destacarlo sin declamarlo, transformándose en una experta
en la comedia de lo incómodo.
En Los
Marziano hay dos hermanos (Francella y Puig) que ya no se hablan, una
hermana (Rita Cortese) que preferiría verlos unidos pero no se hace
demasiada ilusión y la mujer de uno de ellos (Mercedes Morán), sostén
pragmático de la familia y posible lazo entre ambos. Ana Katz juega al juego
de la sobriedad, construyendo una narración pausada interrumpida
repentinamente por breves lapsos de furia o vacilación de los hermanos, que
surgen en la película como salidos de ninguna parte y que van a morir ahí,
en pequeños gestos de (in)comprensión de una hermana o una esposa. Los dos
personajes principales están obsesionados: uno (Puig) con un cavador de
hoyos serial en su country/barrio privado, el otro con convertir a digital
horas y horas de transmisiones radiales de diversos programas que condujo en
su periplo entre Córdoba y Misiones; o cómo llenar la vida de algo para no
ocuparse de lo verdaderamente importante.
Ana Katz conduce esta nave a velocidad crucero (mejor dicho, a velocidad
mini-yate del Tigre) con una maestría fenomenal, acumulando las tensiones en
lo subterráneo mientras la serenidad de la superficie sólo deja adivinar la
amable oscuridad que esconde el relato. Gran parte de la comicidad de Los
Marziano proviene de la distancia entre ese núcleo tenso al borde de la
explosión y la superficie lustrosa y cordial que todos (con la excepción,
tal vez, del personaje de Puig) están dispuestos a mantener. Es prodigioso
en este sentido cómo construye el encuentro final entre los hermanos, una
secuencia extraordinaria en su moderación armada a partir de miradas,
gestos, complicidades y aproximaciones afectivas. Claro que no todo es verde
en el valle/campo de golf de césped sintético de Los Marziano: una
inexplicable banda sonora que subraya y enfatiza secuencias que no lo
necesitan ancla a la película en un tono que no le pertenece, más cercano al
costumbrismo alla Esperando a la carroza. Tal vez un pequeño precio a
pagar (probablemente, una exigencia de un productor que subestima a su
público) por filtrar al mainstream una comedia tan inteligente, contenida y
sofisticada como ésta. Hernán Ballotta
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