Luego de Sin lugar para los débiles, probablemente la gran película
de su carrera, había esperanzas para que los hermanos Coen consolidaran la
depuración de su estilo, más allá de las poses y los manierismos a los que
siempre fueron adeptos. La vuelta a la comedia de sus siguientes obras no
estuvo a la altura de las expectativas, pero el regreso al western (¿qué era
Sin lugar… si no un western fantástico?) con Temple de acero y
el retorno a la cima de las nominaciones al Oscar presentaba una simetría
difícil de pasar por alto y la puesta a prueba definitiva del lugar que los
Coen podían ocupar en la actualidad del cine de Hollywood. La respuesta fue
decepcionante: Temple de acero es un western que reniega del western,
que retoma la distancia irónica y la indiferencia de los Coen hacia los
géneros que suelen revisitar.
La película comienza con vocación religiosa: una frase bíblica sobre el
castigo divino y una luz difusa que a medida que la cámara se acerca va
tomando la forma de una cruz llameante. La cámara continúa avanzando
mientras la voz en off de Mattie, la niña protagonista (debut prometedor de
Hailee Steinfeld), relata la historia de la muerte de su padre en manos del
forajido Tom Chaney (Josh Brolin). El destino final de la puesta en
escena de la secuencia nos muestra, con economía de recursos, cómo esa luz
provenía de la entrada de una casa –de su puerta y sus ventanas–, y la
propia iluminación del hogar nos permite ver, en una noche nevada, primero a
ese padre muerto, y luego a su asesino huyendo a caballo en la oscuridad. La
voz en off remarcará que todos, tarde o temprano, reciben su castigo. La
belleza de esta secuencia –beneficiada por el aporte de Roger Deakins en la
fotografía– será retomada recién al final, cuando Mattie se ponga también en
manos del destino y de los amigos que ha encontrado en el camino.
El mencionado segmento demuestra lo que los Coen son capaces de alcanzar,
pero a continuación la cosa comienza rápidamente a desbarrancarse. Para
empezar, desfilan demasiadas escenas hasta que la aventura encuentra su
curso. Mattie debe convencer a Rooster Cogburn, un marshall tuerto,
valeroso y despiadado pero también borracho y sumido en la pobreza (Jeff
Bridges), para que la ayude en su búsqueda de venganza. No son los únicos
que buscan la cabeza de Chaney: LaBoeuf (Matt Damon), un Texas Ranger con
más voluntad que cerebro, desea capturarlo para cobrar una recompensa (el
fugitivo también ha matado a un senador). Mientras los protagonistas se
preparan para iniciar la persecución, descubriremos la testarudez, frialdad
y sorprendente inteligencia de la niña, sus dotes de negociación para saldar
las cuentas de su difunto padre y su perseverancia en pos de encontrar a
Chaney para verlo pagar por su crimen.
Cuando finalmente comience la travesía, el guión sostendrá su oblicuidad con
varias escenas gratuitas pobladas con personajes típicos de la imaginería
Coen –el ahorcado, el oso, los dos hombres en la cabaña–, alguna más
graciosa que otra, pero inevitablemente distractivas al desviar la atención
sobre los directores en lugar de formar parte indivisible de la narración. A
esto hay que sumar un sinnúmero de monólogos de Cogburn divagando borracho y
en lunfardo sobre su vida y sus capacidades, algo que no aporta más que al
histrionismo de Jeff Bridges –un intérprete habitualmente sobrio y
verosímil, aquí transformado en alcohólico payaso de circo, destino fatídico
de actor y personaje– que estiran la anécdota y convierten a Temple de
acero en uno de los westerns más hablados de la historia del cine. La
acción y el dramatismo distintivos del género son calculadamente
administrados a cuentagotas mientras observamos con Mattie –siempre desde su
punto de vista– el patetismo de sus acompañantes. Ella, curiosamente, es la
única digna de un western: todos los calificativos antes mencionados, a los
que a lo largo del recorrido se agregarán el coraje, el reconocimiento de
sus errores de juicio y el respeto por las pocas muestras de dignidad, honor
y bondad de sus compañeros, la ubican justamente en el centro de la escena.
Ni siquiera el criminal es digno de respeto: torpe, lento y desesperado,
sufre también del distanciamiento paródico con que el guión elige tomarse al
género. Por eso cuando los hombres de esta historia tomen las riendas del
relato, no serán lo suficientemente verosímiles para emocionarnos.
Otro síntoma del desinterés de los Coen por el western es la casi absoluta
ausencia de indios en la película. Pese a que los protagonistas hablan del
peligro de adentrarse en territorios no civilizados por temor a los
guerreros indígenas, estos nunca hacen su aparición. Sólo hay dos indios en
la historia y, no por casualidad, en ambos casos su voz les es negada (a uno
no le permiten decir sus últimas palabras antes de morir en la horca, al
otro no llegamos a escucharlo cuando habla y casi ni vemos su rostro). Esta
sorprendente corrección política –además de contrariar la tradición
genérica– no tiene ningún correlato en la historia. Se infiltró en el guión
como por capricho, de la misma manera que las discusiones sobre la guerra
civil norteamericana entre Cogburn y LaBoeuf. Son apuntes sueltos, agregados
a modo de condimentos para hacer más oscarizable la trama.
A falta de uno, Temple de acero tiene dos finales. El primero intenta
ser simétrico al comienzo en términos narrativos y de puesta en escena. El
segundo sobra. Y su afirmación del triste final de la leyenda del Oeste es
tan desganada y carente de originalidad que parece simplemente un parche,
similar al que luce Cogburn sobre su verborrágico rostro, mientras deambula
y cabalga por tierras áridas, sin pena y sin gloria.
Ramiro Villani
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