| Bendita sea Kill 
    Bill Vol. 2.
 Más allá de constituir en sí misma una estupenda 
    obra (dando vuelta como si fuera un guante a la famosa “ley” que proclama 
    que segundas partes nunca fueron buenas), la quinta película de 
    largometraje de Quentin Tarantino tiene todo lo que a Kill Bill Vol. 1 
    le faltaba: diálogos inspirados, toques de 
    humor brillantes, motivaciones detrás de cada personaje, soberbias 
    construcciones de montaje, una auténtica estructura dramática. Estos 
    son los rasgos esenciales del Tarantino que más amamos, y que hasta hoy, qué 
    duda cabe, era el de Tiempos violentos. Pero el cineasta también fue 
    capaz de quitar lo que sobraba, y por lo tanto estorbaba, empezando por el empalagoso 
    despliegue de coreografías de artes marciales que dominaba, hasta aplastar 
    (e incluso vaciar), a la primera parte. ¿Qué van a hacer ahora los críticos 
    que se embobaron antes, derrochando tinta y estrellitas? ¿Inaugurar nuevas escalas 
    con tres o cuatro estrellas adicionales? ¿Jubilarse? Como se 
    sabe, o por si no se sabe, en el origen de la saga está la decisión de La 
    Novia (el personaje sin nombre de Uma Thurman) de apartarse de la banda de
    killers profesionales comandada por Bill (David Carradine) para 
    formar una familia en regla... junto a un modesto vendedor de discos usados. 
    El "punto de ataque" es la reacción de Bill quien, sublevado por el 
    desplante de esa empleada que también venía siendo su amante, manda a un 
    escuadrón de criminales a la iglesia donde se celebra la boda, para masacrar 
    a La Novia, el novio y todos los presentes (lo que incluye al feto 
    que la protagonista lleva en su vientre). Claro que las casi nulas 
    referencias de Kill Bill Vol. 1 dejaban en agua de borrajas todo lo 
    que acabo de decir. Pues bien, el film que nos ocupa no sólo arranca 
    retomando el hilo argumental: lo establece como Dios manda por primera vez. 
    Un preciso flashback en blanco y negro planta a Bill frente a La Novia, a 
    pasos de la iglesia, poco antes de la ceremonia, y les obsequia un diálogo 
    sereno, aunque cargado de conflictos, del que surgen muy naturalmente 
    –aunque no de modo explícito– las tensiones que dominarán el relato. La 
    Novia ya no ama a Bill, pero lo aprecia, y hasta lo sigue admirando. Apostó 
    por una “vida normal” en la que se está por meter de cabeza… pero que 
    todavía no le sienta del todo: bajo el vestido blanco aún late el 
    corazón de una asesina profesional. Es un magnífico punto de partida, porque 
    la distancia entre la killer y la madre de familia es la medida 
    exacta del camino que está llamada a recorrer nuestra heroína. Por cierto 
    que la secuencia culmina con un estallido de violencia: la masacre en 
    cuestión, de la que sólo sobrevive (aunque la dan por muerta) la 
    protagonista. Pero la matanza transcurre en off, ya que la cámara, discreta, 
    emprende un apasible travelling aéreo que nos deja afuera de la iglesia. Y 
    atención: es un alejamiento doble, porque no sólo nos distancia físicamente 
    de la situación, sino conceptualmente de la violencia explícita. Y es 
    toda una elección formal: la de relegar la mostración de la violencia a un 
    segundo plano para que los componentes dramáticos que la desencadenan 
    (motivaciones, conflictos de los personajes) pasen al frente. Sin perjuicio 
    de los tramos de violencia explícita que también tienen lugar en el volumen 
    2, esta elección preside la propuesta. Y es satisfactoria porque da sustento 
    a la violencia, la potencia y la proyecta más allá, evitando que se 
    diluya en festivales de sablazos y patadas mayormente inverosímiles, y a la 
    postre gratuitos, como los del volumen 1. Este sí que 
    es Tarantino, no la sombra de su sombra, y por eso cada cosa ocupa su debido 
    lugar. Empezando por las secuencias. Este es un film claramente dividido en 
    secuencias que hacen crecer efectivamente a la historia y, en esa medida, 
    también hacen que crezca la sensación de inevitabilidad del desenlace 
    que el propio título –“Matar a Bill”– anticipa. De este modo la resolución, 
    aunque anunciada, no pierde peso ni impide que se palpite cada una de las 
    circunstancias que nos aproximan a ella. (Y vaya diferencia, porque si las 
    “coreografías de superacción” hubiesen seguido campeando, todo se habría 
    reducido a presenciar el rutinario trámite de un asesinato tras otro.) La 
    secuencia dedicada a Budd (Michael Madsen con unos cuantos y muy oportunos 
    kilos de más), por ejemplo, abona poderosamente el tinte trágico de la 
    historia y, a la vez, cincela y da relieve a la figura protagónica. “Ella 
    merece su venganza, y nosotros merecemos morir”, le dice Budd a Bill, que a 
    la sazón es su hermano, y después completa: “Pero ella también merece 
    morir”. Matar o morir, precisamente, suele ser la disyuntiva trágica de los 
    asesinos profesionales. También la de La Novia esta, que decidió matar para 
    vivir; para iniciar una nueva vida en vez de morir en la añeja.  Budd ya ni siquiera es asesino a sueldo sino patovica en un 
    “titty bar”, o cabaret de cuarta, en donde es humillado por el propietario a 
    cambio de unos pocos dólares. Este fragmento también ofrece mucho humor, 
    párrafos célebres y combinaciones que no se veían desde Tiempos violentos 
    (el patrón “echando putas” mientras se llena la nariz de cocaína al 
    lado de una copera). Algo 
    después, el propio Budd encierra a La Novia en un ataúd y la entierra viva a 
    varios metros de profundidad. La situación es a tal punto terminal, 
    irreversible, que uno no puede evitar la sensación de que el propio 
    Tarantino se ha metido en una situación similar. La 
    única salida aceptable, o razonable, parece la (inconcebible) muerte de la 
    protagonista, y  toda otra alternativa, por inverosímil, pecará de 
    nulidad. Pero no. Un larguísimo flashback nos remonta otra vez al pasado, a 
    un pasado aun más distante, en el que La Novia, a instancias de Bill, es 
    puesta en manos del consumado patriarca de las artes marciales Pai Mei 
    (Gordon Liu), para formarse en las más excelsas disciplinas del ataque y la 
    defensa. Es tan logrado el flashback que, una vez de vuelta, el impensable 
    escape de la tumba... bueno, no les cuento más. El flashback más utilitario, 
    y productivo, de la Historia. Dicho sea de paso, 
    la temporada con Pai Mei también es vehículo de filosos diálogos, 
    desopilantes toques humorísticos (téngase en cuenta que el patriarca es un 
    machista recalcitrante, odia a las mujeres, y a los yanquis, y a la 
    civilización…) y un despliegue de figuras del kung-fu de esos que meten 
    ganas de ponerse a entrenar tres veces por semana. A años 
    luz, en fin, de los combates multitudinarios (una contra 88) del volumen 1, 
    que en el mejor de los casos remitían a lo visto en The Matrix, por 
    no decir a un videogame. Es verdad 
    que el segmento concentrado en Elle Driver (la killer tuerta, Daryl Hannah) descansa mucho sobre el cruce de patadas y 
    sablazos (a falta de una, hay dos espadas de la exclusiva factoría de 
    Hattori Hanzo). Pero los diálogos, también aquí, son más filosos que las 
    armas blancas. Ahí está la temeraria Elle, con aspecto de colegiala 
    aplicada, desgranando la información que “bajó de internet” sobre los 
    efectos del veneno de la mamba negra (su mascota), mientras una pobre 
    víctima del animal agoniza desesperada. Ironía, perversión, humor, finamente 
    entremezclados como sólo Tarantino sabe hacerlo. ¿Recuerdan la conversación 
    de Jules y Vincent en torno del “Royale with cheese” en Tiempos violentos? 
    Bueno, es eso. Por 
    supuesto que hay otras secuencias, y otros tantos personajes (muchos de los 
    cuales duran poco más que un suspiro), pero el concepto no varía: unas y 
    otros tienen vida propia y, al mismo tiempo, forman parte de una 
    construcción dramática a la que enriquecen, y de la que se nutren. El 
    encuentro de Beatrix Kiddo (es que La Novia, antes de recuperar su vida, 
    recupera su nombre y apellido) con un viejo proxeneta latino de modales 
    finos es todo un lujo, y de los raros: da pie a un diálogo que –sin 
    desentonar– bien podría haber sido sacado de un drama de Adolfo Aristarain 
    (a mí me hizo acordar al de Luppi con María Fiorentino en Lugares comunes). 
    Y la aparición en escena de una niña 
    –cierta niña–, lejos de habilitar las 
    obviedades y fragilidades que suele acumular el cine en torno de los 
    infantes, 
    da motivo a Tarantino para liberar, aun con más bríos, su mordacidad de 
    guionista genial. Poco 
    después sobreviene el desenlace. Que por un lado, y de modo magistral, 
    cerrará el paquete con un par de datos que, como si fueran piezas, completan 
    el rompecabezas –la figura, el conflicto– de La Novia/Beatrix. A Thurman y 
    Carradine, en este punto, el guión les ofrece la oportunidad de empeñarse y 
    entregarse a fondo como lo que son: actores dramáticos. Lo que también 
    cierra, y con broche de oro, es la elección formal de Tarantino. Lejos del 
    previsible duelo estilizado, hipercoreografiado frente al mar bajo la luna 
    llena, nos obsequia un clímax frugal, marcial, sumario. Violento, pero no 
    por ello menos trágico y romántico. Esta  ha sido una historia de 
    amor y por eso, especialmente por eso, el corazón ocupa allí un lugar preferencial. Guillermo 
    Ravaschino      
    
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