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Charla
a fondo con Alberto Kipnis |
Los
otros cines | El
archivo de Kipnis |
Fotos |
Este reportaje de Máximo Eseverri va por la historia y la memoria de la sala de
"cine-arte" más famosa de la Argentina: el Lorraine. El que
responde es su creador, Alberto Kipnis.
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Vino de Parera, Entre Ríos, a los 17 años. Hizo el
secundario en el Colegio Mariano Moreno, turno noche, compartiendo la cursada
con jornadas de trabajo tan agotadoras que el único horario en el que
podía comer era a las nueve de la mañana. "Trabajaba de cadete en
Gath & Chaves. Fui uno de los primeros en egresar como bachiller
especializado en Letras y seguí Derecho en la Universidad de Buenos
Aires", recuerda. En la tienda para ricos duró un año: no soportaba
ser empleado. Leía El hombre mediocre de José Ingenieros y
criticaba a sus compañeros de trabajo, "que a lo único que
aspiraban era a ser jefes". Su carta de renuncia mencionaba que
"no aguantaba más ser una oveja". Pasó por una oficina, por el
servicio militar, por un banco y un hotel. Luego se convirtió en el
boletero suplente de un pequeño cine llamado Lorraine. La sala sólo
proyectaba peleas de box y películas de Isabel Sarli, pero allí Alberto
Kipnis descubrió su vocación.
Recuperando de los archivos de las distribuidoras las películas que
habían bajado de cartel sin pena ni gloria, Kipnis creó un estilo, un
público y con el tiempo llegó a fundar seis salas de cine-arte en Buenos
Aires. Varias generaciones de porteños conocieron a Bergman, Fellini, la
Nouvelle Vague francesa y los directores de la Escuela de Lodz gracias a
sus ciclos, sus programas y sus volantes. Kipnis no sólo inauguró la
exhibición sistemática de un cine prácticamente desconocido, sino
también una forma de verlo, apoyada en ambiciosos ciclos filmográficos y
temáticos. Hoy cuenta con uno de los archivos de crítica
cinematográfica más importantes de Argentina... al que aspira a vender al
mejor postor para sobrevivir al ajuste.
Alberto Kipnis es la
memoria viva de esos años en los que un público entusiasta saturaba las
salas –sus salas– para ver Cine con mayúsculas. "Fue una
maravilla", rememora. "Entonces, como hoy, trabajar en lo que a
uno le gusta era muy difícil y yo viví apasionadamente todo ese trabajo...
que para mi no era tal". Al cabo de esta larga charla con Primer
Plano también confesó tener una asignatura pendiente: el canto.
–¿Qué edad tiene?
–Sesenta y ocho años.
–¿Y a qué edad comenzó a exhibir cine?
–A los 23 hice mi primer ciclo, cuando era boletero suplente.
Antes trabajaba como recepcionista en el Hotel Monumental, cuyo dueño (de
apellido Aschendorf, que falleció hace muchos años) lo era también del
cine Lorraine. Como no quería afiliarme al Partido Justicialista comencé
a tener problemas: por un lado, el delegado me explicó que no podía
seguir trabajando en el hotel sin estar afiliado, pero al mismo tiempo me
aseguraban que no podía afiliarme porque ellos ya tenían su bolsa de
trabajo. Así que el dueño del hotel me ofreció trabajar en la
boletería de su cine. En esa época, el Lorraine programaba películas de
boxeo (se llegaban a pasar campeonatos enteros) o de Isabel Sarli, como El
trueno entre las hojas.
–¿Cuál era su vocación?
–Yo había dejado la abogacía por la música. Estudiaba canto muy
seriamente: si mi padre no hubiera fallecido, yo me habría ido a cantar a
París. Esa era mi meta. Estudiaba música de cámara (como la de
Scarlatti) y melodías modernas (como las de Frank Sinatra) u otras
tropicales, a las que les cambiaba el ritmo. En el fondo, mi objetivo
siempre fue cambiar las cosas comunes, modificar lo usual: si todos
cantaban una canción de una manera, yo buscaba otra. Mi idea era vivir
del cine para poder dedicarme al canto. En los intervalos de las
películas acostumbraba pasar música afín a lo que se estaba
proyectando: si se estaban viendo películas de la Nouvelle Vague, se
escuchaba a Jacques Brel, si se veía realismo ruso, era música de ese
país, y así.
–Era esto habitual en los cines de esa época?
–Para nada, era una novedad del Lorraine. También creo que fui el
primero que puso acomodadoras y no hombres para ese trabajo. Las hice vestir por un diseñador que trabajaba
haciendo vestuarios para películas nacionales y que estaba muy de moda en
esa época, y hasta fueron a desfilar a Canal 9. Tenían un sombrero con
el logo del cine y una luz como la que usan los mineros para guiar y
ubicar a la gente.
–¿Cómo se pasa de boletero suplente a dueño de un cine?
–Me molestaban mucho tanto las películas que se exhibían en el
Lorraine como el público que iba a verlas. Por entonces yo comencé a
preocuparme por el cine, a averiguar qué era lo que pasaba en el
"gremio", comencé a leer... y empecé a fascinarme. Así que le
pregunté al dueño si no me dejaba programar algunas funciones. Comencé
proyectando películas soviéticas en doble función, como Alejandro
Nevsky con Iván el terrible, en las que coincidiera el país y
el director. No eran ciclos todavía. El éxito fue rotundo, así que el
dueño olfateó el costado comercial del asunto y me permitió manejar la
programación de la sala. Así pasé a ser boletero titular y a trabajar
todos los días en el cine. No sólo cambié por completo la
programación, también trabajé fuerte sobre la publicidad del Lorraine y
modifiqué las puertas que daban a la calle para que tuvieran otra
atracción para el público. Uno de los mayores cambios fueron los
programas, que los hacía una boletera que no sabía nada de cine.
Comencé agregando frases de las películas y luego slogans que pudieran
convocar a nuevos públicos. Poco después decidí salir con una sola
película diaria, con un ciclo de Ingmar Bergman. Fue la apoteosis. La
sala se llenaba desde la primera hasta la última función (eran cinco o
seis, dependiendo de la duración de la película). Desde la primera
función –a eso de las 13– había gente haciendo cola en la calle, y
la cosa seguía hasta el comienzo de la última, hacia las 23.
–¿Cómo fue que un boletero suplente de un cine en el que se pasaban
películas de box se puso en contacto con el cine de Eisenstein o Bergman?
–Lo primero que hice fue contactarme con las distribuidoras. Fui a ver a
Argentino Vainikoff –el dueño del cine Cosmos, que hoy tiene noventa
años– y le ofrecí exhibir sus películas. Iba a las compañías y
pedía los listados de las películas que tenían en stock, y las
seleccionaba en base a las cosas que leía y escuchaba de ellas. Andaba
para todos lados con un "libro gordo" con centenares de títulos
abandonados en los archivos de las distribuidoras. De golpe se dieron
cuenta de que esas películas tenían un valor muy especial...
redescubierto por el empleado de un cine en el que se pasaban películas
de box.
–¿Cómo es que se acumulaban las películas?
–Muchos de los films independientes que se estrenaban estaban una
semana en cartel y luego se amontonaban en las distribuidoras durante
cinco años. Después de ese tiempo vencían los derechos de exhibición.
Era posible renovar los derechos, pero nadie imaginaba que la reposición
de largometrajes de ese tipo fuera económicamente viable. Para los
comerciantes, mi hallazgo fue haber hecho rentable algo que hasta ese
momento no lo era. Por mi parte, perseguía más el éxito de la idea, que
también se plasmaba en el crecimiento del público en la sala. Nunca le
di mucha importancia a la parte económica.
–Antes de programar en el Lorraine ¿tenía costumbre de ver estas
películas?
–Para nada. Me gustaba el cine americano: a la hora de elegir
siempre buscaba las películas de Doris Day. Transformé mis gustos y mis
exigencias a través de la lectura de libros de cine, como los de
(Georges) Sadoul. Entre los autores cinematográficos, los que más
encendieron mi cinefilia en un comienzo fueron Eisenstein y Bergman. Luego
llegó la Nouvelle Vague (Godard, Truffaut), Antonioni...
–¿Cómo llegaban al país películas de esos directores?
–Eran grandes maestros que en Europa eran éxito de crítica y no
paraban de ganar premios en festivales. Y aquí había gente del ámbito
de la cultura que sabía mucho de cine y se dedicaba a la distribución.
Era gente muy capaz y muy selectiva, gente que lamentablemente se fue perdiendo. Ellos fueron los
verdaderos pioneros, y pasaron sin pena ni
gloria. Cualquiera de las películas que traían, con una sola pasada en
un ciclo de reposición en el Lorraine, juntaba más gente que durante una
semana en cartel en cines como el Libertador o el Paramount: el Lorraine
se había convertido en ese lugar al que la gente acude porque sabe que el
cine que allí se proyecta es valioso. Cerca de la sala estaban los bares
La Comedia y La Paz. Allí se juntaban grupos de espectadores a discutir
sobre lo que acababan de ver. Se cansaban de hablar sobre películas como La
Dolce Vita o Noche de circo.
–¿Cuánto tardó el público en responder a la propuesta?
–El éxito fue inmediato. Y tan contundente como la energía que le
puse al proyecto. Esto puede sonar pedante, pero fue así. Creía en el
cine, me volví adicto a él y confié en que hubiera mucha gente
compartiendo mi pasión. El Lorraine llenaba un vacío en las formas en
que se podía ver cine en Buenos Aires. Organizar las películas en ciclos
permitía apreciar la evolución artística de un director: todos los
films estaban programados en forma cronológica –cosa que en ese momento
era rara– desde la primera obra hasta la última estrenada. Así pudo
verse de otra manera a Godard, a Truffaut, a Antonioni... De este último La
aventura, La noche y El eclipse (la trilogía sobre la
soledad y la incomunicación) pudieron verse una después de la otra, y
por lo tanto compararse.
–¿Cómo era el público del Lorraine?
–Era un público joven. Uno de los grandes problemas con los que me
encontré fue que la mayoría de las películas que seleccionaba eran
prohibidas para menores de 18 años, y el control sobre la edad era muy
riguroso. Parte de una generación de chicos menores de esa edad pudieron
ver este cine gracias a las veces que pasé por alto la norma. Contra lo
que ocurre hoy con el cine de estas características, había mucho
público adolescente dispuesto a verlo. Ahora resultaría raro ver gente
menor de 18 llenando una sala para ver una película de Eisenstein o de
Bergman. Con muchos de ellos me encontré años después y nos reímos de
la travesura. Como se ve, la diferencia entre los adolescentes de esa
época y los de hoy es notable. Pero, de todas maneras, ellos eran sólo
una parte del público: la edad de los asistentes llegaba hasta los 30
años, más o menos. La mayoría eran universitarios.
–Suena como si los jóvenes de esa época hubieran sido más
inquietos...
–Eran más inquietos y más maduros, tenían una verdadera pasión
por el cine. Era otro cine y también otro público. Además, ahora ya no
contamos con los grandes maestros de esa época. ¿Dónde hay un Fellini,
un De Sica, un Rossellini? Es como los grandes maestros de la literatura:
no tienen reemplazantes. ¿Qué películas del cine-arte tiene hoy un
joven para regocijarse? Otra cosa notable de esa época es que, en el caso
de espacios como el Lorraine, el público tampoco estaba segmentado por
ingreso. A la sala acudían personas de ambos sexos y de todas las clases
sociales.
–¿Cuánto costaba la entrada al Lorraine?
–La entrada valía tres o cuatro veces menos que una entrada común.
Hoy una entrada al Lorraine costaría menos de dos pesos. Eso ayudaba. Lo
interesante es que aún con ese precio, teníamos una ganancia apreciable. Cuando vi lo que pasaba con el público arreglé con el
dueño del cine para que me diera un pequeño porcentaje por cada entrada
vendida, así me beneficié mucho económicamente. Estábamos a principios de
los '60.
–¿Qué distinguía al público del Lorraine?
–Digamos que eran más de izquierda que de derecha.
–¿Qué quería decir "izquierda" en ese momento?
–Izquierda quería decir "pecado" (risas).
Cada vez que hacía un ciclo de cine checoslovaco o soviético, venía
alguien a preguntarme quién era el responsable de la programación y me
decían que no me preocupara, que no iba a pasar nada, pero que estábamos
"cuidados" y que si pasaba algo, que avisáramos... En general,
el público no estaba particularmente interesado en el cine de un solo
país o tendencia. La única etiqueta posible para el Lorraine era la de
"cine europeo". Tal vez había predilección por cierto cine
francés: no hay que olvidar que estos años son los de la Nouvelle Vague,
de Hiroshima Mon Amour de Resnais... para esta y para muchas otras
películas que considero fundamentales, yo confeccionaba libritos con
material del film. En el caso de Hiroshima..., por ejemplo, el
ejemplar contenía todos los diálogos de la película. Recuerdo la tapa,
con el título del film en japonés. Los textos los tradujo el crítico
Agustín Mahieu, que hoy vive en España. El también escribió un texto
sobre Bergman que se vendía en el cine. Teníamos una pequeña vitrina
llena de publicaciones propias. Nunca gané plata con ellas, pero eran muy
preciadas por la gente que venía y, junto con los programas que se
repartían, hacían a otra forma de ver una película.
–Cómo se difundían los ciclos?
–Una de las principales herramientas eran los programas de mano. La
gente venía a retirarlos de la boletería y, dependiendo de la cantidad
de actividades, los volantes tenían la información de la semana, la
quincena o el mes siguiente. Era un trabajo artesanal, pero que no tenía
sólo los horarios, sino también completas fichas técnicas, análisis
críticos de las películas, entrevistas... La información también
salía en los diarios, pero la principal herramienta era siempre el
volante.
–¿Dónde obtenía la información para volcar en los volantes?
–Paralelamente a mi labor, y un poco como consecuencia de ella, se fue
armando un archivo con todo tipo de documentos relacionados con el cine.
Como en la mayoría de los casos se trataba de películas estrenadas, se
podía ubicar las críticas, reunirlas y darles
unidad en los volantes. Aunque no usaba todo para ellos, lo que se fue
constituyendo es un archivo completo de críticas y notas de todos los
films estrenados en el país. Cuando no tenía ninguna crítica, la
escribía yo mismo.
–¿Cómo era su relación con el mundo de la distribución y la
exhibición?
–Fui un poco un "marginado" del gremio cinematográfico.
Pero en el buen sentido: a los grandes grupos y los distribuidores del
cine masivo no les interesaba tener contacto conmigo. Las distribuidoras
sabían todas cuáles eran mis lineamientos, así que se fue decantando
solo el grupo de gente con el que podía trabajar. Nadie me llamaba para
ofrecerme material: era yo el que buceaba en los archivos para
conseguirlo. A la vez, también era sabido que no iba a aceptar películas
que no me interesaran artísticamente, así que perdían el tiempo
ofreciéndome otro tipo de material. Estas reglas tácitas pero claras
hacían que siempre hubiera buena relación.
–¿Dónde se visionaban las películas?
–Prácticamente no participaba de las funciones privadas, porque me
manejaba con un stock de películas ya estrenadas. A veces sucedía que
una cinta salía de cartel, a la semana ya la teníamos en el Lorraine y
recién entonces comenzaba a ser rentable. Era todo muy irregular, hecho a
pulmón.
–Había muchas películas dando vueltas...
–¡Claro! Imagínense que si yo cambiaba la película todos los
días, entonces tenía 360 programaciones por año... y eso sólo en el
Lorraine. Es cierto que varios ciclos se repetían, pero había que armar
esas 360 carteleras de las que hablo... Toda la tarea era muy personal...
no había nadie que pudiera ayudarme: los programas estaban compuestos de
las líneas de los artículos que salían en el diario y frases que
elaboraba o sacaba de mis libros de cine. Era la época en que había
espacio en las carteleras de los diarios, así que con la publicación del
ciclo también incluían estas frases de los programas.
–Entonces no hubiera trabajado con otra persona...
–Posiblemente sí, pero esa persona no apareció. Recuerdo dos
excepciones: un muchacho de apellido Polverini (que acabó dirigiendo
películas), que era capitán de Marina (una cosa insólita). Era habitué
de la sala y siempre me decía "un día voy a trabajar con vos,
aunque sea gratis". Trabajó un tiempo como secretario en el Lorraine
luego de retirarse de la Marina. Armaba el achivo, las carteleras...
hacía muy bien su trabajo porque amaba el cine. Era por demás raro que
alguien del ámbito castrense se acercara al cine: él era una oveja
negra. Tras la partida de Polverini, comenzó a trabajar conmigo Miguel
Grinberg, el especialista en rock y ecología. Al tiempo, del
Lorraine-Losuar pasó a ser jefe de publicidad de una distribuidora
internacional, así que volví al trabajo solitario.
–¿Cómo era su relación con el público?
–A diferencia de lo que pasaba con la mayoría de los que se
acercaban, yo no había completado ninguna carrera universitaria. Eso no
impedía que hablara mucho con ellos y participara de los debates que se
armaban. Antes y después de la película se hablaba mucho, no era como
ahora que la gente llega y se va muda de la sala, o hablando en voz baja
con la persona con la que vino. Y después de la charla posterior, muchos
la seguían en los bares cercanos. Pero a estos encuentros yo iba poco:
tenía tanto trabajo con los volantes y la coordinación de las
proyecciones que me la pasaba de la mañana hasta la noche metido en el
cine. A las charlas con el público las recuerdo con mucho agrado: eran
jóvenes que siempre estaban buscando símbolos y análisis distintos a
los que aparecían en los medios. Todo tenía un por qué para
encontrar y discutir.
–¿Hubo otro lugar como el Lorraine?
–Sí: después de muchos años apareció el cine Arte, que estaba en
la Diagonal Norte. También llegó el Cosmos, pero éste estaba más
especializado en el cine del Este europeo (checo, soviético, etc.). Eran
las películas de Artkino Pictures. Más tarde, ellos compraron seis o
siete Bergmans que se habían proyectado en el
Lorraine. El cine Arte se volcó más hacia la comedia americana y otras
cosas, su perfil estaba claramente diferenciado del que tenía el
Lorraine. La apertura de estos nuevos cines no afectó el caudal de
público que tenía mi sala, pero yo también defendí lo mío: puse un
lema en los programas que decía "El Lorraine crea, no imita".
Era obviamente en relación al cine Arte, pese a que los que lo llevaban
adelante eran conocidos míos. Ambos fallecieron. Ellos me decían
"no te preocupes, no vamos a competir con vos". Yo les
contestaba que nos juntáramos, que hiciéramos algo en equipo en esa
sala. Al poco tiempo vi que estaban haciendo ellos solos las ideas que
habíamos discutido, así que pensé "si quieren guerra van a tener
guerra"... ¡pero fue una guerra amistosa! (risas).
Reportaje: Máximo Eseverri
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