No debe ser nada
fácil ser hijo de John Cassavetes, dedicarse a lo mismo y que ante cada
estreno te digan: “no, no sos como tu viejo”. Hay algo claro: Nick no lo
intenta. Aunque, por cierto, eso no lo exime de nada. Más allá de todo esto,
y si bien no hay intención, sí aparecen en Juegos peligrosos indicios
de querer decir algo sobre la relación padre-hijo y de cómo una institución
como la familia está desintegrándose en los Estados Unidos (que es hacia
donde la película mira). “En realidad se trata de los padres, se trata de
cuidar a los hijos”, dice a cámara Sonny Truelove (Bruce Willis) y explicita
cuál será el asunto en la película.
Acto seguido
pasamos a tener como eje del relato a Johnny Truelove (Emile Hirsch), un
adolescente con ínfulas de gran narcotraficante, que vive organizando
fiestas para la corte de aduladores que lo venera –el muchacho, inspirado en
un personaje de la vida real, tiene el encantador récord de ser el criminal
más joven buscado por el FBI–. Estamos hablando de encuentros musicalizados
al ritmo del hip-hop, con drogas, violencia física y sexual, y chicas
ligeras. Lo que se ve es una juventud desconectada, metida en su propio
mundo.
La estética MTV
–que aquí campea– no es para nada inocente, y permite cierta relectura a
partir de la presencia en el reparto de Justin Timberlake, ex integrante de
la Boys Band N’sync y figura repetida en esa pantalla musical, aún
actualmente cuando su carrera solista ha tomado caminos rítmicamente más
cercanos al gospel y al funk. Es una ironía muy fina que la película ponga
en su boca un diálogo en donde se burla de otro personaje porque “se quiere
hacer el negro”.
Pero también el
subtexto apunta a mostrar una sociedad de apariencias, que vive del engaño;
de jóvenes que se creen Tony Montana cuando ni siquiera saben atarse los
zapatos. Y dentro del mundo criminal, como en el cine de Kitano, asistimos a
una generación en descomposición que ha perdido los códigos. El poder está
descontrolado, corrompido.
Dentro de este
grupo de aprendices de maleantes habrá un problema interno, alguien quedará
en deuda con Johnny y, para que pague, no tienen mejor idea que secuestrarle
a su hermano menor. El secuestro, obviamente, se les irá de las manos y la
situación escalará hasta un clímax intenso, para comerse las uñas. Y si se
llega hasta allí es porque a Cassavetes, antes que lo policial, le interesa
pulir las relaciones entre los personajes, particularmente la que entabla
uno de los secuestradores (Timberlake, gracioso y enérgico) y el secuestrado
(acertado Anton Yelchin en su aspecto virginal). Por eso, nos preocupamos y
sufrimos por ellos. Un logro absoluto en el contexto de una película que
apuesta al hedonismo y la frivolidad.
El director maneja
los hilos del relato con total fluidez y ligereza, y aunque puede
criticársele que a veces no se sabe si celebra o cuestiona ese universo que
refleja –en todo caso la ambigüedad es bienvenida–, nunca pierde de vista
las tensiones y la virulencia que se respira en el aire.
Los problemas de
Juegos peligrosos llegan sobre la resolución. Un hecho trágico (aunque
no fortuito) cambiará las cosas y la atmósfera se pondrá pesada. Y en vez de
mantenerse en el verosímil que la propia película proponía (un registro con
aires de Scorsese y Tarantino), el director se empecina en convocar a la más
pura realidad y allí surgen los discursos y sermones acerca de los males que
se llevan a nuestros hijos.
Queda demostrado
entonces cuánto más interesante es el cine cuando cuestiona y critica desde
la pura representación y los códigos propios de un género, y cuán tedioso se
pone cuando lo hace desde el discurso y la bajada de línea. Si primero
parecía que Cassavetes ponía la cámara para que el espectador decidiera a
partir de su propia conciencia, finalmente se descubre que todo estaba
planteado en función de una idea preconcebida. Lo que era un interesante
recorte de cierta sociedad yanqui se terminó convirtiendo en el titular de
uno de esos programas sensacionalistas de la tele.
Mauricio Faliero
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