En gran medida, la importancia del cine de los hermanos Dardenne reside en
su interés por mostrar el lado oscuro de esos países del Norte cohesionados
y fortalecidos por el Euro (pocos directores actuales del continente se
animan a lo mismo: Michael Haneke, Fatih Akin, Bruno Dumont...). Esa Europa
centro-occidental que parece día a día extender y fortificar un poco más sus
fronteras burocrático-aduaneras frente al resto del continente –y del mundo–
que mira con recelo el estilo de vida primermundista que allí llevan. De ahí
que la filmografía de estos belgas esté atravesada por personajes
marginales, desesperados, en lucha constante por ser parte de un sistema que
hace de la exclusión una de las bases de su status.
En esta nueva
película conjunta, los Dardenne deciden seguir cámara al hombro a Lorna, una
albanesa que se instala en Bélgica gracias al casamiento arreglado
con un drogadicto a cambio de dinero. Pronto, Lorna (quién físicamente
parece una Rosetta –protagonista del film homónimo de estos mismos hermanos–
ya hecha mujer) es incitada por una mafia montada en torno de la inmigración
clandestina para que deje morir a su esposo y así, una vez viuda, contraiga
matrimonio nuevamente, ahora con un ruso, a cambio de más dinero. Claro que
acá, como en todos los trabajos previos de los Dardenne, el verdadero
conflicto que en el fondo moviliza a los personajes no es material ni mucho
menos de género, sino moral. Una vez que Lorna deja morir a su marido, pasa
de ser cómplice de una muerte a convertirse en otra pobre víctima de una
sociedad perversa.
Movida
principalmente por sentimientos de culpa y un fuerte deseo de redención,
esta mujer comienza una carrera desesperada por mantener la memoria y el
legado de su "esposo", drogadicto y por ende desechable para una sociedad en
donde quién no produce no sirve. Por eso mismo, los primeros síntomas del
embarazo psicológico que desencadena la crisis que sufre esta protagonista
se dan en una escalera –símbolo de ascenso social– del local que alquila con
la plata conseguida mediante su silencio y su no-accionar. Lo que permite
atisbar la gran pregunta que proponen los hermanos esta vez: ¿hasta qué
punto estamos dispuestos a llegar para ingresar a un mejor nivel de vida?
Las
virtudes con las que encaran esta problemática son comunes a sus películas
anteriores La promesa, Rosetta, El hijo y El niño (salvo
Rosetta, todas cubiertas por CINEISMO; ver links al pie) . A
destacar, la distancia siempre prudente con que se acercan a sus personajes
(en está ocasión, tratándose de una inmigrante venida de la otra
Europa, deciden colocar la cámara unos metros más lejos, comunicando la
incomprensión que les produce una persona de estas características), nunca
juzgándolos ni sometiéndolos a caprichos; y, por otro lado, la fe depositada
en la humanidad de los mismos y su capacidad para convertirse en héroes
mediante acciones pequeñas pero de gran valor.
Una nueva película
de un autor, para conformar una gran obra, debería mantener las constantes
que lo definen y a la vez introducir variantes que produzcan crecimiento y
progresión en una filmografía, en un todo. Pues bien, en El silencio de
Lorna, los Dardenne se mantienen fieles a su cosmovisión a la vez que
apuestan a cambios temáticos: indagan sobre las cuestiones inmigratorias,
trabajan con una mujer adulta, madura y consciente de sus decisiones como
protagonista (encarnada por Arta Dobroshi, una actriz que contagia fortaleza
a la vez que vulnerabilidad); y también formales: un trabajo de cámara más
estable, reflexivo y a la vez menos nervioso y urgente, sexo carnal e
intenso, algunas notitas de música incidental sobre los títulos. Recursos,
todos, que se adaptan perfectamente a la historia que deciden narrar. Así,
vuelven a demostrar una vez más que en el mundo liberal, cínico y cruel en
el que vivimos, el corazón todavía puede pesar más que un puñado de euros.
Juan Schmidt
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