Desde su mismísima
aparición como material literario, allá por 1898, y en cada una de sus
posteriores adaptaciones, "La guerra de los mundos", novela del británico
Howard George Wells, se vio contextualizada por una realidad fuera de
registro: a comienzos del siglo XX fue observada como una negativa
visión sobre el triunfo del capitalismo industrializado; en la célebre
traslación radial de Orson Welles de 1938, la postdepresión y el estado de
guerra inminente jugaron para alimentar la realidad virtual que la
transformó en un hito de la historia de la comunicación; y en 1953 el cine
absorbió el terror de la sociedad norteamericana al ataque nuclear a manos
de los soviéticos en medio de la guerra fría. El estreno entonces de
Guerra de los mundos (así, sin el artículo La) en 2005 no podía
ser menos: el clima posterior al 11 de septiembre se respira en cada
fotograma, pero de una manera distinta a la que uno suponía de antemano.
Un material
tan maleable como este, que tuvo la extraña virtud de ser papel, onda radial
y celuloide, necesitaba de alguien que lo utilizara de manera noble y
rigurosa. Y las manos –pero sobre todo los ojos– de Steven Spielberg fueron
los sabios receptores. La historia es bien conocida: extrañas tormentas
eléctricas cubren el cielo, antesala de lo que será una invasión
extraterrestre a escala mundial. Y a partir de ahí, ¡a correr que se acaba
el mundo! Con esta situación como núcleo argumental, se nos presenta a Ray
(Tom Cruise), un padre divorciado y bastante desordenado en su vida, que
recibe la visita de sus dos hijos, un adolescente (Justin Chatwin) y su
hermana menor (Dakota Fanning), quienes quedarán a su cuidado durante el fin
de semana (Cruise y Fanning dotan de una humanidad asombrosa a sus
personajes). Tratándose de una película de Spielberg, demás está decir que
la relación entre padres e hijos dista de ser la ideal. Precisamente la
recomposición de los lazos familiares será el punto de interés que sostendrá
Spielberg hasta el final de la película, con la invasión como pesadillesco
telón de fondo.
La clave
para entender Guerra de los mundos es esa: se trata de un drama
familiar hecho y derecho, sobre la responsabilidad de ser padre. Algo
parecido a lo que hacía Wes Anderson en Vida acuática. No obstante,
las lecturas ideológicas que habilita la película son varias, y la
complejidad de esas múltiples interpretaciones es un hallazgo sorprendente
para una película que aparentaría conformarse con ser sólo un tanque de
Hollywood.
Es que el
Spielberg post Inteligencia artificial se ha transformado en un ser
amargo y oscuro. La falsa alegría que destilaba esa joyita incomprendida que
fue Atrápame si puedes (la mejor película norteamericana de lo que va
del siglo XXI) y el miedo al Estado omnipresente de La terminal (ese
otro padre al que le teme el creador de Encuentros cercanos...) nos
pusieron al corriente de la madurez del director. Aunque seguramente, por
compartir protagonista, género y aspectos visuales, este film será comparado
con Minority Report.
La
oscuridad del director se expresa en secuencias terribles, violentas,
terroríficas. Y en ideas desesperanzadoras. El cine de marcianos
históricamente combatió la amenaza exterior, repelió lo que venía de afuera.
Sin embargo en esta oportunidad el mal está adentro, no sólo por el lugar
del que salen los alienígenas, sino porque los grandes males radican en el
inconsciente colectivo de la sociedad: los humanos de Guerra de los
mundos se comportan como bestias dispuestas a matar; como zombies de una
de Romero. Aquella solidaridad americana, tan mentada en tiempos del ataque
terrorista, brilla por su ausencia; la ley del más fuerte es lo que hay. No
es, sencillamente, la historia optimista de recomposición que imaginábamos
nos iban a contar.
Y por su
parte también las imágenes hablan de un mundo espectral: la aparición de un
fantasmal tren en llamas transitando a la deriva es un momento de desquicio
visual que genera más pánico del previsto; los cuerpos de miles de víctimas
flotan en el río como un ballet alucinatorio; la ropa de los humanos
carbonizados por los rayos invasores flota en el aire con horrible belleza;
la multitud intentando subir a un barco para poder huir provoca la misma
angustia que la visión de aquellos documentales sobre la Segunda Guerra y
las imágenes de los refugiados. La invasión en la mirada de Spielberg tiene
la misma densidad que un exterminio o un holocausto.
Mencionábamos Minority Report, y allí Spielberg redondeaba la ambigua
idea de que en un mundo hipercontrolado, que entraba por los ojos, lo mejor
era ser ciego. Aquí sucede más o menos lo mismo en la insistencia de Ray en
no permitir que su hija observe el horror circundante. Esa capacidad de
diálogo que mantiene esta película con las otras obras del director es uno
de los mayores aciertos, demostrando el control que el creador de ET
tiene sobre su cine. En Guerra de los mundos su obra entera parece
refractarse al infinito: familias disfuncionales, niños enfrentados al
destino de la aventura, hombres que no traspasaron la barrera de la adultez,
niños-hombres, hombres-niños, elementos fantásticos y asombrosos como
catalizadores de experiencias humanas, la pérdida de la inocencia. Todas
marcas identificables y persistentes que determinan la presencia de un
autor.
Pero más
allá de las marcas autorales, lo que hace de Guerra de los mundos una
gran película es su clima de pesadilla constante y de ensueño terrorífico
nunca antes presente en la filmografía "spielbergiana". Y poco habitual en
el cine mainstream. Las incertezas sobre el porqué de la invasión
–algo que muchos espectadores no perdonarán– y la sensación de deriva total,
de desamparo hasta de dioses (no en vano el primer gran edificio en ser
destruido es una iglesia; otra vez Spielberg y sus conflictos religiosos),
tensionan aun más una narración crispada. El film es efectivo porque
traslada a la platea de manera cabal ese terreno de arenas movedizas sobre
el que se conducen los protagonistas.
Y en un
territorio marcado por las incertidumbres, Spielberg se anima a rediseñar el
héroe clásico. No nos encontramos aquí con un hombre que va al frente
matando alienígenas con su escopeta, sino con un muchacho como Ray, padre
ineficiente, dubitativo, traumatizado, que sólo atinará a escapar hacia
adelante, a no retroceder para no enfrentarse al terror y no hacer peligrar
la vida de los suyos. Claro que la película le reservará cierta acción
heroica, pero se trata de un último recurso, de un acto desesperado.
Tampoco hay
lugar aquí para grandes maniobras militares. En eso Guerra de los mundos
se diferencia del reciente cine catástrofe como Día de la independencia
o El día después de mañana, en donde la función del Estado era
primordial en la historia, por acción o por omisión. Por el contrario, en
cada situación en la que aparecen las tropas, su función es la de la
inutilidad total (prestar atención sino a la escena donde padre e hijo
discuten, mientras una larga hilera de vehículos del Ejército les pasa por
al lado; o cuando Ray le tiene que indicar el blanco a un soldado).
Spielberg deja bien en claro su postura ante el contexto en el que se
estrena el film y por eso cuando la hija de Ray pregunte si el ataque se
debe a "los terroristas", entenderemos esa situación como un momento
irónico, y no como una vulgar alegoría política.
La
acostumbrada destreza narrativa de este cineasta lo confirma nuevamente como
el mejor contador de historias que tiene el cine norteamericano en la
actualidad. La sabia utilización de las posibilidades técnicas lo coloca un
paso más allá del resto, alcanzando inusitados niveles de excelencia. Cada
plano suyo, cada travelling, es un deleite visual inigualable; uno los
podría analizar en parrafadas interminables, pero llegaría a la misma
conclusión: el tipo es un genio. Ese movimiento de cámara alrededor de la
furgoneta en la que huyen los protagonistas, que refuerza el nervio del
diálogo sin transformarse en un mero virtuosismo, es un chupetín para los
ojos.
Y a pesar
de todo, Guerra de los mundos tiene sus defectos por el lado
narrativo. Toda la tensión del espacio abierto y su desamparo, con algunas
reminiscencias visuales a "El eternauta" (otra gran obra sobre invasiones
alienígenas), se ve trastabillar por una larga secuencia sobre la media hora
final que retiene a Ray y a su hija en un sótano junto a un loco fanático de
las armas (Tim Robbins). Si bien allí se genera el quiebre del personaje de
Cruise (vivido esto como una pérdida de valores), y el suspenso está bien
dosificado (reflejando tal vez algunos momentos de Jurassic Park), lo
interesante de la película hasta ahí era el terror asociado con la
intranquilidad constante, el desamparo del campo abierto y el clima de
peligro continuo, atomizado aquí por la mínima tranquilidad, pero
tranquilidad al fin, que produce estar a salvo en un lugar cerrado y con
control del espacio. En este sentido, Shyamalan utilizaba mucho mejor el
sitio reducido para los proverbiales sustos que pegaba Señales.
Precisamente ese film sirve para proyectar los valores de la película del
creador de Indiana Jones. Mientras que Shyamalan utilizaba la excusa
de la invasión para dejarnos un mensaje aleccionador sobre la recuperación
de la fe, en este caso Spielberg nos pinta un mundo sin dioses ni héroes, en
el que estamos a la deriva, y en el que ciertas catástrofes hacen aflorar lo
peor de la conducta humana. El director construye su film con el material
con el que están hechas las pesadillas, entendiendo a la perfección ese
doble juego de arte y gran espectáculo, no defeccionando en ninguno de los
dos terrenos. Simple en su desarrollo y compleja en sus efectos colaterales,
Guerra de los mundos es un cultivo de ideas aterradoras sobre un
lugar no muy deseable para vivir, en el que para que los lazos familiares se
recompongan es necesaria una impresionante y sanguinaria invasión
extraterrestre.
Mauricio Faliero
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