| Debo estar medio viejo, o muy, 
    porque Kill Bill Vol. 1 no me movió demasiados pelos. Y no me refiero a mi 
    calvicie sino a mi clásica, tradicional o, si lo prefieren, pasada de 
    moda predilección por el cine balanceado. Aquel que combina una buena 
    historia con un buen guión, una buena puesta en escena, un buen montaje y, 
    finalmente (aunque no necesariamente en este orden), una buena realización.
 
    Y aunque Kill Bill Vol. 1 no 
    carece de historia, ni de guión, ambos han sido reducidos a su expresión más 
    mínima. No  por casualidad sino, justamente, para 
    privilegiar la puesta en escena, el montaje y la realización. Estos, a su 
    vez, están absolutamente dominados por la vocación –virtualmente compulsiva– 
    de homenajear, reciclar y regulgitar diferentes géneros (y hasta títulos muy 
    puntuales) de las décadas del '60 y '70, empezando por el cine de artes 
    marciales y de samurais, pero incluyendo también el animé, un formato 
    que la industria cinematográfica oriental –y ciertos canales muy populares 
    de la televisión por cable– lograron diseminar por los cuatro costados del 
    planeta. Todas esas 
    reminiscencias están presentes, son patentes en el film, especialmente para los cinéfilos y videófilos, aunque mucho menos para el 
    resto de los mortales. Será por eso que cierto diario argentino ha llegado a publicar una suerte de "diccionario Kill Bill", 
    con el detalle abundante (y aun así incompleto) de las tendencias, películas 
    y apellidos a los que remite una y otra secuencia del promocionado cuarto 
    largometraje de Quentin Tarantino. Pero, ¿qué es lo que pasa con todas estas 
    citas? ¿Qué es lo que queda, si las hacemos a un lado, de Kill Bill Vol. 
    1? Lo que 
    queda es la historia de La Novia, el personaje sin nombre (bien a la altura 
    de otra cita, la del vaquero sin nombre que hacía Eastwood en cierto famoso
    spaghetti western) que interpreta Uma Thurman. Quien fuera integrante 
    de una superbanda de asesinos, y a la que su ex jefe, Bill, mandó a liquidar 
    el mismo día de su boda, cuando ella estaba embarazada de pocos meses (y del 
    propio Bill). Y que luego de sobrevivir milagrosamente –y de suyo, 
    increíblemente– a la masacre, pasó varios años en coma. Hasta que finalmente 
    despertó y se levantó para hacer honor al título, es decir matar a Bill, no 
    sin antes cobrarse la vida de todos y cada uno de sus lugartenientes. Esta 
    historia, que surge en los primeros minutos del metraje y ya casi no se 
    modifica en adelante, dista de ser nueva, personal y original. No es 
    interesante ni potente. Pero de nuevo: ¿qué pasa con las citas? Porque todo 
    lo que Kill Bill Vol. 1 tiene de original es esa catarata de citas 
    cinéfilas, y el modo en que estas discurren. Miren: no 
    sólo no tengo nada en contra de las citas y los homenajes sino que amo 
    algunos en 
    particular. Amo cientos de citas de Hitchcock por De Palma, porque 
    contribuyen a una narración excelsa (ya de secuencias, como la de la entrega 
    del rescate y la del encuentro en la iglesia, en Obsesión; ya de 
    films completos, como Doble de cuerpo y Vestida para matar). 
    En el terreno literario (¿por qué no?), amo los homenajes a Chandler de 
    Auster, y a Dostoievski de Arlt. Estas citas y homenajes están insertos en 
    relatos de los que toman, y a los que infunden, fuerza. 
    Por el contrario, las citas de Kill Bill Vol. 1 sólo pueden ser digeridas 
    restrictivamente; al margen, incluso a contrapelo, de la película. Vamos, 
    que se trata de una historia que no puede ser tomada en serio (que 
    ni siquiera lo pretenda no cambia las cosas). Ya sobre el comienzo da una pista, cuando la 
    heroína y la primera de su lista –aquella negra cuchillera 
    eximia– interrumpen su confrontación sangrienta ante la llegada de la hijita 
    de la segunda. ¿Nobleza oriental? Entre una negra y una rubia yanquis, de 
    ninguna manera. Apenas una cita de la nobleza oriental. Ya después, una y 
    mil veces, la supervivencia de la protagonista a toda clase de golpes claramente 
    mortíferos y su superioridad sobre los ejércitos de killers confirman 
    la premisa: no se trata de creer, ni se espera que creamos. Otra vez, y ya 
    es la última: más allá de las citas, ¿cuál es el juego que nos propone 
    Kill Bill Vol. 1? Mucho me temo que ninguno. O a lo sumo, dos: paladear unas 
    coreografías alla hermanos Wachowski (por el mismísimo Yuen Woo-Ping, 
    que las probó en The Matrix) y sumergirse en un fragmento muy bien 
    dibujado –y dirigido– de animé (el que rastrea vida y obra de O-Ren 
    Ishii). Parece poco para un film de casi dos horas y 55 millones de dólares 
    de presupuesto. Y sobre 
    todo, para el cuarto film de un hombre como  Tarantino, que además de 
    un excelente director supo ser un gran guionista, y hasta un célebre 
    "mejorador" (script doctor) de muchos guiones escritos por otros. (En 
    este sentido: vuelvan por un minuto a la primera secuencia –el primer 
    diálogo– con Hattori Hanzo. No esa que transcurre arriba, con el ritual de 
    las espadas de por medio, sino abajo, en la rotisería. Ahí está el 
    otro Tarantino, esa es la mejor secuencia de la película.) En fin, de ese 
    hombre que hace diez años, con mucho menos dinero y muchas más ideas (de las 
    buenas, digo), concretó un largometraje extraordinario que se llamó Tiempos 
    violentos. Y que sigue siendo, por encima de esos ríos de tinta que 
    cuanto menos hay para decir más se derraman, su mayor aporte al cine de 
    estos tiempos. Guillermo Ravaschino 
         
    
     |