La identidad es un enigma en el cine de Kim Ki-duk. Todos aquellos elementos
que usualmente contribuyen a definirla –cara, nombre, sexualidad, lazos de
sangre, voz–
se tornan problemáticos en sus películas. Ninguno o casi ninguno de sus
personajes tiene relación con los padres. El hijo que vive con su madre en
Dirección desconocida no sólo ignora quién es el soldado
norteamericano negro que lo concibió, sino que se la pasa amenazando con
matar a su madre obsesionada por el abandono (y termina amputándole una
teta). Ninguno de los protagonistas masculinos de Hierro 3 y Bad
Guy habla durante el entero transcurso de esas películas, y las únicas
palabras que pronuncia sobre el final el segundo, un proxeneta que corrompe
a la estudiante de la que se enamora, apenas si se entienden por la
desconcertante voz cuyo registro aflautado desorienta todas las expectativas
que nos habíamos hecho de ella a partir de la pendenciera naturaleza del
personaje.
El tiempo
es la historia de una mujer para quien dejarse amar es tan difícil como
aceptar su propio rostro. Insatisfecha consigo mismo, vive presa de los
celos y le hace la vida imposible a su novio, quien pese al acoso que sufre
insiste en amarla. Ella siempre le repite la misma frase: "Te cansaste de mi
cara", y esa acusación apenas disimula la oquedad de su pronombre. Para
Seh-hee no hay yo detrás de su nombre, así como no ve seña particular
alguna cuando se mira al espejo, nada que no pueda ser transformado en otra
cosa por una buena cirugía sin que ello afecte el habitual desenvolvimiento
del mundo. Entonces decide operarse para ser otra, desaparecer durante seis
meses de la vida de Ji-woo, y enamorarlo de nuevo pero bajo una apariencia
distinta, convertida ya en See-hee (no es error de tipia sino un nombre casi
idéntico al que precede al cambio de rostro). No sabe que el alienado camino
que escoge para buscar el reconocimiento la volverá definitivamente
irreconocible incluso para sí misma, y no nos estamos refiriendo a ningún
tipo de accidente quirúrgico. Aquí el problema no son las cirugías estéticas
sino el avatar ontológico que involucra al cuerpo y a la mente en la
conformación del sujeto. Pero no significa que haya desborde psicoanalítico
alguno en la película. Kim Ki-duk se vale de todos los recursos estéticos de
que dispone para circunscribir el tema al terreno de las formas (ver la
secuencia en la que un café funciona como escenario teatral de una escena
melodramática parodiada por otro consumidor) y la constitución del punto de
vista.
Hay dos ocasiones
en las que el cineasta coreano alude indisimuladamente a su propia obra en
El tiempo. En ambas secuencias se ve un afiche de Wild Animals,
su segunda película, pegado en la pared del cuarto en el que Ji-woo trabaja
editando las imágenes de Hierro 3, uno de los títulos mayores de este
realizador. Así, la reflexión sobre la identidad de su cine corre paralela a
la historia de esta mujer que cambia cara y nombre y denota, a la vez,
fragmentación y familiaridad, transformación y permanencia. A propósito del
no tan lejano estreno de El arco, una de las más flojas películas de
Kim Ki-duk, escribí en otro medio sobre los altibajos del cineasta, dueño de
un corpus fílmico que hace de la polaridad uno de sus principales
atributos. Su cine suele oscilar entre elementos dispares que se conectan
mediante un conflicto a menudo violento: hombres y mujeres, naturaleza y
conducta humana, cristianismo y budismo, amor y deseo, y otros binomios
parecidos pueden agruparse bajo uno que parece contenerlos a todos y
describe también su modus operandi formal: el de peso y levedad. Cada
vez es más común hallar en las películas de Kim Ki-duk una puesta en escena
fuertemente material de los seres, objetos y situaciones que habitan su
universo, junto a una creciente desintegración del punto de vista que, en
los mejores casos, siembra una duda saludable sobre
el punto de vista y, en los peores, cae en algo demasiado parecido a un
trascendentalismo confuso.
Afortunadamente
en El tiempo, como en Hierro 3, sucede lo primero. En ambas
películas hay por lo menos tres puntos de vista diferentes: el más bien
clásico del narrador omnisciente (similar a la tercera persona literaria de
la novela decimonónica), el subjetivo de los personajes, y un tercero
ambiguo y perturbador que se presenta siempre cámara en mano (no nerviosa,
sino flotante) y no puede identificarse con un personaje específico. En
Hierro 3 correspondía al protagonista una vez que había salido de la
cárcel, pero para entonces ya no sabíamos si había muerto o no, si era un
ser humano, una presencia física o un recuerdo. Aquí ese tercer punto de
vista corresponde, en los dos casos que aparece, a personajes que recién se
han operado el rostro y andan por la calle con la cara tapada,
irreconocibles. Ese punto de vista es el punto ciego de la película y del
cine de Kim Ki-duk, el enigma de la identidad que mencionábamos al
principio, la instancia que más inquieta al espectador que mira El tiempo.
Porque nos pone durante unos segundos en la piel de quien ha cambiado la
suya, en la carne de quien ya no tiene la propia porque no la soporta, en
los ojos del que está afuera de todo, afuera del mundo, fuera de sí.
Marcos Vieytes
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