En su nueva película, Juan José
Campanella refuerza la apuesta que hiciera en El hijo de la novia: se
instala en el costumbrismo más acérrimo. Narra la historia de un club de
barrio que desde sus épocas doradas de los ‘50 ha decaído hasta llegar a la
ruina y la derrota. Puestos en una situación límite, sus escasos devotos
socios deben decidir si venden el club o encuentran algún medio (mágico)
para reflotarlo. Toda similitud con la situación que atraviesa la Argentina
es intencional y, lo que es peor, sumamente obvia. En este film que zozobra
en la melancolía y apela a los recursos y sentimientos más conservadores no
falta ninguno de los clisés imaginables: las rivalidades entre los socios,
el romance entre la profesora de danzas y el entrenador de básquet, los
héroes que en plena bancarrota conservan su dignidad, el socio turrito
que hará su negocio con el club (y proclama: “¿cuál es el mal de hacer
negocios?”), los jóvenes que se van a España “a probar”, el matrimonio en
crisis, la divorciada resentida, la reiterada metáfora del ascenso
imposible, en fin. Sobran tópicos y faltan ideas originales. El protagonista
monolítico es un héroe pasivo que no tiene el menor registro de lo que
sucede en su vida, ni en su familia, ni en su club, ni en su país, y piensa
que con una kermesse “como las de antes” podrá salvar una deuda de 40 mil
pesos.
Y no es que Luna de
Avellaneda carezca de recursos: realizada con lo mejor que la industria
pone a disposición de los directores, con un elenco de primer nivel (Ricardo
Darín, Mercedes Morán y Valeria Bertuccelli son lo mejor de la película, bien
secundados por José Luis López Vázquez, Daniel Fanego y Silvia Kutica,
mientras que Eduardo Blanco repite sus tics y sobreactuaciones habituales) y
la lograda dirección de arte de Mercedes Alfonsín, se trata de un producto
profesionalmente correcto. El problema reside en que al film le sucede lo
que al club: abruma en su aspecto arquetípicamente lunar, en su romanticismo
nostálgico, en su apelación a los modelos absolutos, en ese aferrarse a lo
que ya fue sin capacidad de inventiva, sin cintura flexible para promover o
siquiera acompañar los cambios que han ocurrido en los últimos años; a la
película también se le llueven los techos. Y sin embargo, sabemos que sus
creencias son compartidas por una buena porción de la sociedad, por lo que
no asombraría un probable éxito de público como el que había logrado El
hijo de la novia, film que también recurría a los valores de familia,
barrio y tradición. Seguramente la respuesta que obtuvo aquí y en el
exterior decidió a Juan José Campanella a encarar este proyecto, que cuenta
con capitales españoles y la producción de Adrián Suar y su aparato
publicitario, y parece una continuación del anterior. Ninguna de estas
películas llega al nivel de El mismo amor, la misma
lluvia (1999, del mismo director), en la que una historia privada atravesaba veinte años de
historia pública.
El cine
argentino está atravesando un momento interesantísimo, que tal vez pueda
evaluarse mejor en algún tiempo. El espectro de realizaciones es tan amplio
y polifacético que también da lugar a productos industriales y comerciales
como éste, apoyado en el más clásico naturalismo costumbrista, o a El
abrazo partido, que no resulta tan reblandecido, junto al humor
minimalista de Martín Rejtman en Los guantes mágicos, a la épica de
Adrián Caetano y Pablo Trapero, al nadismo de los más jóvenes, y a la
originalidad de ciertos films como Los rubios y La niña santa,
que confirman que las mujeres tienen mucho para decir. El público puede
elegir.
Josefina Sartora
|