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KILL BILL VOL. 2

Estados Unidos, 2004



Dirigida por Quentin Tarantino, con
Uma Thurman, David Carradine, Gordon Liu, Daryl Hannah, Michael Madsen, Michael Parks, Bo Svenson.



Bendita sea Kill Bill Vol. 2.

Más allá de constituir en sí misma una estupenda obra (dando vuelta como si fuera un guante a la famosa “ley” que proclama que segundas partes nunca fueron buenas), la quinta película de largometraje de Quentin Tarantino tiene todo lo que a Kill Bill Vol. 1 le faltaba: diálogos inspirados, toques de humor brillantes, motivaciones detrás de cada personaje, soberbias construcciones de montaje, una auténtica estructura dramática. Estos son los rasgos esenciales del Tarantino que más amamos, y que hasta hoy, qué duda cabe, era el de Tiempos violentos. Pero el cineasta también fue capaz de quitar lo que sobraba, y por lo tanto estorbaba, empezando por el empalagoso despliegue de coreografías de artes marciales que dominaba, hasta aplastar (e incluso vaciar), a la primera parte. ¿Qué van a hacer ahora los críticos que se embobaron antes, derrochando tinta y estrellitas? ¿Inaugurar nuevas escalas con tres o cuatro estrellas adicionales? ¿Jubilarse?

Como se sabe, o por si no se sabe, en el origen de la saga está la decisión de La Novia (el personaje sin nombre de Uma Thurman) de apartarse de la banda de killers profesionales comandada por Bill (David Carradine) para formar una familia en regla... junto a un modesto vendedor de discos usados. El "punto de ataque" es la reacción de Bill quien, sublevado por el desplante de esa empleada que también venía siendo su amante, manda a un escuadrón de criminales a la iglesia donde se celebra la boda, para masacrar a La Novia, el novio y todos los presentes (lo que incluye al feto que la protagonista lleva en su vientre). Claro que las casi nulas referencias de Kill Bill Vol. 1 dejaban en agua de borrajas todo lo que acabo de decir. Pues bien, el film que nos ocupa no sólo arranca retomando el hilo argumental: lo establece como Dios manda por primera vez. Un preciso flashback en blanco y negro planta a Bill frente a La Novia, a pasos de la iglesia, poco antes de la ceremonia, y les obsequia un diálogo sereno, aunque cargado de conflictos, del que surgen muy naturalmente –aunque no de modo explícito– las tensiones que dominarán el relato. La Novia ya no ama a Bill, pero lo aprecia, y hasta lo sigue admirando. Apostó por una “vida normal” en la que se está por meter de cabeza… pero que todavía no le sienta del todo: bajo el vestido blanco aún late el corazón de una asesina profesional. Es un magnífico punto de partida, porque la distancia entre la killer y la madre de familia es la medida exacta del camino que está llamada a recorrer nuestra heroína.

Por cierto que la secuencia culmina con un estallido de violencia: la masacre en cuestión, de la que sólo sobrevive (aunque la dan por muerta) la protagonista. Pero la matanza transcurre en off, ya que la cámara, discreta, emprende un apasible travelling aéreo que nos deja afuera de la iglesia. Y atención: es un alejamiento doble, porque no sólo nos distancia físicamente de la situación, sino conceptualmente de la violencia explícita. Y es toda una elección formal: la de relegar la mostración de la violencia a un segundo plano para que los componentes dramáticos que la desencadenan (motivaciones, conflictos de los personajes) pasen al frente. Sin perjuicio de los tramos de violencia explícita que también tienen lugar en el volumen 2, esta elección preside la propuesta. Y es satisfactoria porque da sustento a la violencia, la potencia y la proyecta más allá, evitando que se diluya en festivales de sablazos y patadas mayormente inverosímiles, y a la postre gratuitos, como los del volumen 1.

Este sí que es Tarantino, no la sombra de su sombra, y por eso cada cosa ocupa su debido lugar. Empezando por las secuencias. Este es un film claramente dividido en secuencias que hacen crecer efectivamente a la historia y, en esa medida, también hacen que crezca la sensación de inevitabilidad del desenlace que el propio título –“Matar a Bill”– anticipa. De este modo la resolución, aunque anunciada, no pierde peso ni impide que se palpite cada una de las circunstancias que nos aproximan a ella. (Y vaya diferencia, porque si las “coreografías de superacción” hubiesen seguido campeando, todo se habría reducido a presenciar el rutinario trámite de un asesinato tras otro.)

La secuencia dedicada a Budd (Michael Madsen con unos cuantos y muy oportunos kilos de más), por ejemplo, abona poderosamente el tinte trágico de la historia y, a la vez, cincela y da relieve a la figura protagónica. “Ella merece su venganza, y nosotros merecemos morir”, le dice Budd a Bill, que a la sazón es su hermano, y después completa: “Pero ella también merece morir”. Matar o morir, precisamente, suele ser la disyuntiva trágica de los asesinos profesionales. También la de La Novia esta, que decidió matar para vivir; para iniciar una nueva vida en vez de morir en la añeja. Budd ya ni siquiera es asesino a sueldo sino patovica en un “titty bar”, o cabaret de cuarta, en donde es humillado por el propietario a cambio de unos pocos dólares. Este fragmento también ofrece mucho humor, párrafos célebres y combinaciones que no se veían desde Tiempos violentos (el patrón “echando putas” mientras se llena la nariz de cocaína al lado de una copera).

Algo después, el propio Budd encierra a La Novia en un ataúd y la entierra viva a varios metros de profundidad. La situación es a tal punto terminal, irreversible, que uno no puede evitar la sensación de que el propio Tarantino se ha metido en una situación similar. La única salida aceptable, o razonable, parece la (inconcebible) muerte de la protagonista, y toda otra alternativa, por inverosímil, pecará de nulidad. Pero no. Un larguísimo flashback nos remonta otra vez al pasado, a un pasado aun más distante, en el que La Novia, a instancias de Bill, es puesta en manos del consumado patriarca de las artes marciales Pai Mei (Gordon Liu), para formarse en las más excelsas disciplinas del ataque y la defensa. Es tan logrado el flashback que, una vez de vuelta, el impensable escape de la tumba... bueno, no les cuento más. El flashback más utilitario, y productivo, de la Historia. Dicho sea de paso, la temporada con Pai Mei también es vehículo de filosos diálogos, desopilantes toques humorísticos (téngase en cuenta que el patriarca es un machista recalcitrante, odia a las mujeres, y a los yanquis, y a la civilización…) y un despliegue de figuras del kung-fu de esos que meten ganas de ponerse a entrenar tres veces por semana. A años luz, en fin, de los combates multitudinarios (una contra 88) del volumen 1, que en el mejor de los casos remitían a lo visto en The Matrix, por no decir a un videogame.

Es verdad que el segmento concentrado en Elle Driver (la killer tuerta, Daryl Hannah) descansa mucho sobre el cruce de patadas y sablazos (a falta de una, hay dos espadas de la exclusiva factoría de Hattori Hanzo). Pero los diálogos, también aquí, son más filosos que las armas blancas. Ahí está la temeraria Elle, con aspecto de colegiala aplicada, desgranando la información que “bajó de internet” sobre los efectos del veneno de la mamba negra (su mascota), mientras una pobre víctima del animal agoniza desesperada. Ironía, perversión, humor, finamente entremezclados como sólo Tarantino sabe hacerlo. ¿Recuerdan la conversación de Jules y Vincent en torno del “Royale with cheese” en Tiempos violentos? Bueno, es eso.

Por supuesto que hay otras secuencias, y otros tantos personajes (muchos de los cuales duran poco más que un suspiro), pero el concepto no varía: unas y otros tienen vida propia y, al mismo tiempo, forman parte de una construcción dramática a la que enriquecen, y de la que se nutren. El encuentro de Beatrix Kiddo (es que La Novia, antes de recuperar su vida, recupera su nombre y apellido) con un viejo proxeneta latino de modales finos es todo un lujo, y de los raros: da pie a un diálogo que –sin desentonar– bien podría haber sido sacado de un drama de Adolfo Aristarain (a mí me hizo acordar al de Luppi con María Fiorentino en Lugares comunes). Y la aparición en escena de una niña –cierta niña–, lejos de habilitar las obviedades y fragilidades que suele acumular el cine en torno de los infantes, da motivo a Tarantino para liberar, aun con más bríos, su mordacidad de guionista genial.

Poco después sobreviene el desenlace. Que por un lado, y de modo magistral, cerrará el paquete con un par de datos que, como si fueran piezas, completan el rompecabezas –la figura, el conflicto– de La Novia/Beatrix. A Thurman y Carradine, en este punto, el guión les ofrece la oportunidad de empeñarse y entregarse a fondo como lo que son: actores dramáticos. Lo que también cierra, y con broche de oro, es la elección formal de Tarantino. Lejos del previsible duelo estilizado, hipercoreografiado frente al mar bajo la luna llena, nos obsequia un clímax frugal, marcial, sumario. Violento, pero no por ello menos trágico y romántico. Esta ha sido una historia de amor y por eso, especialmente por eso, el corazón ocupa allí un lugar preferencial.

Guillermo Ravaschino      

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