Jang Jin está preso y a punto de ser ejecutado en cumplimiento de la pena de
muerte que le ha sido impuesta. Intenta suicidarse. Yeon ve la noticia en la
televisión y comienza a seguir el caso como si de una telenovela se tratase.
La mujer atraviesa una crisis: su esposo tiene una amante, su hija le es
indiferente, las esculturas que realiza no la satisfacen (o a lo sumo
constituyen una metáfora profética: el ángel con una sola ala); su vida
parece no tener razón de ser. Va a la cárcel, se hace anunciar como ex novia
del condenado y consigue que la dejen pasar. Esas visitas se convertirán en
un intento de rever su vida y encontrar las ganas perdidas. El aliento
vital.
Kim
Ki-duk recupera sus nobles formas con Aliento (sin que sea ésta una
de sus grandes películas, entronca con Samaritan Girl y con la visión
de la mujer y el perdón, con el paso de las estaciones de Primavera,
veraño, otoño, invierno... y otra vez primavera, con la rara e imposible
historia de amor de Hierro 3 que también recurre al espacio
carcelario, con esos personajes casi fantasmáticos característicos de su
filmografía). Centra su narración en los deseos femeninos, inalcanzables e
inexplicables, los expone sin procurar cerrar el sentido. Simplifica los
espacios, volviéndolos casi alegóricos. Si el ámbito carcelario se observa
filmado tras las rejas, los barrotes y las ventanitas de las puertas de la
prisión, la casa familiar también se mira a través de las persianas y las
barandas de los balcones, como si no hubiera diferencias entre el mundo de
la libertad y aquel en donde falta. Como si todo fuera un entrever. Recurre
al silencio y la parquedad, que pueblan al texto fílmico de ambigüedades y
multiplicidad de significados. Y apenas una bella melodía acompaña las
imágenes casi pictóricas que nos construye. Pero la violencia acecha
impiadosa. Una violencia originaria que se ejerce tanto psicológica (el
engaño, la mentira, el abuso, el chantaje paternal) como físicamente (los
intentos de suicidio, el vaso que se estrella en la cabeza, el accidente de
auto, la escultura que se destruye) y que a veces se disfraza de cariño o
afecto (el último encuentro de los protagonistas, la escena final en la
cárcel).
Si
los medios se vuelven centrales para ofrecer el visionado de las historias
(la televisión, los diarios, etc.), hay toda una maquinaria visual que
funciona como ojo-panóptico, extraña mezcla foucaultiana y
orwelliana a la vez. Las cámaras de seguridad y sus respectivos
monitores permiten seguir como serial o culebrón televisivo lo que
transcurre en cada encuentro en la cárcel. Donde un guardia (que no es otro
más que Kim Ki-duk), en un extraño juego de reflejos y espejos, “actúa” su
rol de director de cine. Juego de cajas chinas donde nosotros miramos lo que
otros miran antes y editan para nosotros (qué otra función puede tener esa
chicharra que va impidiendo y permitiendo cada vez más los acercamientos, o
las elecciones de zoom y de encuadres).
Cada visita que Yeon realiza a la prisión (con las gigantografías que
empapelan la habitación donde el condenado recibe a su visita, con la
canción correspondiente, con la escenografía y el vestuario que puntúan
simbólicamente los encuentros con el paso de las estaciones) es una puesta
en escena –con el estilo, eso sí, de un desparpajo pop más propio de Tsai
Ming-Liang– develada en su construcción, un encantamiento para romper la
distancia de un hombre solitario y la posibilidad catártica de encontrarse
nuevamente en su decir. Porque ella, a diferencia de su esposo que cuando se
da cuenta de lo que está sucediendo cree que es una venganza por su
infidelidad, un acto en su contra, ella quiere volverse a descubrir, salir
del limbo en el que se internó, de la costumbre. Quiere recuperar la pasión,
las ganas, el impulso vital, su historia, la vida que parece haberse
estancado en ese juego infantil donde estuvo muerta durante cinco minutos.
“Aunque te llamo con tristeza, sólo veo la nieve caer” tararean los
personajes casi en el final. Y uno se pregunta si es la felicidad esa nieve
sucia, nunca blanca, que ha permitido formar tres muñecos en “el invierno de
nuestro descontento”. Y la melancolía se apodera del aire cuando uno se pone
a pensar la respuesta.
Javier Luzi
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