Un Amour de Jeunesse (Un amor de juventud. Francia-Alemania, 2011. Dirigida por
Mia Hansen-Love).
La apuesta de Mia Hansen-Love en Un Amour de Jeunesse, su tercer
largometraje, es muy audaz: recuperar la tradición fatalista de la
literatura romántica decimonónica y transportarla a un contexto
contemporáneo. Lo hace centrándose en la joven Camille, una sufriente Madame
Bovary enamorada de Sullivan, un adolescente esquivo que parece y no parece
sentir lo mismo que su enamorada. Sullivan decide hacer un viaje a
Sudamérica y la abandona, prometiéndole fidelidad emocional y
correspondencia epistolar constante. Pero de a poco las cartas comienzan a
espaciarse, hasta que una carta triste, solitaria y final
da por concluida la relación. Entonces la sufrida Camille cae en una crisis
nerviosa e intenta, sin éxito, suicidarse.
El tiempo pasa y
Camille ahora es una estudiante de arquitectura. Dentro del claustro conoce
a Lorenz, un profesor bastante mayor que ella en las postrimerías de su
matrimonio. Lorenz descubre en Camille a una chica sensible y apasionada, el
mismo tipo de sensibilidad desesperada que la película hace propia, y ambos
se enamoran e inician una relación madura. Pero desafortunadamente, la
reaparición de Sullivan vuelve a desestabilizar las certidumbres de Camille, y
así se encuentra frente a una decisión que, tal vez, la naturaleza del amor que
sienten el uno por el otro ya tomó por ellos.
Esta apacible película romántica sobre las diferencias del amor adolescente
y el amor maduro, esa distinción necesaria que Erich Fromm formuló en "El
arte de amar", tiene claros ecos del cine Eric Rohmer, aunque su
relación con la tradición romántica y su carácter de "fuera de época" la
hermanan con el cine del norteamericano, pero francés por
sensibilidad y adopción, Eugene Green. Lo que en última instancia Un Amour
de Jeunesse retrata es la tragedia de que el amor de nuestra vida pueda
no ser la persona con la que queremos pasar el resto de nuestras vidas.
Hernán Ballotta
Las pibas
(Argentina, 2011. Dirigida por Raúl Perrone).
El gran cronista cinematográfico de Ituzaingó, Raúl Perrone, fue
aproximándose con sus últimos films al registro de una clase social marginal
que por primera vez encuentra su espacio de representación en el cine
nacional, ya alejado del mundo de la bohemia y de los repartos con músicos
de rock. Pero Las pibas no es simple realismo social; el Perro es muy
sabio como para caer en un vicio semejante. Perrone está profundamente
preocupado por la composición del encuadre, por esa cualidad alucinada de la
luz y los colores, por la estructura rítmica, repetitiva, en loop. Muestra
unos pocos espacios y vuelve a ellos una y otra vez: la fábrica donde
trabaja Fiorella, la calle que recorre para llegar a ella y su habitación,
pintada de colores fuertes y puros sobre el gris hormigón y decorada con
austeridad (el único objeto decorativo relevante es un espejo roto colgado
sobre la cama en cuyo reflejo descubrimos a Fiorella por primera vez cuando
dice el monólogo inicial de la película). Estos tres espacios parecen tener
un peso específico, un sentido particular en el relato. La fábrica, espacio
eminentemente masculino, es donde la hostilidad hacia Fiorella y su estilo
de vida se cristaliza. La calle es un espacio de transición, donde siempre
canta en off una canción que escucha por
auriculares. Perrone filma las escenas en la calle con un
travelling lateral, y uno puede sentir la materialidad del empedrado en
el temblor de la cámara. La habitación es el espacio central de la película
(y el espejo roto ocupa siempre el espacio central de los planos dentro de
ella); allí, en el encierro, Fiorella se refugia contra la hostilidad e
intenta construir una vida bajo sus propios términos, junto a su ex (y
posible futura) novia Yuli. En ese cuarto, en el que las pibas discuten cómo
hacer para poder convivir juntas, cómo armar un código de leyes
sentimentales que les permita poder hacerlo, ellas aprender a estar solas
juntas.
Los famosos
cielos de Ituzaingó de Perrone no aparecen por ningún lado en Las pibas,
ésta es una película de encierro (embrional en la habitación de Fiorella y
amenazante en la fábrica). Y en un plano extraordinario, un contrapicado que
muestra solo las pelotas lumínicas con las que Fiorella hace malabares, lo
que parecía el cielo abierto se termina revelando como cielorraso cuando
alguna de las pelotas se aproxima tanto al techo que lo ilumina fugazmente.
En esa forma de reconstruir el encierro, Perrone denota la marginalización
de la que son víctimas estas pibas y cómo hacen para resolverla. Con esa
misma sutileza, previo a la polémica escena de violación fuera de campo en
la fábrica, Perrone sugiere con un plano de Fiorella frente a una pared
empapelada con recortes de mujeres semidesnudas de revistas masculinas cómo
esa construcción social de la mujer como objeto sexual antecede a (y
presupone) la violencia de género que se desencadena posteriormente. Y
además compara la irrealidad de esos cuerpos preformateados con la belleza
concreta y trascendental de Fiorella, una mujer que se niega a seguir los
imperativos sociales.
Aunque en su estructura en loop Las pibas pueda parecer una película
programática, la naturalidad y la espontaneidad siguen siendo los valores
fundamentales. Fiel a su método lo-fi, Perrone no hace retomas, aún
si el micrófono captó la señal de un celular imprudentemente dejado prendido
durante el rodaje. A partir de la preocupación formal, de su economía
retórica que denota sentidos y de su antiacademicismo (aún cuando Perrone
fundó su propia escuela antiacadémica), el Perro creó una enorme pequeña
película que concluye en un largo plano final en el que la ternura cimenta
las bases de una existencia más plena. Hernán Ballotta
Keyhole
(Canadá, 2011. Dirigida por Guy Maddin).
El reciente
triunfo de una película en blanco y negro y sin diálogos "hablados" (más una
película "muteada" que muda) en los premios Oscar, más allá de su (escaso)
valor cinematográfico, expuso una injusticia que, aparentemente, no será
subsanada en lo inmediato: mientras que El Artista, una película que
recrea superficialmente y con oportunismo el estilo del cine mudo
industrial, recibe la aprobación de los órganos de legitimación cultural más
importantes del mundo (la Academia de Hollywood, Cannes y un larguísimo
etcétera), la obra del canadiense Guy Maddin, que propone una versión
personalísima y alucinada del cine mudo más interesante (el de Méliès, el de
Von Sternberg, el de Eisenstein), sigue siendo una suerte de paria en el
universo cinematográfico por fuera de los festivales. Y mientras El
Artista carecía absolutamente de perspectiva histórica y veía al Cine
como hijo de la técnica y el marketing, el cine de Maddin problematiza su
relación con la Historia del Cine haciendo de la dificultad –cuando no
imposibilidad– de la memoria su tema central, denunciando a la amnesia
cultural que engendra productos como El Artista.
En Keyhole,
como no podía ser de otra manera, hay un personaje que sufre de amnesia, una
joven rescatada de ahogarse por el líder de una pandilla de mafiosos
refugiados en la casa de éste, asediada por fuera por la policía invisible,
presente sólo en los haces de luz que se cuelan por las ventanas y le
otorgan a toda la cuestión un cariz teatral, y por dentro por los fantasmas
familiares del mafioso. La joven, cuando pierde la memoria, se
vuelve una especie de médium para que el gangster pueda comunicarse con su
esposa muerta, que recorre las habitaciones de la casa cuando no
está encerrada en el ático con el fantasma encadenado y desnudo de su padre,
una presencia maligna y perturbadora que funciona como narrador en off.
Antes que film noir y antes que película de terror, Keyhole es
una película de Guy Maddin, con esa estructura caótica y arbitraria, su
montaje acelerado y rítmico, sus imágenes triperas, su obsesión con
las figuras materna y paterna. Maddin declaró que Keyhole es una
adaptación de "La Odisea", pero su vínculo con la épica homérica es aun más
oscuro e indirecto que el que tenía con ella ¿Dónde estás, hermano?
de los Coen. Si aquella obra clásica trataba del camino
progresivo del héroe hacia su objeto amado, el viaje del mafioso en
Keyhole es de espiral descendente, hacia su interior y hacia su
autodestrucción.
Pero a diferencia de sus anteriores películas, el laberinto que propone
Maddin en Keyhole no es particularmente interesante de recorrer. El
humor chabacano, los densos simbolismos, lo apurada que resulta la
resolución, nada nos acerca a estos personajes sufrientes, anhelantes que
tratan por todos los medios de exorcizar a sus fantasmas, o al menos de evitar
convertirse en uno. Aun así, con todo su manierismo un poco gastado,
Keyhole sigue siendo una estimulante anexión del lenguaje del cine
mudo al mundo personal de su realizador.
Hernán Ballotta
Boxeo Constitución
(Austria-Argentina, 2011. Dirigida por Jakob Weingartner).
¿Se dio
cuenta el director del dolor que hay en su película? Yo creo que sí y que por
eso corta rápido algunos planos y escenas para evitarnos verlo más de lo
necesario. Ese gesto es importante porque nos indica que el dolor existe
al tiempo que evita explotarlo. Nos recuerda que ese dolor no está en la película
sino afuera de ella y que la precede y continúa más allá del momento en que
la vemos. Por otro lado, hace de esta experiencia un hecho feliz. Boxeo
Constitución es una colección de esperanzas (la de los pibes que laburan
para triunfar), pero sobre todo un lugar de reunión. El espacio físico donde
los personajes se encuentran es el gimnasio subterráneo de la estación
Constitución y de allí la película viaja –como los trenes– hacia las
fronteras de la Capital Federal y hacia el conurbano bonaerense para mostrar
de dónde viene cada uno. También va al Luna Park, que es el lugar del sueño,
la meta, el Las Vegas nacional. Si el boxeo tiene algo tan despiadado como
conmovedor es que todo lo expone en términos binarios: el cielo y el
infierno, los sueños y la realidad, el amor y el odio, matar o morir. La
película de Weingartner muestra ese discurso espectacular pero también la
vida de todos los días, que si se escapa a esa lógica lo disimula bastante
bien. Y también muestra el accionar político que permite luchar contra esa
fatalidad, encarnado en un proyecto de ley para encuadrar laboralmente la
actividad y evitar que los boxeadores sean explotados por el funcionamiento
del mercado que los crea, rodea y consume. Una cosa notable de la cámara de
Boxeo Constitución es que se siente cómoda y encuentra belleza donde mira,
y no le hace asco a la pobreza. Sabe que ambas no son incompatibles y sabe que
para encontrar cosas hay que salir a buscarlas.
Marcos Vieytes
Tabú
(Portugal-Alemania-Brasil-Francia,
2012. Dirigida por Miguel Gomes).
Hay películas
que nos demuestran que hay otro camino posible, que es posible (y tal vez
necesario) mirar el pasado del cine para construir su futuro, que no todo es
seriedad, pesadez y simulación, sino que puede haber juego, aventura y
transparencia. Para muchos, Tabú fue esa película en este festival.
Miguel Gomes ya nos había regalado una experiencia semejante con Aquel
querido mes de agosto, una película libre, festiva y colorida sobre la
música popular portuguesa, el verano y el amor. A Tabú también le
pertenecen todos esos adjetivos, aún si está filmada en un lumino y
bellísimo blanco y negro, cortesía del gurú de la imagen cinematográfica en
Portugal, el gran Rui Poças, uno de los directores de fotografía más
extraordinarios de los últimos 20 años, responsable también del aspecto
visual de Morir como un hombre.
La gran paleta
cromática de Tabú radica en todos los matices emocionales que
transita en su hora cincuenta de duración, todos ellos componentes de la
herramienta primordial de la película, la narración ficcional. La película
está estructurada en tres partes, de duración creciente. Un breve prólogo
introduce una leyenda africana: un valiente aventurero, asediado por el
recuerdo de un viejo amor, escapa a África. Aunque es reconocido por todos
como el más temerario de los cazadores de la zona, finalmente sucumbe ante
el terror de la presencia fantasmal de ese amor y se suicida arrojándose a
un lago lleno de cocodrilos. La segunda parte transcurre en una
contemporánea y melancólica Lisboa. Allí vive Pilar, una católica fervorosa
y solitaria que dedica su vida a ayudar a otros, aunque su ayuda se ve
rechazada una y otra vez. En el mismo edificio que ella vive Aurora, una
anciana aristocrática venida a menos en el borde interior de la senilidad,
que maltrata incansablemente a su empleada doméstica africana, y Pilar se
vuelve su único confidente. Cuando Aurora enferma, le pide a Pilar que vaya
en búsqueda de Ventura, pero cuando finalmente lo encuentra, ya es demasiado
tarde. El relato en off de Ventura a Pilar conforma la tercera parte de la
película, que cuenta sin diálogos más allá de la narración en off la
historia de amor extramatrimonial de una joven Aurora con el trotamundos
Ventura en los primeros años de la década de 1960 en África, a poca
distancia de la ficticia montaña Tabú.
Tabú
es un elixir de imaginación, una apuesta por la narración pura, por las
aventuras exóticas (pero nunca exotistas) de las novelas de aventuras
juveniles del siglo XIX, de los retratos colonialistas de Joseph Conrad, del
mundo hipermasculino y salvaje de Ernest Hamingway, de las fantasías
populares del mejor cine clásico de Hollywood. Pero Migue Gomes reconoce la
distancia temporal y simbólica que tenemos con esos relatos, entonces le
imprime autoconciencia a su película, se asegura de exponer la condición
ficcional e inventiva de su película y usa la música, deliberadamente
anacrónica en relación al momento temporal en el que transcurre la ficción y
tan central aquí como en Aquel querido mes de agosto, como un modo de
comentar desde afuera el relato. Al igual que Historias extraordinarias
de Mariano Llinás, pero sin su desaforado ímpetu expansivo, lo que
Tabú pone en juego es que es la imaginación por sobre todas las cosas la
que puede crear los universos ficcionales más sólidos y más placenteros.
Hernán Ballotta
The Day He Arrives
(Corea del Sur, 2011. Dirigida por Hong Sang-soo).
Siempre igual a
sí mismo, el cine de Hong Sang-soo se alimenta de las pequeñas variaciones.
The day he arrives, pequeña gran comedia de costumbres encerrado en
un frasco de metafísica del Tiempo, se centra, como tantas veces antes, en
un director de cine y su círculo social inmediato. Esta vez, el director
llega a Seúl por tres días para encontrarse con un amigo profesor de cine. Y
así comienzan a entrar y a salir de la escena hombres y mujeres, la mayoría
relacionada al mundo del cine, que pivotean alrededor de (y conforman
fugaces triángulos amorosos con) el director de cine.
El de Hong es un
cine del ocio; jamás veremos personajes trabajando en una de sus películas.
En The day he arrives el único personaje que tendría que estar
trabajando, la dueña de un pequeño restaurante al que los personajes
terminan yendo (fatalmente) una y otra vez y que es idéntica a la ex novia
del director, siempre deja su negocio desatendido, aún cuando tiene
clientes. Esas vacaciones permanentes son las que les permiten hacer lo que
siempre hacen en las películas de Hong, comer, beber y hablar. La chica
del sur, ese documental de José Luis García que transcurre en gran parte
en Corea del Sur, nos demostró que la repetición constante de esas tres
acciones no es pura invención de Hong Sang-soo, sino que parecen aparecer
una y otra vez cada vez que un grupo de surcoreanos se reúnen en un bar.
Pero a medida que se suceden esos tres días, la sensación que empieza a
aparecer es que se trata en realidad de los mismos tres días, con sus
mínimas variantes y sus repetidas casualidades. Esa es la variación
principal de The day he arrives dentro del cuerpo de la obra de Hong,
cada vez más afecta a las estructuras complejas pero cada vez más sencillo y
depurado en sus materiales. Pero de alguna forma, estas repeticiones con
pequeñas variaciones dan la clave de la obra de Hong: todas las películas
son la misma película. Y, además, de forma análoga al protagonista de The
day he arrives, que se mueve justamente porque no tiene destino y aún
así siempre termina visitando los mismos lugares, el cine del ocio de Hong,
aún sin aparentarlo, explora insistentemente la peculiar geometría de las
relaciones humanas.
Hernán
Ballotta
Barbara
(Alemania, 2012. Dirigida por Christian Petzold).
Barbara
debe ser la primera película surgida de la Escuela de Berlín (y de sus
entrañas mismas: Christian Petzold es considerado uno de los fundadores de
ese movimiento) que se acerca a la historia inmediata de Alemania desde la
reconstrucción de época y no exhibiendo sus huellas desde un contexto
contemporáneo. Lejos del didactismo de esos ejercicios de historiografía
comercial, patrimonio del último y oscarizado cine industrial alemán, el
momento histórico preciso en el que transcurre Barbara es difuso. Ahí
se adivina que la intención de Petzold no es exponer alguna verdad histórica
para el consumo de las masas, sino el de acercarse a la cotidianeidad de la
vida en un pequeño pueblo de Alemania Oriental en la década del 80. Allí
llega la Barbara del título, interpretada por la musa absoluta del cine de
Petzold, la gran Nina Hoss, una médica que, por castigo por querer emigrar
al oeste, fue trasladada de Berlín y que comienza a trabajar en la clínica
del pueblo a la espera que su novio, un empresario de Alemania Occidental,
arme un plan para llevarla al otro lado de la cortina de hierro. En su nuevo
hogar, bajo la mirada inquisidora constante de la Stasi (aunque menos
monolítica y absoluta que en otras películas con tema similar, como La
vida de los otros), conoce a un colega, André, un doctor deshumanizado
por la rutina médica que lo transformó en un agente más de la burocracia
estatal, él también, como Barbara, desplazado de su lugar de origen, aunque
por causas menos transparentes.
El estilo frío y
distanciado de Petzold, cuyos films siempre operan subterráneamente, logra
evitar el típico retrato exagerado de la vida bajo el gobierno socialista, y
nos permite ver que, aunque la represión y la paranoia eran una constante,
también existía la oportunidad para la resistencia, para las acciones
nobles, para vivir más que sobrevivir. Y, además, la dominación no es
exclusiva del régimen socialista: el novio de Barbara, el empresario, le
dice que, una vez en Alemania Federal, no iba a tener que volver a trabajar,
iba a poder ocupar la función social designada a toda mujer de clase alta en
mundo capitalista.
Petzold, el gran retratista de los espacios vacíos de la Alemania moderna,
retrocede unas décadas para mostrar que el germen de la disolución social ya
estaba en los últimos años de la Alemania Oriental. Sin embargo, como la
autoridad está presente y, antes que nada, está encarnada en seres humanos
particulares, puede ser resistida, deja lugar para la toma de elecciones
éticas. En el mundo post caída del muro que mostró Petzold en sus anteriores
películas, la autoridad estaba tan naturalizada que eliminaba toda
posibilidad de heroísmo. Esta mirada entre idealista y nostálgica, aunque
profundamente crítica en un sentido más maduro que la mera denuncia
tranquilizadora del cine industrial alemán, incomodó a muchos en la
audiencia. Afortunadamente, el estreno garantizado en salas comerciales de
Barbara nos va a permitir seguir discutiéndola.
Hernán
Ballotta
Alps
(Grecia, 2011. Dirigida por Yorgos Lanthimos).
Aún con todo el
sonido y la furia de los manifestantes que tomaron las calles de las
principales ciudades de Grecia a partir del 2010, se empezó a percibir el
murmullo de una incipiente ola cinematográfica que con un puñado de films (Attenberg
de Athina Rachel Tsangari, Dogtooth y Alps de Yorgos Lanthimos
son sus principales exponentes) redefinieron el cine que podemos esperar de
ese país, previamente sumido en una medianía solo alterada por los
frecuentes aportes del trilogista Theo Angelopoulos. Privilegiando la
abstracción y el absurdo al registro más inmediato y "contemporáneo" de su
entorno, estas películas están más interesadas en ser tratados sobre la
naturaleza humana que en retratar la crisis en Grecia. Y sin embargo, se
hacen una pregunta que interpela a la sociedad griega en su conjunto: ¿Cuál
es nuestro lugar en el mundo? (Que la respuesta sea "el patio trasero de la
eurozona" tiene no poco que ver con las manifestaciones y huelgas generales
en el país helénico).
Para responder a
esta cuestión, Lanthimos se centra en la unidad mínima de organización
social, la familia. Si en Dogtooth ésta era una prisión que imponía
sentido sobre sus miembros y en Attenberg un ente biológico
desprovisto de todo sentido social auténtico, en Alps la familia es
un imperativo que sobrevivió por mucho a su necesidad real. "Alpes" es el
nombre de una organización que se reúne en un gimnasio y cuya tarea es
reemplazar a los que acaban de morir en su núcleo familiar y grupo de amigos
hasta que éstos puedan realizar el correspondiente duelo. El líder del
grupo, Mont Blanc, mezcla de director técnico y dictador chaplinesco (si hay
algún elemento abiertamente político en Alps, hay que encontrarlo en
la gratuidad de comedia negra de las figuras de autoridad), reina con un
puño de hierro sobre los otros tres integrantes de Alpes, una enfermera que
parece haber difuminado su propia existencia dentro de las vidas que
reemplaza, una gimnasta rítmica y su entrenador. Pero la labor del grupo no
sólo se limita a la sustitución, sino que también recrean a pedido
situaciones que los familiares vivieron con el difunto.
Otra de las características de este "nuevo cine" de Grecia es que confunde
la dirección de actores con la coreografía (los actores menos que actuar se
desplazan por la película bailando, entre la rigidez autómata y la
contorsión) y la imagen en movimiento con el primitivismo del daguerrotipo.
A partir de este extraño programa cinematográfico, Lanthimos construye sus
particulares universos simbólicos, en los que la vaciada cultura pop
sobrevuela la existencia de estos personajes que solo logran vivir por otros
y no con los otros. Es difícil prever el destino de este impulso modernista
en el cine griego, pero definitivamente va a ser una experiencia fascinante
presenciarlo.
Hernán Ballotta
Alois Nebel
(República Checa, 2011. Dirigida por Tomas Lunak).
Es refrescante
ver una película de animación checa que, para variar, no está hecha con la
técnica de stop motion, la escuela predominante de la animación de
ese origen desde Jiri Trnka y Karel Zeman en adelante y que cayó en una
lenta decadencia a partir de la división de Checoslovaquia. En esta
oportunidad el debutante Tomás Lunák concentra tres novelas gráficas
escritas por Jaroslav Rudis e ilustrada por Jaromír 99 en un largometraje
rotoscopiado, técnica de dibujo sobre fotogramas que, claro, fue la
misma que utilizó Richard Linklater para Waking Life y A Scanner
Darkly, pero que surgió hace ya casi un siglo del tintero de Max
Fleischer. Y a partir de la técnica de animación por naturaleza más
realista, Lunák pinta un retrato en blanco y negro de los últimos años de
los gobiernos comunistas en Europa central a través de un mínimo relato
sobre Alois Nebel, el guarda de una estación de tren en la frontera entre
Checoslovaquia y Polonia, un empleado público pequeño, pequeño condenado a
ser sujeto pasivo de la Historia. Cuando un silencioso fugitivo atraviesa la
frontera ilegalmente y aparece en la estación de tren con una fotografía del
padre de Alois Nebel, el guarda tiene un ataque de pánico tras rememorar un
trauma infantil relacionado con la expulsión de la población alemana de
Checoslovaquia al final de la Segunda Guerra Mundial y es internado en un
manicomio, que parece una institución disciplinaria foucaultiana que un
centro de salud. Cuando le dan el alta, descubre que fue reemplazado en la
estación y decide ir a Praga a reclamar su reincorporación, donde pasa sus
días como un vagabundo codeándose con los expulsados del sistema (comunista
y capitalista, poca importancia tiene la diferencia) y donde conoce a una
viuda empleada en la terminal que se transforma en su interés romántico.
Aunque "interés" es un término excesivo para esta película somnolienta
centrada en un personaje inexpresivo hasta los límites de lo inexpugnable.
Alrededor de este microrrelato se presenta lateralmente el relato de la
Historia, con la caída del muro de Berlín, la apertura de las fronteras y la
Revolución de terciopelo encabezada por Václav Havel como principales
protagonistas. Todo esto atraviesa la película como una calma brisa, y lejos
de perturbarla y ponerla en movimiento, la cierra más sobre sí misma y su
fijación nebulosa con el pasado. Ni siquiera una tormenta de proporciones
bíblicas que azota la zona hacia el final de la película puede insuflarle un
poco de vida a este noir político más gris que negro. Alois Nebel
tiene el dudoso honor de ser la película más rígida y más pétrea sobre esa
época de cambio y conmoción. Lo que es casi lo mismo que decir que es una
película que nació muerta.
Hernán
Ballotta
As cançoes (Brasil,
2011. Dirigida por Eduardo Coutinho).
Nick Hornby se
pregunta en su novela "Alta Fidelidad" por qué siempre se intenta proteger a
los niños ante los contenidos violentos, mientras que se los expone a horas
y horas de canciones pop que hablan de corazones rotos, tristeza y dolor, y
que les enseñan el modo de ser miserables. A juzgar por As cançoes,
nuevo documental de entrevistas de Eduardo Coutinho, ese fenómeno no es
exclusivo de la música anglosajona. Como en Jogo de cena, Coutinho
convoca a un grupo de personas a través de un artículo clasificado y las
enfrenta a cada una de ellas con su cámara. Esta vez les pide que canten a
capella la canción que más les marcó en sus vidas y que cuenten la historia
detrás del efecto de esas canciones en ellos. Y siempre, o casi siempre,
remiten a historias románticas truncas, a pérdidas de seres queridos, a
despechos y frustraciones. Y entre todas las canciones que se cantan, hay un
músico al que se alude una y otra vez: Roberto Carlos, suerte de referente
emocional para varias generaciones de brasileños.
En varios
sentidos, As cançoes es la continuación necesaria del programa de
Jogo de cena, explorando con más profundidad una de las cuestiones que
dejaba abierta, la forma en que nos valemos de discursos ajenos para
expresar los nuestros propios (la otra cuestión, la relación entre la vida y
el teatro la abordó con menos éxito en su película inmediatamente anterior,
Moscú). La austeridad en los decorados y en la puesta de cámara
concentra la atención en la carga emocional de los testimonios y Coutinho se
revela nuevamente como un entrevistador sensible, menos un sustituto de la
audiencia que un interlocutor empático, siempre sentado a un costado de la
cámara, fuera de plano. El "método Coutinho", como tantas veces antes, sigue
garantizando esa democratización de los relatos que transforman a su cine en
una célula radicalmente humanista dentro del panorama documental
contemporáneo.
Pero las protagonistas absolutas son las canciones, momentos de suspensión
de la película, que como en Distant Voices, Still Lives de Terence
Davis revelan emociones enterradas que estallan en las expresiones de los
rostros de sus intérpretes. A diferencia de la música masiva, que impone un
tipo de experiencia común a través de sociedades y culturas diferentes, la
música popular tiene la gran virtud de poder canalizar un inconciente
colectivo e interpelarnos a todos pero a cada uno de una forma en
particular. Los entrevistados en As cançoes, como Gretta en la cima
de la escalera escuchando absorta "The Lass of Aughrim" en "Los muertos" de
James Joyce, evocan las sombras de fantasmales amores del pasado,
trayéndolas al presente y congelándolas por siempre en el recuerdo.
Hernán Ballotta
La segunda muerte
(Argentina, 2011. Dirigida por
Santiago Fernández Calvete). Una película argentina de terror sobrenatural
con elementos diversos y disímiles. La protagonista es una mujer policía que
vive en un pueblo chico huyendo de un hecho traumático de su pasado que la
carga de culpa. Un hombre aparece quemado en un camino de tierra rural y en
una posición extraña. A medida que la mujer investiga el caso, que los
habitantes del lugar se empeñan en ignorar o archivar, la culpa debida a su
historia personal se incrementa. Los espectadores vamos descubriendo con ella los
pormenores del caso que investiga y a través de ella –de su voz en off como
soliloquio interior, de sus recuerdos, de sus pesadillas– y de un personaje
que llega al pueblo accedemos a lo que la atormenta. Quien llega al lugar es
un nene de unos 12 años con la capacidad de ver el pasado cuando toca una
foto de la persona en cuestión. Junto a él hay un tipo que lo explota. El
pibe y la mujer policía estrecharán lazos hasta desentrañar la verdad, que
no implica necesariamente liberación. La película de Fernández Calvete se
propone ser una película de terror seria y sólo consigue ser correcta por
momentos, pero no hay clara progresión dramática ni crescendo emocional que
afecte. No genera miedo ni inquietud metafísica. La revelación de los hechos
no sorprende. El destino de los personajes es desolador, pero no conmueve.
Marcos Vieytes
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