es una obra menor entre las de Woody Allen, próxima en los resultados a su
reciente Ladrones de medio pelo. Dista de ser un bodrio y, sin
embargo, no deja de ser una comedia fallida por la más elemental de las
razones: apenas si hace reír. Y es una lástima, porque el guión (del
propio Allen) está poblado de ideas ingeniosas, mientras que la producción
y el elenco son de muy buen nivel. Pero algo falla en el conjunto: los tempos
no son los de los buenos tiempos del pequeño genio neoyorquino. Su energía
actoral tampoco. Y los chistes, menos.
La acción, intensamente concentrada en interiores, transcurre en 1940.
Nuestro protagonista es C.W. Briggs (Allen), investigador de una compañía
de seguros contra robo con fama de gran sabueso: ha resuelto más casos que
ningún otro. El primer aspecto de la trama se desencadena con el desembarco de
Helen Hunt, la coprotagonista, quien hace a Betty Fitzgerald, contratada
para eficientizar la compañía (bajar costos y modernizar su
funcionamiento) por el jefe Magruder (Dan Aykroyd). La relación de Briggs y
Fitzgerald se inscribe prontamente en lo que podríamos denominar "odio
a primera vista", y la mayor parte de los chistes proviene de la
variopinta catarata de insultos que se propinan mutuamente.
Cierta noche, jefe y empleados confluyen en un boliche para un brindis.
La velada es amenizada por un hombre con turbante que convoca al escenario a
Fitz y a Briggs, con el fin de hipnotizarlos frente a la
concurrencia. El número resulta exitoso (la cara de Allen boleado
por la hipnosis es lo más gracioso de todo el film). Al hipnotizador le
bastan dos palabras mágicas, "Constantinopla" y
"Madagascar", para sumir en trance a los protagonistas. La prueba
del hechizo, por lo demás, es que les "ordena" enamorarse el uno
del otro y, efectivamente, lo consigue. El segundo filón de la trama
aparece en este punto: ¿será posible que el odio se convierta finalmente en
amor... más allá de la hipnosis?
El tercer filón irrumpe poco después, ya que el tipo del turbante, por
vía teléfonica, se valdrá de las
palabras mágicas para re-hipnotizar a Fitz y a Briggs y utilizarlos
para robar joyas... de los clientes de la compañía de seguros.
La puesta en época, sin acusar un gran despliegue, resulta muy prolija e
íntima. De este modo Woody plasma un enésimo homenaje a los años
de oro (con hincapié en el film noir), que también se hace notar
en la jazzística banda sonora, en un par de situaciones y en las divas a la vieja
usanza –pulposas y curvosas, aunque no todas platinadas– que aparecen
por todos lados: desde las empleadas de la aseguradora hasta esa típica
rubia millonaria, fumadora e infartante perfectamente encarnada por Charlize
Theron.
Está dicho: hay poca risa. Y a falta de risa, la tensión va a
depender cada vez más de la evolución de la trama policial. Pero la trama policial de una comedia
como esta no puede hacerse cargo
positivamente de semejante responsabilidad. La historia, pues, empieza a
hacerse larga, demasiado larga... y a uno deja de importarle cómo se
resolverá.