El séptimo largometraje de Takeshi Kitano toda
una estrella en la televisión japonesa e ilustre desconocido en la Argentina, que no se
ha dignado a estrenar ninguno de sus otros films es una obra de extraño vigor. Flores
de fuego es en parte un thriller, aunque las referencias a los esquemas clásicos del
policial apenas pueden rastrearse al comienzo del relato, para disolverse luego en una
trama cada vez más introspectiva. Nishi (el propio Kitano) es un policía eficaz,
perspicaz, que está atravesando el peor momento de su vida. No hace mucho una enfermedad
segó la vida de su hija, y los pronósticos médicos auguran que la leucemia, en
cuestión de semanas, hará lo propio con su mujer. Su antiguo escudero, Horibe, quedó
paralítico en una balacera, mientras que otro de sus compañeros se desangró sin prisa
ni pausa ante sus ojos impotentes. En la presencia de Nishi, en su pesar, confluyen dos
poderosas y sólo aparentemente contradictorias tradiciones cinematográficas:
la de los policías duros e impasibles (muy cercana a unos cuantos personajes de
Clint Eastwood) y la de cierto cine oriental poblado por criaturas más o menos
portentosas (ya fueren simples ciudadanos o estoicos samurais) que se mecen como hojas a
merced de vientos trágicos, inapelables.
La llamativa potencia física de Nishi,
que es capaz de dormir a los rufianes de un certero golpe de puño (o de perforar sus ojos
como al descuido, sin despegar su mirada de una taza de café), no debe llamar a engaño.
A diferencia de la invulnerabilidad de los paladines hollywoodenses, ésta no tiene por
fin habilitar el lado violento del show. Esto ya se nota en la singular manera
con que Kitano expone la rudeza de su personaje. Los impactos y los cortes están dados
casi siempre en off (es decir, fuera del cuadro): si Nishi no mira a sus rivales, ¿por
qué habría de hacerlo el público? Lo que puede verse, en cambio, es la austera
expresión de Nishi, que es la misma antes y después de dar cuenta de sus enemigos.
Extremadamente parca, parcialmente escondida tras los anteojos negros, apenas un rictus
tensa la comisura derecha de sus labios deja ver en ella las procesiones que
lo aquejan. El dolor de Nishi tiene poco que ver con la Yacuza (temida mafia nipona) y con
los avatares policíacos, y mucho con la angustia existencial. ¿De qué le sirven los
puños y la puntería a la hora de salvar a sus seres queridos? Su potencia física, antes
bien, destaca por contraste la inconmensurable impotencia de su espíritu. Nishi podría
haber sido un escritor, un campesino, un empleado de correos. El mérito de Kitano es
haberlo hecho entrar en un policía –en un policial– sin que el
relato, en tanto tragedia humana, perdiera un ápice de su espesor. La
perspectiva de Nishi –una soledad desnuda y absoluta– lo tentará a abandonar
la fuerza policíaca, e incluso la legalidad, para honrar los últimos minutos
de su esposa (¿los suyos propios?) como corresponde. Con muy rara sutileza
los recorre el film: podrá sentirse, al cabo, que lo de Nishi no es, y nunca
fue, resignación, sino adaptación –valiente, extrema– a circunstancias
desesperantes.
El encadenamiento de las secuencias de Flores
de fuego responde a una ecuación que invierte la lógica del policial convencional.
Allí la "poesía", generalmente en forma de postal urbana, opera como excusa
para propiciar persecuciones, tiros y explosiones. Aquí, en cambio, la rudeza de las
calles conduce una y otra vez a pasajes que invitan al espectador a una contemplación
plácida y oscura. El mar, el cielo en sempiterno y trágico vaivén serán
perfectas, recurrentes elecciones para volver a colocar al público en la encrucijada del
protagonista. La asociación libre (o medianamente libre, como la que disparan los dibujos
del detective tullido: siniestras cruzas de lo humano con lo vegetal) pocas veces ha
fluido como en este film. Es que Kitano cultiva una virtud que no abunda entre los
cineastas contemporáneos: confía en las imágenes. Y se deja llevar. El resultado es
casi siempre un viaje apasionante.
Guillermo Ravaschino
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