Arirang (Corea
del Sur, 2011. Dirigida por Kim Ki-duk). Niño mimado de los festivales
internacionales, director oficialmente consagrado –de resultas– en su Corea
natal, con 50 años vividos y 15 largometrajes a cuestas, Kim Ki-duk se
interna en una cabaña perdida en la montaña para derramar su angustia en un
film que es en parte documental, en parte drama, y que lo tiene por
factor absoluto: director, único protagonista delante y detrás de
cámara.
La angustia que Kim comunica
tiene que ver con su crisis, acaso parálisis, creativa. Una y otra se
entrecruzan con su soledad. Kim se siente solo, entre otras cosas, porque desde
2008 (tres años atrás) no se junta con otras personas para hacer una
película. Respecto del "origen" de todo esto el film hará algo saludable:
entreabrir ventanas hacia posibles causas, sin cerrar del todo, en adelante,
ninguna de ellas. Así desfilan la sensación de culpa por cierto accidente
acontecido durante la factura de su largometraje anterior, el
distanciamiento de sus colegas, la "traición" de algunos amigos que, según
él, lo abandonaron cuando más los necesitaba.
La cuestión
es que la soledad impulsa a un director consagrado a emprender, en
solitario, un film sobre la soledad. Interesante coherencia formal,
estructural. Y fascinante solución artística: estamos hablando del
largometraje número 16 de Kim... ¡uno de los mejores del lote! Claro que
hacer un film en soledad no es cosa de consagrados sino de principiantes, y
por acá asoma una materia interesante, sustanciosa, que podríamos denominar
humildad.
También
hay humildad en el encumbrado artista que desciende al territorio donde un ser humano exterioriza ante otro, generalmente cercano y
querido, sus conflictos irresueltos en plan de obtener comprensión,
contención, ayuda, aunque también para sacárselos de encima, limpiar el alma
como quien dice. Ese otro que se ubica enfrente es por
momentos el propio Kim, quien haciendo gala de una soledad exacerbada pero
también del deseo de acotarla, de ponerle fin, conversa consigo mismo en
plano/contraplano. Las más de las veces, empero, ese otro ser querido y
cercano somos nosotros. O más bien –que no es lo mismo–, el espectador.
Porque Kim fija la cámara sobre el trípode a la distancia y la altura de un
interlocutor real para compartir, de uno a uno, su rollo con el
espectador. Acude, sí, al llano de la catarsis (otra cosa
de principiantes), pero es un cinesta consumado y además de penas
carga múltiples y sólidos recursos
formales. Su catarsis es la de un artista que tiene mucho por
decir.
Y aunque
habla, y habla, lo dice esencialmente con el cine. ¿Dónde se podría estar
más solo que en la montaña cuando no hay otros seres, ni sus rastros, a la vista? La montaña es
la puesta en escena de la soledad. La cabaña, concebida como refugio, también lo es.
Más aun esa carpita iglú montada insólitamente dentro de la cabaña: Kim la
explica por la deficiente calefacción disponible; el film la exhibe como el
útero donde el artista solitario se repliega sobre sí mismo. Claro que allí
también se repliega sobre su arte para, cómo decirlo, contraatacar y
combatir. Es
que en la iglú reside el módico arsenal –una computadora Mac– de que
se vale Kim para montar el film que estamos viendo.
Completa el
hardware una Canon 5D Mark II, esa maleable y relativamente económica
cámara de fotos que está haciendo una pequeña revolución entre los
realizadores independientes, porque toma video en alta resolución y con una
calidad que hasta hace poco sólo podían ofrecer videocámaras de altísimo
coste. Kim la nombra: "Me compré esta Mark II... ", así la llama, a secas,
como para no hacer publicidad de Canon. Y así se nombra y se convierte en un
soldado más de ese increíble ejército de talentosos artistas audiovisuales
contemporáneos con "presupuesto cero" que las gemas de la tecnología
reciente han hecho posible (nunca está de más darse una vuelta por
vimeo.com, donde muchos de esos artistas, generalmente ignotos, muestran sus
obras). Otra prueba de la humildad a la que hacíamos referencia.
A lo largo
del film vemos como Kim mata el tiempo (disipa su angustia, conjura
la muerte) desarrollando y perfeccionando invenciones caseras: una cafetera
expresso rudimentaria, una especie de salamandra con funciones
calefactoras y de cocina. Esto tiene algo de volver a un origen, pero
también de un ir hacia adelante, reinventarse, para no ser fagocitado por lo
conocido, por lo engañosamente "útil". Puede verse a un hombre hambriento
de nuevas representaciones, sistemas, objetos.
Arirang toma su nombre de una canción que, cuenta Kim, entonan los
coreanos cuando se sienten solos, tristes o extrañan a alguien. Arirang es
un vocablo añejo, oriundo de Corea. No tiene un significado preciso en el
tiempo actual. A lo largo del film, Kim canta a capella, varias
veces, esta canción que suena
tan lánguida y lastimosa como –a la postre– liberadora, y por eso se parece a
la película. Ambas pueden oírse también como un pedido, desgarrado y
a los gritos, de ayuda.
El film nos
muestra a Kim agradeciendo a los festivales. Sin los cuales, dice, no sería
nada. Es curioso, porque los festivales no serían nada sin artistas como
Kim. También dice que su sueño es vivir en diferentes paises, donde están
sus "fanaticos", y hacer películas alli... ¡pero mostrar películas como ésta
en los festivales, y conmover con ello al público, es como vivir y hacer
películas en esos países! Tal vez Kim, más que ayuda, pide registro,
reconocimiento cabal. En las antípodas de la complacencia, de la reverencia,
Kim busca lo mismo que ese chico de la calle que, al fin de cuentas, siempre nos representa:
quiere que lo miren, quiere que lo vean. Como el cine, desde ya.
Alguien
dijo que cuando un artista encuentra su estilo, se pierde. Con este
film que se parece a la pérdida total de estilo, y frente al cual el resto de
su producción ciertamente independiente semeja "Hollywood", Kim Ki-duk
reacciona ante la reverencia hipócrita que le prodigan los poderes estatales
en su propio país ("¿Habrán visto mis películas?", se alarma en cierto
punto). En su apuesta por lo inesperado, Arirang también se rebela
contra los falsos profetas que, incapaces de atisbar matices, endiosan a
tontas y a locas su filmografía. Y en lugar de verla siempre esperan,
luego aplauden, lo único que les cabe esperar: más de lo mismo.
Guillermo Ravaschino
Las razones del corazón
(México-España, 2011. Dirigida por Arturo Ripstein). Inicialmente
sorprende: "Madame Bovary", en versión libre de Arturo Ripstein con guión de
Paz Alicia Garciadiego, su mujer y colaboradora sempiterna. Después de
verla, empero, a uno le parece lo más natural del mundo, y hasta se pregunta
cómo pudo ser que a Ripstein y su esposa, tan afectos a las
traslaciones literarias, no se les hubiera ocurrido entrarle antes a
la máxima novela de Gustave Flaubert.
¡Esa novela
empalma con el universo de criaturas desdichadas que animaron la filmografía
de la dupla mexicana desde siempre! El cine de don Luis Buñuel, de quien
Ripstein se reclama discípulo, y el aún influyente melodrama mexicano
también son importantes y muy bien aprovechadas fuentes.
El film se
concentra en los últimos días de Emma, que para la ocasión ha dado en
llamarse Emilia y viene interpretada soberbia, ejemplarmente por Arcelia
Ramírez, quien ya integra de pleno derecho la selecta lista de mujeres
atormentadas actuadas con maestría para Ripstein (nada tiene que envidiarle,
en este punto, a su prolífica y consagrada antecesora Patricia Reyes
Spíndola, aquí a cargo de un rol secundario).
Emilia y
Javier viven con su pequeña hija en un departamento que no luciría nada mal
si no estuviese tan venido a menos. Iremos viendo que eso mismo ocurre con
la protagonista. Emilia, cuarentona ella, todavía es hermosa, y no parece
tonta; tiene a esa hija y a un marido que la quiere (y que tiene un trabajo
full time, lo que –se hará saber– no es poca cosa en el México
contemporáneo), pero nada de eso le vale, o le sirve, porque sólo puede ver
el infortunio en lo propio y a todo lo que
es bueno siempre lo encuentra ajeno, afuera. Será por eso que a su esposo
lo convirtió en un cornudo consciente, y cuanto más la rechaza su amante,
más se obsesiona con él (este amante es un vecino cubano interpretado por
Vladimir Cruz, en quien se reconoce de inmediato –¡casi dos décadas
después!– al coprotagonista de Fresa y chocolate). Si a la zozobra
del despecho le sumamos una función materna catastróficamente
deteriorada (Emilia se desgracia ante su hija con frases como "Naciste
jodida; quieres una mami como las de la tele... pero tengo el diablo
adentro, ¡y no hay devolución de mercancía!"), unas deudas que están a punto
de convertirse en embargo y el autodesprecio exacerbado por un reciente y
humillante episodio sexual con otro vecino... tendremos una medida de la
espiral descendente en la que se halla montada nuestra atribulada
protagonista.
Entre las
libertades de la adaptación está la de situar la acción, como se ha visto,
en un contexto mexicano, urbano y actual. Sin embargo, todo ello es
bienvenidamente relativo, ambiguo. La estupenda fotografía de Alejandro
Cantú, en contrastado aunque pastoso blanco y negro, aporta un aura
fuertemente intemporal, que por un lado remite al ominoso aspecto de los
melodramas clásicos del cine mexicano de mediados del siglo pasado, pero también al agobiante clima que Gabriel Figueroa ("el" iluminador de
aquellos melodramas clásicos) construyó para El ángel exterminador
del gran Buñuel en 1962. De esa época, y casi de cualquier país, podría ser
este departamento en el que Emilia, como los personajes de aquel recordado
film, sufre un
encierro que jamás podrían provocar unas pobres paredes. (El ángel
exterminador parece ser el único título en el que Ripstein, muy joven
por entonces, trabajó al servicio del genio de Calanda.)
Las
razones del corazón
se deja disfrutar "multiplicadamente" por quien tiene más o menos a mano
esas referencias. Para todos los demás, la eximia labor actoral,
los afinados diálogos, la estupenda fotografía y los infernales climas
redondean un impactante estudio de la autodestrucción. Un poderoso ensayo de
terror emocional apto para quien se le anime.
Guillermo
Ravaschino
Culpable de romance (Koi
no tsumi.
Japón, 2011. Dirigida por Sion Sono).
Es un placer
infrecuente encontrar una película que esté viva, que transite por los
extremos hasta el punto de volverse
inasible. Que lo deje a uno preguntándose si la vio, o la soñó. Que despierte la duda de si, vista por segunda vez, va a
ser una película completamente reconfigurada. Más
infrecuente es encontrar dos películas así en un mismo festival. Pero más
raro aun es que ambas sean obra de la misma mente desquiciada. Porque Sion
Sono, más que películas, crea organismos vivos, virus mutantes que combaten
con especial eficacia los vicios del arte cinematográfico.
Enmarcado por una investigación policial de un asesinato, Guilty of
romance describe el devenir de una "esposa modelo" (y en Japón eso significa estar subyugada a los designios y deseos del hombre, en
este caso un exitoso escritor de novelas eróticas rosas) en una prostituta
obsesionada con el sexo. Si bien no estamos en territorio completamente
desconocido (la relación con Belle de Jour surge inmediatamente), lo
singular de Guilty of romance es su tratamiento, esa forma desaforada
de poner en escena las tensiones del deseo. Pero además, Sion Sono,
realizador y poeta, está obsesionado con las letras y su carnadura, su
capacidad para prostituirse. Así, la joven esposa conoce a una prostituta
profesora de literatura que la guía en su espiral descendente, una especie
de Virgilio en minifalda en busca del hotel alojamiento perfecto llamado "el
castillo", una cita a Kafka y su literatura de lo inalcanzable. No es
casualidad que esta película sobre el deseo y cómo se establece
simultáneamente como un agente esclavizador y emancipador remita a Kafka,
aunque lejos del efecto inmovilizador de su literatura, el deseo en
Guilty of romance es una fuerza movilizadora; aquello que, como diría
David Hume, está siempre a un paso de nosotros y nos impulsa a dar ese paso.
En su imprevisibilidad, Guilty of romance se asemeja a un fluir de
conciencia en el que la razón está suspendida, desplazada por lo
estrictamente sensorial, una mezcla perfecta entre los estallidos de colores
de la paleta de Sion Sono y la negrura insaciable del espíritu humano. Con
esta película y con Himizu, Sion se está perfilando como el más
original y el más desaforado de los directores japoneses en actividad.
Hernán
Ballotta
Melancholia
(Melancolía. Dinamarca, 2011. Dirigida por Lars Von Trier).
Vi muy
pocas películas en este festival. Y cada vez me pasa más a menudo que
abandono el cine si me aburro. Como autor, Von Trier no me dice nada. Me
molesta mucho más la atención que le dan al tipo que el tipo mismo, sus
películas y sus intervenciones. Melancolía se deja ver y nada más.
Está dividida en dos partes. La primera es un psicodrama barato cámara en
mano e inverosímil (para ver una muy buena película que fue confundida con
las tonterías faroleras del Dogma pero es otra cosa, les recomiendo El
casamiento de Raquel, de Jonathan Demme) en el que la habitual mujer
histérica y sufrida de sus películas padece y hace padecer al ingenuo de su
marido, a la creyente de su hermana, al pragmático de su cuñado. Ir
descubriendo a los actores es lo único interesante del asunto, pero entre
Kiefer Sutherland, John Hurt y otros se pasa el tiempo bastante rápido si
uno tiene la suerte de apoyar las patas en el asiento de adelante y pensar
en lo buena que está Kirsten Dunst, quien aparece un par de veces desnuda.
Como siempre, los desnudos de este hombre se disfrutan si están ligados al
dolor y no existen cuando aparece el placer. La segunda parte se concentra
en la espera del planeta que pasará cerca del nuestro amenazando la
integridad de la Tierra. La única razón para verla es esperar un Apocalipsis
que no veremos, porque la broma consiste en anunciarlo con Wagner y
finalmente sustraerlo. El medio minuto del último plano se impone por la
prepotencia de la música y el acercamiento de la catástrofe. Al margen de
eso, quedan en el recuerdo alguna que otra cabalgata y el deambular de
Kirsten Dunst en un carrito de golf. Pero un par de signos se llevan la
palma de la memoria nacional. Hay una estrella o algo así que se llama
Antares, de modo que cada vez que la nombran uno saborea anticipadamente la
gran cerveza artesanal marplatense, y el resultado de un acertijo es 678.
Marcos
Vieytes
Erase una
vez en Anatolia
(Bir zamanlar Anadoluda. Turquía-Bosnia y Herzegovina, 2011. Dirigida
por Nuri Bilge Ceylan).
La última película de Nuri Bilge Ceylan es un maravilloso ejemplo de lo que
se puede lograr con una narración hiperconcentrada si se presta atención a
los detalles, a los entornos y a las vidas de los hombres que los habitan.
La excusa perfecta es una procesión de policías que llevan a un sospechoso
de asesinato para que les indique dónde enterró el cadáver en un campo
alejado de Ankara. A Nuri Bilge Ceylan le preocupa menos el caso policial
que los hombres involucrados, y en especial el sospechoso, el médico
forense, el fiscal del distrito y el comandante de policía. En los diálogos
entre ellos, que el director filma en cadenas de primeros planos
extremadamente sensuales y sensoriales, es donde esos fragmentos de
humanidad se hacen presentes.
Once upon a time in Anatolia
probablemente sea la película
más formalmente bella de las que se pasaron en este festival. El realizador
turco es un fotógrafo exquisito, y en esta ocasión parece canalizar el
paisajismo de Abbas Kiarostami. Sin embargo, a diferencia de Kiarostami,
Ceylan es un anti-humanista, siempre atento a cómo los discursos
del poder pueden acabar con la voluntad del individuo o dinamitar el respeto
mutuo entre las personas. Esto lo hermana con cierta tendencia del cine
rumano a representar la sombra que la autoridad proyecta sobre los
individuos, y en este sentido Once upon a time... parece una versión
preciosista y trascendental de Police, adjective de Corneliu
Porumboiu.
En su
insistencia por retratar los tiempos muertos de la investigación, la
película alcanza un ritmo hipnótico, acompañando esa belleza subyugante
que confiere a todo el episodio un aire de grandeza que sugiere que algo
mucho más importante está en juego en esta excursión al campo y a la noche. Hernán
Ballotta
Himizu
(Japón, 2011. Dirigida por
Sion Sono).
En Himizu,
Sion Sono adapta un manga de Furuya Minoru, aunque para ser más justos, en
realidad se trata de una versión fuera de control de gekiga, una
forma de historieta más madura y oscura que el manga ideada por Yoshihiro
Tatsumi, que en este festival estuvo presente a través de Tatsumi de
Eric Khoo. Sin embargo, Sion Sono decidió utilizar las secuelas del tsunami
de marzo de este año como trasfondo de la acción, otorgándole un plus de
significación a esta historia de un adolescente obsesionado con ser normal,
lo que lo vuelve, naturalmente, un tipo muy especial. Como suele suceder en
el cine de Sion Sono, hay un crescendo de violencia y depravación, aunque el
devenir dramático es impredecible. Aquí el joven deja la escuela para
ocuparse del no muy próspero negocio familiar de alquiler de botes cuando su
madre abandona el hogar. Su padre, un hombre violento y alcohólico, contrajo
deudas con un yakuza local que, ante la ausencia del padre, decide cobrárselas al
hijo.
Sion se
encuentra en plena madurez creativa, superando ampliamente el éxito
temprano que tuvo con esa mezcla de Grand Guignol y J-horror llamada
Suicide Club. En Himizu alcanza un lirismo extraordinario sin por
eso desechar los más bajos instintos que siempre fueron la base de sus
películas. Y nuevamente la poesía y la palabra escrita tienen un espacio
preponderante, en un poema que la joven enamorada del protagonista recita de
memoria sobre el desconocimiento que cada uno tiene de su propio yo. Como en
Guilty of romance, la búsqueda de la identidad es la única
manera de alcanzar la libertad.
Y aun en los espacios más oscuros, más próximos a la psicosis, Himizu
encuentra la posibilidad de redención, una tenue luz que brilla con especial
fuerza entre tanta desolación, representada en esa compañerita enamorada de
los golpes mutuos y en un grupo de marginales que conviven con el joven,
descendientes directos de los lúmpenes felices de Jean Renoir. Aunque en el
contexto de la extrema fragilidad de la sociedad japonesa que pinta
Sion Sono pueda parecer un gesto irónico, la hermosa honestidad del último
travelling de la película, una corrida catártica que apuesta por la
determinación de las nuevas generaciones, confirma que no lo es.
Hernán Ballotta
Un été brulant (Un verano ardiente. Francia, 2011. Dirigida por
Philippe Garrel).
Nunca fui un
gran seguidor de la carrera del director post-nouvellvaguiano Philippe
Garrel, pero sus últimas películas me parecieron definitivamente demodés,
más cercanas a la parodia kitsch que a la osadía. Festejo entonces la
sencillez y la honestidad de Un été brulant, una película que tiene
menos pretensiones que las que aparenta tener. Como es costumbre, Garrel
filma a la juventud bohemia, en esta ocasión a un pintor burgués de novio
con una ascendente actriz italiana. Hacia la villa romana en la que residen
viaja una pareja amiga conformada por dos extras de cine, la clase
proletaria del mundillo de la producción cinematográfica. La personalidad
avasallante de la diva italiana (y más diva imposible, si la interpreta
Monica Bellucci) y los crecientes celos de su novio empiezan a hacer mella
en la relación, crisis que se contagia a la pareja invitada.
Garrel construye su historia de amour fou homenajeando muy lejanamente a
El desprecio de Godard, regalándonos momentos de sensualidad extrema.
Una secuencia de baile entre la actriz y un invitado en una fiesta en la
villa se transforma, gracias al erotismo explosivo de Bellucci, en un
festival de los cuerpos en movimiento. Lo cierto es que alejándose del
kitsch y del ridículo, Philippe Garrel apostó por una mirada más reposada
sobre las relaciones de pareja y los roles que cada uno está o no está
dispuesto a asumir. Sí, los discursos de los jóvenes sobre la revolución y la
alta burguesía siguen sonando tan vacíos y automáticos como sonaban en sus
anteriores películas, en especial si se pronuncian en la terraza de una
villa italiana mientras se degustan vinos y comidas exquisitas. Pero es
justamente en este hedonismo despreocupado y en las pasiones excesivas que
la película cobra fuerza. Lo único que necesita Garrel es terminar
de convencerse de que no es un director contestatario, sino sencillamente un
muy talentoso burgués bohemio.
Hernán
Ballotta
Hors Satan (Fuera
Satán. Francia, 2011. Dirigida por Bruno Dumont).
Creo haber visto La humanidad hace varios años, y creo recordar el
primer plano de la vagina de un cadáver largo tiempo sostenido. La imagen
era fría, no chocante. La carne del cuerpo era blanca. Hasta el rosado de
los labios había desaparecido. Tiempo después vi Flandes, una helada
película de guerra. Dumont debe estar bastante enfermo, pero ¿quién no?
También parece que no le gusta demasiado el género humano y, en particular,
las mujeres, pero la misantropía y la misoginia también son registros
humanos. Hors Satan cuenta la historia de un vagabundo que vive a la
intemperie, expulsa demonios, sana enfermos, hace milagros y soluciona
situaciones al margen de toda ley. Todo es muy primitivo, seco, arcaico,
pero la cinefilia de Dumont está construida sobre Dreyer, Bresson y Pialat.
Eso no significa demasiado. Por lo menos, lo más interesante de esta
película es que pese a esas influencias, es entretenida en un sentido
cercano al del cine como espectáculo. No tiene la profundidad, el rigor ni la apasionada humanidad de ninguno de los tres cineastas
nombrados en películas religiosas como Ordet, Diario de un cura
rural y Bajo el sol de Satán respectivamente, pero verla es fácil
y hasta placentero, incluso en un sentido morboso. Allí está el encuentro
sexual que deriva en epilepsia y exorcismo, o las continuas caminatas del
protagonista, un modelo magnífico de Cristo sufrido y algo perverso. Lo
acompaña una chica con el pelo corto que siempre va vestida de negro. Le
debe un favor y lo desea infructuosamente. Su existencia como personaje
parece estar en función de un hecho central a la doctrina del cristianismo y
que acá está reducido a ser sólo un acto más, desprovisto tanto de
significado como de intensidad. No hay trascendencia ni inmanencia en la
metafísica de Dumont. Sólo entretenida trivialidad.
Marcos
Vieytes
Photographic memory (Memoria
fotográfica. Estados Unidos-Francia, 2011. Dirigida por Ross McElwee).
Aunque en la era
de las nuevas tecnologías se ha popularizado cada vez más, el diario íntimo
filmado es un territorio poco explorado por el arte cinematográfico. Estas
narraciones en primera persona, en la que las imágenes tomadas por alguien se complementan con una narración que frecuentemente deviene en
fluir de conciencia, exponen al creador de un modo especial, incomparable
con las otras formas que adoptó el cine, tanto documental como de ficción.
Un ejemplo reciente es Irene de Alain Cavalier, en el que el director
trata de rememorar un viejo amor desde el presente absoluto de la
realización.
Ross McElwee
hizo del documental en primera persona su carrera en el mundo del cine. En
Photographic memory trata de dilucidar cómo su encantador hijo devino
en esa especie de monstruo adolescente maleducado e insensible. Pero antes
de intentar contestar esa pregunta, decide interrogarse a sí mismo y
recuperar cómo era él mismo cuando tenía la edad de su hijo y estaba en un
viaje por Europa practicando fotografía. Para eso decide poner un poco de
distancia entre él y su hijo, volver a Francia y tratar de reencontrarse con
una de las versiones de sí mismo. Busca a su antiguo empleador
–del que fue
protegido durante un tiempo–
en un estudio de fotografía. Busca a una ex pareja.
Hay diversos puntos de interés en Photographic memory, una película
conmovedora que no se esfuerza en serlo, pero se trata principalmente de una
reflexión sobre el tiempo, sobre los senderos de la memoria que se bifurcan
hasta terminar contradiciéndose, y de cómo hay una verdad inapelable en las
fotografías, y el cine, como dijera alguna vez Godard, es simplemente esa
verdad varias veces por segundo. El peligro de la fotografía y, por
consiguiente también del cine, es que se abre una cápsula del tiempo cada vez
que se aprieta el disparador. Hernán Ballotta
75 habitantes, 20 casas, 300
vacas (Argentina, 2011. Dirigida por Fernando Dominguez).
El
protagonista de esta película es Nicolás Rubió. Según puede leerse en la
página del último Bafici, donde se proyectó uno de sus cortometrajes, "nació
en Barcelona, España, en 1928. Se exilió con su familia primero en Francia y
luego en Argentina. En 1957 participó de la mítica exposición "¿Qué cosa
es el coso?" en la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, que dio origen al
movimiento informalista. Además de pintor y escritor, es considerado el
redescubridor y uno de los mayores difusores del fileteado porteño". La
película de Domínguez filma a Rubió pintando uno de los aproximadamente 600
cuadros sobre la vida del villorrio de Vielles en Auvergne, Francia, donde
pasó su infancia. La voz en off del pintor cuenta los días de la niñez sobre
imágenes intervenidas de las telas. El relato es sobrio y afectuoso. Rubió
pronuncia el castellano cuidadosamente, con la misma extraña claridad de los
motivos visuales de sus cuadros. La capacidad de las artes visuales para
plasmar escenarios mentales permite pensar a esta película en la tradición
de El sol del membrillo, Tren de sombras y El cielo gira. Uno de los grandes
momentos ocurre cuando el impacto que tuvo la muerte de un personaje en el
protagonista nos afecta también a nosotros gracias al recurso de la
abstracción. Rayas, manchas y vacío se apropian de la pantalla
interrumpiendo el fluir figurativo de la película. Ese cambio de paradigma
representativo consigue transmitirnos una emoción original que no es ni
puede ser idéntica a la sentida por Rubió pero sí lo bastante singular como
para desacomodarnos y grabarla en nosotros después de la película.
Marcos
Vieytes
Terri (Estados Unidos, 2011. Dirigida por Azazel Jacobs).
Terri
es una oda a los perdedores, a los descastados, a los abandonados. Es
también un llamado a la unión, a desarrollar experiencias compartidas, a no
transitar este mundo hostil solo. Terri es un adolescente con sobrepeso que
vive con un tío que está quedando progresivamente senil y que siente tal
nivel de apatía que va a la escuela en pijama. El psicopedagogo de la
escuela detecta la necesidad de auxilio y decide ayudarlo personalmente a
integrarse. Tal vez el precio a pagar por integrarse sea demasiado alto,
pero cómo puede uno adaptarse sin traicionarse a sí mismo.
Película sobre los momentos irrepetibles de conexión profunda entre
personas, Terri es uno de esos raros casos de películas
habitables, hospitalarias, que pasan frente a los ojos como una caricia. Y
sin embargo no está desprovista de desesperación, de profunda angustia.
Azazel Jacobs, el hijo del gran director experimental estadounidense Ken
Jacobs, se dedica a resaltar los detalles, porque a través de ellos estos
personajes tipificados cobran carnadura humana. Y gracias a esa complejidad
y a ese cuidado extremo no precisa construir un arco narrativo al uso ni
caer en los vicios del cine indie más vulgar. Es notable la familiaridad con
la que Jacobs fotografía los interiores, que lucen tan acogedores que uno no
puede evitar querer quedarse a habitar Terri por un rato más.
Hernán Ballotta
La folie Almayer (La
locura de Almayer. Francia-Bélgica, 2011. Dirigida por Chantal Akerman).
Chantal Akerman se sumerge en el mundo de Conrad y recrea muy libremente su
primera novela (cambiando Malasia por algun otro país del sudeste asiático y
un tiempo que destila ambigüedad) para hablar del mestizaje, de la
extranjería, de lo inquietante y seductor de la Otredad.
Un comerciante
europeo envía a su hija Nina (una mestiza) a un colegio para que aprenda los
modos occidentales. El regreso de la joven trae choques impredecibles, donde
la cultura, la naturaleza, el amor obsesivo, la autoridad, tratan de imponer
su poderío mientras el ambiente se vuelve protagonista en ciernes.
Transitando esa relación de dependencia privada y particular
–una
explotación que se disfraza de las mejores intenciones–, se troca, con
sutileza e inteligencia, a una metáfora de dominio colonial e imperial de
tiempos idos, o no tanto. La locura de lo distinto lentamente se apodera del
"civilizado" que ya nada puede hacer para escapar.
Grandes actuaciones y una puesta en escena precisa y pensada (travellings,
planos extensos en duración, etc.) vuelven a mostrar a Akerman como una
directora brillante. Imperdible primera escena que anticipa lo que vendrá y
donde la violencia irrumpe y la música nos atrapa sin remedio.
Javier Luzi
Crazy Horse (Francia-Estados
Unidos, 2011. Dirigida por Frederick Wiseman).
En los últimos años, la carrera del ya legendario y octogenario
documentalista Frederick Wiseman dio un giro (tal vez) imprevisto: sin
perder un ápice del rigor que lo caracteriza, su cine parece más
esperanzado, más luminoso. Y aunque su objeto de estudios sigan siendo las
instituciones y su efecto coercitivo (aunque oculto, la gran virtud de
Wiseman radica en poder sacarlo a la luz sin tener que señalarlo) sobre el
individuo, en
La Danse,
en Boxing Gym y ahora en Crazy Horse se dedica a retratar
maquinarias institucionales en funcionamiento con el fin último de crear un
objeto artístico (aún en Boxing Gym, documental sobre un gimnasio de
boxeo, cuyas rutinas atléticas y movimientos coordinados Wiseman filma con
la misma fascinación con la que fotografió los números de ballet en
La Danse),
y en este sentido es más inspirador, más armonioso, más emancipador.
Claro que su espíritu crítico no se perdió en este movimiento, y la
distancia que siempre genera con su objeto de estudio, unida a esa increíble
capacidad de hacerse invisible (a esta altura Wiseman es un dignísimo
candidato para ingresar a la Liga de la Justicia), autorizan la reflexión
sobre lo que se está viendo, sobre las múltiples contradicciones y los
discursos peligrosos que se forman dentro y alrededor de esas instituciones.
En Crazy Horse Wiseman se interna en el homónimo cabaret de París,
representante del "nudismo chic", que durante las noches pone en
escena un espectáculo de danza erótica y números de varieté. El método
Wiseman es el mismo: registrarlo todo sin intervenir en los hechos. Si la
presencia de la cámara modifica el comportamiento de lo capturado es, en
última instancia, irrelevante: el registro metódico que lleva a cabo Wiseman
y la posterior elección del material en la mesa de montaje siempre conforma
un retrato íntegro, por completo y por moralmente entero, de ese universo en
particular. Al igual que en
La Danse,
está particularmente interesado en las máximas autoridades del cabaret y en
cómo su discurso y su forma de concebir el espectáculo se escurre
verticalmente hasta el empleado de menor rango. Uno de los puntos
gravitatorios del cine de Wiseman es la siempre insalvable distancia entre
ese discurso y su ejecución final. Pero si uno presta especial atención,
puede detectar cuestiones laterales que en realidad son los elementos claves
de la mirada crítica del director. De forma análoga a
La Danse,
en la que se muestra una institución en la que todos los bailarines de la
compañía son blancos y los empleados de mantenimiento invariablemente
negros, el Crazy Horse se construye como el abanderado de la verdadera
belleza femenina, pero sus bailarinas/strippers son todas parecidas y
representan un estándar de belleza gastado, cuasi publicitario. Y el chiste
del transexual en el casting, por más simpático que parezca, vuelve a poner
en primer plano esa disciplina de los cuerpos que el Crazy Horse tal vez
involuntariamente reproduce.
Hernán
Ballotta
Bellflower (Campanilla.
Estados Unidos, 2011. Dirigida por Evan Glodell).
Cine artesanal, de poner el cuerpo y atarlo con alambre. Cine tuneado,
marcado a fuego por las fantasías (y las pesadillas) machistas. La ópera
prima de Evan Glodell es una rara avis, una pequeña historia de amor salvaje
con ambiciones épicas, una buddy-movie autodestructiva sobre el fetichismo
masculino que hace de la creación y la invención su base material. Y la
materia es la razón de vida de Bellflower: para recuperar ese aspecto
sucio del cine de los '70, Glodell y su equipo modificaron una cámara
digital para falsear la sensación analógica de ese cine pretérito, para que
las imágenes de la película parezcan imprimirse en una superficie real,
aunque no haya superficie ni, en término estrictos, película. Esta
manipulación de los materiales es tanto forma como contenido en
Bellflower: dos amigos treintañeros, slackers tardíos, convencidos de la
inminencia del fin del mundo (o, en realidad, fascinados por Mad Max
y su interminable desierto rutero postapocalíptico), fantasean con crear una
tribu (Madre Medusa) para gobernar las rutas del mundo después del mundo.
Para eso construyen todo un arsenal de gadgets inútiles para la vida
cotidiana pero cruciales para cuando la civilización acabe, como el muy
popular lanzallamas, y los instalan en el "Medusa", un Buick Skylark del
'72. Pero uno de ellos se enamora de una chica avasallante aunque inestable.
Cuando el universo de fantasía apocalíptica se estrelle de frente y sin
airbag con el cruel mundo de las relaciones interpersonales, todo comienza a
pistear fuera de control. Y lo mismo puede decirse de la película, que sin
tener una narración lo suficientemente consistente para ensamblar el
pastiche de autopartes en el que se transforma, atina a devenir en destrucción, atentando contra el enorme amor que
se evidencia en la construcción de objetos y en la invención de formas,
combustible primal de Bellflower. Hernán Ballotta
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